viernes. 26.04.2024
 

Jorge Bravo | La amenaza de un conflicto armado muestra la fragilidad subyacente de la sociedad, el estado de debilidad que nos hace preguntarnos por el nivel de evolución de la civilización que hemos alcanzado y su correspondencia con el valor de humanidad que hemos adquirido. El desprecio a las vidas humanas cuando se anteponen a estas, intereses económicos, posicionamientos geoestratégicos o simples egos, nos muestra el fracaso y la deshumanización de la política por no encontrar acuerdos mediante el diálogo y por el fracaso de la política como medio para conseguir el bien común que es el de la ciudadanía. Y es el bien de la vida de los hombres y mujeres que integramos la sociedad el primero que sucumbe ante otros intereses, pues la vida, que es el primer y principal bien a proteger, es la primera que queda desprotegida cuando comienza un conflicto político que deviene en “armado”. Es en este momento donde cobran relevancia los ejércitos y su papel fundamental en el empleo de la fuerza (bien por disuasión o por intervención directa), y, firmes valores que creíamos fuertemente apuntalados se diluyen mediante la ignominia de cambiar por otros intereses el bien de las vidas humanas.  

Decía Paul Valery que “la guerra es una masacre de gente que no se conoce para provecho de gente que sí se conoce, pero no se masacra”. Se nos ha colado en la cultura social, con demasiada facilidad (o interesadamente) que las muertes de civiles son siempre daños colaterales y que las muertes de militares, pues claro, están para eso, y es desde esta apreciación generalizada desde donde, sin vergüenza ni remordimiento, a una parte de la sociedad -al ciudadano militar- la relegamos de su estatus de ciudadanía, y convertimos a estos hombres y mujeres en humanos de segunda, o ni tan siquiera eso, pues el trato que se les da es el de elementos o cosas  de matar o para ser sacrificados. Valery les reconoció un mismo estatus: “gente”; pero hoy son solo medios militares, ejércitos, fuerza armada, fuerzas de choque, fuerzas de interposición; o se les hibrida con las máquinas: buques, carros de combate, cazas, como si esos mecanismos funcionaran solos; y para sus muertes se utiliza eufemísticamente el término “baja”, que suaviza y blanquea la triste situación. Pero la mayor ocultación de su humanidad y su relegación como personas es llamarlos simplemente militares en contraposición a civiles. En cualquier conflicto armado siempre se le da más relevancia a la muerte de civiles que a la de militares, siendo ambas, partes de la misma desgraciada historia, cuando lo que verdaderamente sucumbe es la humanidad.

Somos conscientes de que los conflictos armados siempre son evitables pues son actos voluntarios, y siempre existen otras estrategias de confrontación (duras sanciones económicas, aislamiento internacional, interrupción de mercados y de relaciones económicas, culturales, deportivas, etc.) pero resulta más barato, en principio, la pérdida de militares -que para eso están- que la pérdida de intereses económicos principalmente.

Los hombres y mujeres militares, despojados de su civilidad, son tratados como entes deshumanizados y por ello utilizados como meros elementos moralmente inermes fruto del fracaso de la política

Para poder soportar -y con ello engañarnos- la falta de ética y dar legitimidad a la procacidad y a la vejación, a nuestros hombres y mujeres militares - civiles armados- les metemos en el cajón de “lo militar” y les convertimos en meros números, elementos o cosas, siendo así mucho más manejables sin la intromisión de los derechos que les acogen como ciudadanos y de la humanidad; ya podemos utilizarlos para amenazar, para matar o para ser sacrificados.

En el actual conflicto que enfrenta a Rusia, Ucrania y a una parte de Occidente (Estados Unidos, Unión Europea, OTAN) se pronostican números de muertes. Además de las muertes se incluyen número de desplazados y demás efectos negativos hacía las personas. Fácilmente y sin pudor, casi como respuesta automática, aun existiendo confusión en la determinación de quiénes son exactamente las partes, varios países han mostrado una respuesta que no ha consistido en ningún caso en la paralización de inversiones, de transacciones económicas, de acuerdos económicos, de relaciones culturales y deportivas, o de cualquier otra actividad que pudiera ocasionar pérdidas económicas o pérdida de posicionamiento de poder en dichas u otras áreas, sino que la respuesta ha radicado en mover a sus ejércitos en respuesta a los movimientos de la otra parte, comenzando a exponer a sus ciudadanos militares, de ambos lados, al riesgo de sus vidas. Por supuesto, ese otro tipo de medidas surgirán a cuentagotas. 

Aunque sea difícil admitir -por dudosa- la idea de que la guerra es la continuación de la política por otros medios (según el historiador Carl von Clausewitz), en este conflicto en Ucrania se solapan la política y la acción militar, pero se mantiene que “gente que sí se conoce” están posicionando a “gente que no se conoce” para, en su caso, empezarse a masacrar. 

La guerra ha demostrado ser una interrupción temporal de la política para mostrarnos las capacidades de destrucción -destruyéndonos-, para, a renglón seguido, continuar de nuevo con la política. En medio, como brazo articulado de la política para dar un golpe destructor en la distancia, están los hombres y mujeres militares que, tratados como meros objetos, son utilizados para la defensa de intereses, más allá de la defensa de la vida de sus conciudadanos. Triste escenario de deshumanización, de cosificación y de claudicación de la racionalidad, de los derechos humanos y del respeto a la propia vida.

Los hombres y mujeres militares, despojados de su civilidad, son tratados como entes deshumanizados y por ello utilizados como meros elementos moralmente inermes fruto del fracaso de la política. Son estos trabajadores de la defensa y de la seguridad la carne de cañón de la perversión de la política y de quienes la dirigen. 

Ciudadanos cosificados