lunes. 29.04.2024
Víctor Jara
Víctor Jara

Javier M. González | @jgonzalezok |
Gabriela Máximo | @gab2301 | 

El día 28 de noviembre de 1986, un cargamento de libros desembarcado en el puerto chileno de Valparaíso fue confiscado por orden del gobierno militar. Angustiado, el editor Arturo Navarro, que esperaba los ejemplares para llevarlos a la Feria del Libro de Santiago, corrió hasta la sede del comando militar de la ciudad portuaria, a 120 kilómetros de Santiago, para intentar su liberación. Se sorprendió con el aparato de seguridad, que no era usual a aquellas alturas de la dictadura, que terminaría cuatro años después. Había sacos de arena formando trincheras y soldados armados en uniforme de campaña vigilando los alrededores. El editor fue recibido por un oficial militar que hizo una serie de llamadas telefónicas y al final le aconsejó con una dosis de sarcasmo: “Señor Navarro, no se preocupe. Ya los quemamos (los libros)”. 

Así fueron reducidos a ceniza 14.846 ejemplares de La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile, el libro que acababa de lanzar el premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. El libro cuenta las peripecias del cineasta chileno exiliado, que volvió a su país clandestinamente para grabar el documental Acta Central de Chile. Era una historia real que impresionó al autor de Cien años de soledad. En 1985, Littín entró disfrazado a Chile y durante varios días grabó registros del país que ya llevaba 12 años bajo la dictadura liderada por el general Pinochet. Su aventura, narrada por García Márquez, fue víctima de una de las últimas grandes quemas de libros promovida por el régimen militar, una práctica adoptada con frecuencia desde los primeros días. 

Fueron reducidos a ceniza 14.846 ejemplares de ‘La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile’, el libro que acababa de lanzar Gabriel García Márquez

Miguel Littín
Miguel Littín

Durante 17 años, el gobierno de Pinochet promovió la masacre de la cultura. Hizo todos los esfuerzos posibles para apagar de la conciencia cultural de los chilenos lo que hiciera referencia al gobierno socialista de la Unidad Popular. Escritores, cineastas, cantantes, compositores, los artistas fueron objetivo de la censura y persecución en cuanto la Junta Militar asumió el poder. Muchos se exiliaron, entre ellos Littín.

Se estableció la censura previa para los medios de comunicación y las editoriales. La orden militar N 107 informaba que la Junta Militar era la única que tenía la facultad de autorizar la importación y comercialización de libros, revistas e impresos en general. En el sexto piso del Edificio Diego Portales, donde estaba instalada la Junta, trabajaba el Departamento de Evaluación, que decidía lo que podía o no ser publicado. De los 11 diarios que se publicaban en Santiago antes del golpe, solo quedaban cuatro. Los medios de izquierda ligados al régimen de Allende -incluyendo muchas radios- obviamente desaparecieron. El norteamericano James R. Whelan, de clara simpatía por el pinochetismo, reconoció en su libro Desde las cenizas: “De 1.850 reporteros profesionales, 560 perdieron su trabajo en las semanas siguientes al golpe; dos de ellos fueron ejecutados”.

Los militares asumieron las rectorías de todas las universidades, consideradas por el régimen golpista como centros de adoctrinamiento marxista. Sólo días después del golpe, Pinochet se reunió con los rectores y vicerrectores de las universidades, en presencia del contralmirante Hugo Castro, ministro de Educación. Se dio en la ocasión este breve diálogo: “El contralmirante aquí presente tiene un plan, me parece, ¿no?”, dijo Pinochet. “Bueno -siguió el ministro-, creo que es necesario que las actuales autoridades universitarias presenten sus renuncias, para tener libertad de acción”. Momento en el cual Pinochet dio por finalizada la reunión: “Bueno, señores, eso es todo, buenas tardes”. 

Hubo una purga generalizada de profesores y alumnos. Unos 1.000 académicos y cerca de 3.000 funcionarios fueron expulsados de las universidades. Y se alteraron los planes de estudio, sobre todo en las áreas de ciencias sociales. Las bibliotecas fueron devastadas, libros considerados subversivos fueron quemados en los patios de las universidades, en presencia de profesores y alumnos, como medida intimidatoria. 

Además, millares de libros fueron quemados por sus propios dueños, temerosos de ser acusados de tener literatura subversiva. La autocensura confirmaba el triste éxito de la represión. El día 23 de septiembre, 12 días después del golpe, hubo una quema masiva de libros, a cielo abierto y a plena luz del día en la calle Paraguay, en el centro de Santiago. Los militares se empeñaron en hacer ostentación de este acto de barbarie, que fue cubierto por la prensa oficial. 

El día 23 de septiembre, 12 días después del golpe, hubo una quema masiva de libros, a cielo abierto y a plena luz del día en la calle Paraguay

Al día siguiente, fotos de la hoguera infame estaban en los diarios. Ardieron durante 14 horas obras de Marx y otros teóricos socialistas, junto a libros técnicos y literatura de ficción. Entre los libros quemados estaban los del poeta Pablo Neruda, Premio Nobel de Literatura (1971) y objeto de persecución de los militares por su militancia comunista. Neruda murió ese mismo 23 de septiembre. El poeta sufría de cáncer, pero hasta hoy hay dudas sobre un posible asesinato por envenenamiento. 

Uno de los primeros objetivos de los militares fue la Editorial Nacional Quimantú, creada en 1971 por el gobierno de Allende y que tuvo mucho éxito como experiencia de democratización del conocimiento. Durante sus tres años de vida facilitó el acceso al libro con políticas de producción y distribución que abarataban los costos de edición y de venta. La política de la editorial era simple y revolucionaria: el libro no podía costar más que un paquete de cigarrillos Hilton, una marca de tabaco muy popular entonces en Chile, que había sido la primera en lanzar cigarros con filtro. 

Quimantú publicaba 25 libros al mes y tuvo tiradas de hasta 80.000 ejemplares. Los libros llegaban a todos los rincones del país donde antes el acceso a la lectura era escaso. Los libros eran vendidos incluso en sindicatos y quioscos de prensa localizados en lugares de mucho tránsito de estudiantes y trabajadores. Días antes del golpe, llegaba a Santiago para trabajar en la editorial el entonces joven escritor chileno Roberto Bolaño, que vivía en México desde los 15 años. El golpe frustró su reinserción en Chile y, tras una breve detención, volvió a México. Con el golpe, la editorial cerró y sus libros fueron confiscados.

La “higienización cultural” era también estética. Hubo una ocupación física o simbólica de los espacios públicos de la cultura como el Museo de Bellas Artes de Santiago. Gonzalo Leiva, profesor de Estética y coautor junto a Luis Errázuriz del libro El golpe estético, recuerda en entrevista al diario digital El Mostrador: “Hay un caso bien dramático, que es el de la galería de Paulina Waugh. Fue la primera galería privada en Chile y resultó quemada porque tenía cuadros de Matta, quien había declarado públicamente su desaprobación al régimen. Aquí no hay violencia simbólica, es violencia directa”. Roberto Matta, fallecido en 2002, fue el último de los grandes pintores surrealistas chilenos y apoyó al gobierno de Allende. 

Gonzalo Leiva recuerda en su libro que en junio de 1975 un decreto de la alcaldía de Santiago prohibió “el uso del color negro u otros tonos violentos en las fachadas, para no perturbar la armonía del conjunto”. La cruzada estética comenzó en los primeros días del golpe. El Mercurio -periódico que se colocó al servicio de la dictadura- convocó a la población a sumarse al esfuerzo de las autoridades para limpiar las paredes y calles de Santiago: “Las autoridades del gobierno han informado sobre su decisión de llevar a cabo un programa que restaure la imagen de limpieza y orden que en el pasado tuvo la capital de la República”. La idea era asociar al nuevo régimen con la limpieza y el orden, y al gobierno socialista depuesto con el desorden y el caos. 

El apagón cultural se produjo en todas las formas artísticas. En la música, la ejecución del cantante y compositor Víctor Jara se convirtió en un símbolo. Jara, que apoyaba al gobierno de la Unidad Popular fue llevado al Estadio Chile (aunque generalmente se confunde con el Estadio Nacional), donde fue torturado y asesinado con 44 tiros. Su cuerpo fue abandonado en la calle, con todas las marcas de la barbarie. Para la historiadora chilena Karen Donoso, autora del libro Cultura y Dictadura. Censuras, proyectos e institucionalidad cultural en Chile, 1973-1989, el caso del cantautor tiene un significado más allá de la violación de los derechos humanos: “Representa la represión aplicada al proyecto cultural de la izquierda chilena” 

Víctor Jara fue llevado al Estadio Chile, donde fue torturado y asesinado con 44 tiros. Su cuerpo fue abandonado en la calle, con todas las marcas de la barbarie

Donoso cuenta un episodio en que el productor musical Camilo Fernández oyó la orden que el coronel Pedro Edwig, secretario general del gobierno, dio a los sellos discográficos para que dejasen de grabar “músicas que atentasen contra la nueva institucionalidad”, especialmente “el folklore nortino [andino]”. El resultado fue la retirada del catálogo de las grabadoras de los discos de Víctor JaraVioleta ParraJoan BáezLonquimay, además de grupos como Quilapayún e Inti Illimani, a los que el golpe les había sorprendido en Europa. Edwig recalcó que estaría observando “con lupa” lo que se grababa, añadiendo: “Nada de flauta, de quena, ni de charango porque se identifican con la lucha social”.

Como contrapartida, música folklórica de la región central de Chile, sin connotaciones políticas, sería alentada por la dictadura. “Los Huasos Quincheros” fueron el conjunto favorito de Pinochet. Se trata de un cuarteto que se identificó abiertamente contra el gobierno de Allende. En febrero de 1973, ocho meses antes del golpe, estaban programados para actuar en la jornada final del famosísimo Festival de Viña del Mar, pero su actuación fue cancelada para evitar los disturbios que provocó la presentación de Quilapayún en una jornada anterior, en que hubo una batalla campal entre partidarios y detractores de la Unidad Popular. 

Inti Illimani
Inti Illimani

El cerco a la industria cultural por parte de la dictadura llevó a muchos artistas al exilio y a algunos que estaban fuera del país se les impidió volver. Fue el caso de los grupos Quilapayún e Inti Illimani, que estaban de gira en Francia e Italia, respectivamente. Y también del cineasta Patricio Guzmán, autor del prodigioso documental La Batalla de Chile, el principal testimonio audiovisual de la experiencia socialista de la Unidad Popular y su lenta agonía. El director y su equipo abandonaron Chile a pocos días del golpe. Solo uno de ellos, Jorge Müller, no consiguió escapar, integrando hasta hoy la larga lista de los desaparecidos. El material filmado de La Batalla de Chile quedó escondido en la embajada de Suecia y fue enviado después a Estocolmo. A Guzmán le llevó seis años editar el gigantesco material, que fue terminado en Cuba. 

Patricio Guzmán
Patricio Guzmán

En una declaración reciente al diario chileno “The Clinic”, el director observa que, incluso después de la redemocratización, en 1990, ningún distribuidor quiso exhibir el documental en Chile. Y arriesga un motivo para tal rechazo: “Cuando yo esté muerto y todos los que aparecen en la película lo estén, esta película va a ser estrenada en el más grande cine de Chile. Porque aparecen personajes de la Democracia Cristiana en complicidad directa con el golpe de Estado, hay personalidades de la transición aquí que tampoco se han rasgado las vestiduras por Salvador Allende, hay colaboradores de Allende que después renegaron de él; por lo tanto, cuando todos mueran, vas a ver La Batalla de Chiledignamente representada.

El material filmado de ‘La Batalla de Chile’ quedó escondido en la embajada de Suecia. A Guzmán le llevó seis años editar el gigantesco material, que fue terminado en Cuba

Aunque la dictadura chilena haya sido represora hasta el final, a principios de los años 80 las primeras protestas populares contra el régimen comenzaron a tomar las calles del país. El gobierno comenzaba a flexibilizar algunas medidas de censura. Por ello, el editor Arturo Navarro se extrañó cuando su cargamento con Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile fue confiscado. Hay que tener en cuenta que dos meses antes del desembarque de los libros se produjo el atentado del Frente Patriótico Manuel Rodríguez contra Pinochet, en el que murieron cinco de sus guardaespaldas. El gobierno no quería mostrar debilidad, lo que explica también el fuerte esquema militar encontrado por Navarro al llegar a Valparaíso. 

La versión oficial divulgada en la prensa para la confiscación de los libros era que los contenedores estaban en mal estado. No conforme con esta explicación, Navarro se pasó meses intentando probar que la orden había partido directamente del dictador, que estaría enfurecido con el libro de García Márquez y con el documental que Littín estrenó en Europa. 

En entrevista a la BBC, Navarro dijo tener la certeza de que se trató “de un capricho de Pinochet”. El libro contaba que, durante su paso clandestino por Chile, el director, disfrazado de industrial uruguayo, burló la seguridad militar y estuvo próximo al general en un pasillo del palacio presidencial de La Moneda. Era demasiado humillante para el dictador. El consulado de Colombia, de donde habían salido los libros, decidió ayudar a Navarro y presionó al gobierno para que éste adoptara una posición. 

El episodio tuvo como resultado que, por primera vez, la dictadura reconociera oficialmente y por escrito que quemaba libros. El día 9 de enero de 1987, llegó una carta a la representación diplomática colombiana, firmada por el vicealmirante John Howard Balares que, reconociendo que los libros habían sido quemados. Confirmó también que se había tratado de “una medida de censura previa”, porque el libro “transgredía abiertamente las disposiciones constitucionales”. Según señaló Navarro a la BBC, “ese papel es el único documento oficial que existe en el que el régimen de Pinochet acepta que quemó libros y que lo hizo por censura, algo imposible de obtener en esos tiempos”. El documento está hoy en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago. 


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Javier M. González | Corresponsal de RNE en América Latina y en Alemania. Cubrió información de Chile desde la transición hasta la muerte de Pinochet.


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Gabriela Máximo | Periodista brasileña de política Internacional. Cubrió diversos acontecimientos en América Latina y África para Jornal do Brasil y O Globo.


Censura y quema de libros, la política cultural de Pinochet