jueves. 28.03.2024

Viene a cuento esta cita para referirme a la reforma laboral que mediante Real Decreto Ley aprobó el Consejo de Ministros el pasado 10 de febrero. Una reforma que legaliza la discrecionalidad empresarial en la misma medida que desprotege los derechos de los trabajadores.

Sus defensores en el Gobierno echaron mano, pero menos, de un mantra retórico que lo mismo vale para un roto que para un descosido: es el marco laboral imprescindible que necesitamos para crear empleo. Cierto que ha habido matices en esta ocasión: el propio presidente del Gobierno advierte que se tardará en crear empleo y que 2012 conocerá un aumento de las cifras de paro. Algo ha aprendido de la anterior y reciente reforma laboral impulsada por el Gobierno de Zapatero. Se nos presentó como una oportunidad para el empleo, y en sus 20 meses de vigencia cosechó 1,5 millones de parados y paradas más.

No han faltado tampoco entre los ideólogos -y no tan ideólogos- de la reforma, las afirmaciones de algún intrépido periodista que celebra la reforma por ofrecer a los empresarios más herramientas que el despido para ajustar costes en tiempos de crisis -por ejemplo, la reducción de los salarios-, o el súbito antifranquismo de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, que ha mostrado su entusiasmo por el fin de la legislación laboral franquista, lamentando, eso sí, “que tengamos unos sindicatos tan antiguos y reaccionarios”. Donde estén los de “Manos Limpias” que se quiten CCOO y UGT, ¿verdad Aguirre?

La patronal y su reforma

El secretario general de CCOO, Ignacio Fernández Toxo vinculó la reforma del mercado de trabajo del Gobierno de Rajoy a las exigencias del FMI, BCE y la cancillería alemana y a la inestimable aportación de la CEOE al texto final. Una reforma en la que todos los caminos conducen al despido único de 20 días; que consagra la dualidad del mercado de trabajo; que convierte la negociación colectiva en el corral del liberalismo; que desvirtúa la flexibilidad interna pactada en el reciente acuerdo de las organizaciones empresariales y sindicales y la sustituye por la ley del embudo para que el salario o la jornada laboral puedan modificarse unilateralmente por el empresario; que la tutela judicial, capaz hasta ahora de atemperar los delirios de no pocos empresarios, pase a formar parte de la historia del derecho laboral; que los ERE ya no necesiten autorización administrativa, es decir, mayor capacidad para el despido legal, colectivo y arbitrario; en definitiva, un golpe sin precedentes desde 1977 al derecho del trabajo y a la protección de los trabajadores, que se llevará a cabo mientras nos acercamos a la más que dramática cifra de 6 millones de personas en el desempleo. Tenía razón la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, cuando habló de un antes y un después de la reforma laboral. A partir de la entrada en vigor de esta reforma damos la bienvenida al siglo XIX.

Algunos dirigentes socialistas confiesan en privado el disparate que supuso su reforma laboral de 2010. No solo por las medidas que contenía y el balance que arroja, sino por lo que significaba en sí misma, como puerta de entrada del liberalismo desregulador de derechos que Zapatero “asumió con coraje para salvar a España de la intervención”, y que Rajoy eleva ahora a doctrina de gobierno en todos los órdenes. Una observación que no explica, ni siquiera un poco, la torpeza y sectarismo de ciertos grupos empeñados en convencernos de que socialistas y conservadores son la misma cosa.

Si finalmente, agotadas todas las vías para el diálogo y el acuerdo; evaluada y contrastada la demanda para una movilización contundente; y consensuada sindical y socialmente la iniciativa a tomar, la convocatoria de la huelga general fuese inevitable, debería saberse que estaríamos ante una impugnación general del discurso conservador que golpea el derecho del trabajo, descapitaliza y deteriora los servicios públicos, vuelve al túnel del tiempo de los derechos civiles y recupera instrumentos de poder corporativo en ámbitos muy sensibles del Estado. Todo ello, apoyándose en la resignación de la ciudadanía y en la complicidad de los poderes públicos -que la derecha mayoritariamente controla- con los centros de poder económico y financiero para asignar a la democracia una función subsidiaria en la gestión de los asuntos públicos.

La zorra y las gallinas