viernes. 26.04.2024
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La calle Guillermo de Osma sigue cumpliendo su cometido. El mismo que la tenía ocupada aquella tarde de hace ya tantos años, cuando aquel niño gordito llegó con su balón y nos preguntó a mi amigo Juli y a mi si queríamos jugar con él. Su balón. Porque aquello era un balón. Creo que el primero que pateé en mi vida. No, tal vez el primero fuera uno de mi tío Antonio, en el jardín de la casa de mis abuelos, ya desaparecido, no como la calle Guillermo de Osma, que sí, sigue cumpliendo su cometido de disponerse para mis pisadas, para mi caminar y el de quienes van desde la plaza donde está la que fue mi casa, y aun ha de serlo, hasta las cercanías de los edificios del Matadero, magnífico lugar que conserva su execrable nombre para dignificar mi barrio.

El niño gordito que ya no lo es pero que sigue siendo Manolo, Juli y yo. Los años que, sin nosotros saberlo, auguraban la llegada de los días de la democracia mientras el régimen y su dueño se iban hacia la muerte en medio del adefesio recuperable que habían gestado en sus grises décadas de venganza y odio. El sol de una tarde del madrileño y probablemente apacible otoño de mis días de infancia, los días de escuela, pantalones cortos y agua en las fuentes. Las mañanas sin sueño y las noches para dormir y soñar con la vida que no tuve.

Juli es Julián, mi primer amigo. Cuando uno se echaba los amigos al hombro pateando las calles de su barrio con el consentimiento, que no el desdén, paterno. Hola, ¿cómo te llamas? ¿Cuántas veces se dijeron esas cuatro palabras en la década de los años 60 y en la de los 70 en los barrios de las ciudades de este país que marcha con la cabeza bien alta hacia el despeñadero de las ruinas merecidas? Jose, ¿y tú? Juli. Y a jugar, a correr, a patear pelotas que no sirven para el fútbol pero que sí sirven para que aprendamos a jugar al fútbol, a sortear zanjas y a esconderse en ellas, a caerse en su interior si se tercia, a arañarse con las paredes toscas adrede de los agujeros en las calles de mi barrio, que ahora sé que es de La Chopera pero que nosotros ampliábamos y denominábamos de Legazpi, con la chulería inevitable de un madrileño que se precie de no ser de ningún sitio más que del que son sus amigos, sean estos de donde sean…

La plaza del Pilón y la plazoleta que aun veo cuando me duermo en las noches de mis días de adulto criado en las calles cercanas al Manzanares que aprendió a ser un río porque le enseñamos a serlo. Rutilio Gacis es el nombre de la que fuera plaza del Pilón porque en medio tenía eso, una fuente enorme, que nunca vi con agua salvo cuando la encharcaba la lluvia madrileña, una enorme fuente que no impedía que en la plaza del Pilón jugáramos al fútbol todos los niños de aquellas calles de Jaime el Conquistador, de Embajadores, de Enrique Trompeta, de Guillermo de Osma, de la plaza de la Beata María Ana de Jesús, donde ahora vivo de vuelta a las aceras de mi infancia y de mi juventud…

Voluntarios Macabebes. Me entero, porque lo pretendo, después de muchos años, del significado del enigmático nombre de una de aquellas calles que son estas desde que he vuelto a las aceras legazpianas. Macabebe es el nombre de una etnia favorable al dominio español en las lejanísimas islas Filipinas que dejaron de ser nuestras a finales del siglo anterior al pasado, así como el topónimo de una localidad de la isla principal del archipiélago. Aquellos voluntarios aglutinaban un cuerpo de ejército que luchó del lado español en la guerra de la Independencia de los filipinos. Fueron de los últimos fieles al poder invasor que eligieron lo malo conocido frente a lo que les vino después.

Los nombres de las calles fijados en sus placas de latón azul cobalto en las esquinas del barrio de mis años en que Silvia no podría ser siquiera un sueño porque de haberlo sido Silvia habría sido mi perdición. Plaza del General Maroto, Alonso Carbonell, San Daniel, San Félix, José Miguel Gordoa, Alejandro Saint Aubin, Domingo Pérez del Val… Paseo de las Delicias que atesora El Prado como lo pintaran hace siglos. Distrito de la Arganzuela, en el Madrid que yo escribo Madriz y donde hubo una guerra que duró hasta que los vencedores quisieron, de la que aun quedaban restos mal tapados en las fachadas amarillas de la colonia del Pico del Pañuelo donde crecíamos los niños que no sabíamos que la muerte podía estar en el interior de una jeringuilla llena de mentiras.

José Villarreal, otro nombre de aquellas calles que son estas, el de la plaza donde jugar pocos años más tarde al bote-bolero, ese remedo másdifíciltodavía del juego del escondite. Nombre que es el del arquitecto del siglo XVII que dirigiera la reparación del relativamente cercano puente de Segovia sobre el río Manzanares. Y la plazoleta de los entretenimientos a la que daban y siguen dando mis ventanas, la de mi dormitorio todavía, llamada glorieta de San Víctor. La plazoleta que ahora sé por qué era para mi la de la canción El parque que cantaran hace lustros unos tipos llamados Víctor y Diego. Víctor. San Víctor. Hay un parque aquí en mi barrio, y eso no es parque ni es ná… Una de las primeras cosas que escribiría (¡cosas?) tendría lugar en ella, en la glorieta y en la canción de Víctor (San Víctor) y Diego.

Un callejero el de mi barrio donde descolla, es un decir, la figura del general Maroto, el que da nombre a la plaza junto al edificio central del Matadero, la cuca Casa del Reloj donde una vez celebré un matrimonio algunas décadas después de los recados, el fútbol y las fuentes. Rafael Maroto, el militar español que firmó como altísimo general carlista con Espartero el renombrado Abrazo de Vergara.

Veranos antes y después de Suances, llenos de tebeos y llenos de aventuras con guiones escritos sobre la marcha por nosotros mismos al ritmo de la trepidante imaginación de niños sin nintendos, llenos de espadas ficticias empuñadas sin nada que empuñar, de pistolas y fusiles ni siquiera de madera, más bien del mismo aire que las guitarras simuladas cuando el rock apremia, veranos en los que el calor no molesta porque todo es calle, todo lo son los amigos y su asombro infantil y las calles y sus bancos donde sentarse en el filo de sus respaldos, llenos de las historias que corren de boca en boca para tramar las vidas de la infancia que nunca nos abandonaría a algunos, llenos de risas y vacíos de las añoranzas que nacen en esos días ignorantes.

Y la beata en permanente proceso de canonización que ahora sé que da nombre a la plaza donde está mi casa, donde estuvo la casa de la que salía para bajar a zancadas las escaleras de mi portal, el número 9 de la plaza de la Beata María Ana de Jesús, las mismas que me costaron un doloroso esguince curado por una curandera de Villaverde Bajo, la beata cuyo cuerpo sigue incorrupto inexplicablemente cuatro centurias después de que la mercedaria expiara en el Madrid de Felipe IV, el rey que de ella era devoto, el pasmado monarca que como se sabe tiene el mismo rostro que Gabino Diego.

Los días con sus mañanas y sus tardes y parte de sus noches, acondicionados por el rescate, la dola o la pidola, el látigo, el churromediamangamangotero, el escondite casi nunca inglés, las chapas y sus vueltas ciclistas o sus partidos de fútbol en los que el balón era un garbanzo, las bolas que llegué a acumular ganándoselas a mis amigos y a quienes no lo eran, el pincho, las carreras sin ton ni son ni ganadores con sus docenas de vueltas al perímetro de los muros de las casas de pisos que como la mía ceñían y ciñen la glorieta de San Víctor, a la que muy de niño llamé ingenuamente plazoleta del capullo porque se lo había escuchado a uno de los mayores del barrio y que cuando me lo oyeron mis padres y unos vecinos se rieron inexplicablemente para mi entonces e incluso ahora, por más que haya aprendido la bestialidad tan ajena a las palabras de un niño que salió de mi boca infantil años antes de que muriera Franco.

Además del tal Maroto, tal vez se pueda tachar de renombrado a otro de los personajes cuyo nombre aparece en las esquinas pintureras de las calles de mi infancia: Alonso Carbonell, arquitecto como Villarreal, maestro de obras nada más y nada menos que del espléndido y desafortunado palacio del Buen Retiro. Tal vez por eso la calle que nombra se deslice hasta la mismísima plaza del que fuera coyuntural jefe de obras del puente de Segovia. Nombres, en fin, que a penas usábamos cuando hacíamos de aquellas aceras nuestro mapa litúrgico con semáforos.

Aceras no sin la maldad de los malos, con su dosis de acero y rudeza forajida. Huir pusilánime de niños en un paraíso asaltado por la banda del Lauri, por la inevitable visita a la glorieta de Josemi y su inexplicable chulería abracadabrante hoy reducida a la de un muñeco roto por otras dosis. Calles mancilladas por quienes pretendían llevarte al lado oscuro en el que tantos aterrizaron para aterrorizarnos en medio del impávido edén de juegos y risas.

Años sin chicas en los que las mujeres eran nuestras madres y las chicas una presencia asumida sin deleite, actores secundarios para los que aun no había reservado ningún óscar. Tiempos aquellos sin sexo, o en los que el sexo era un deseo que muy bien podía esperar y hacia el que correr era inútil porque uno intuía que acabaría por llegar como las maquinillas de afeitar y los desvelos. Años de me bajo y a dónde vas y a la calle, años de interminables partidos de fútbol, años de recados a la tienda de Juanito hechos deprisa deprisa para llegar cuanto antes a la compañía de unos amigos a la altura de mis miedos y de mis sueños.

Todavía escucho en el silencio de las noches de verano a los niños que a mi alrededor gritaban y a mi mismo gritando los gritos que solo los niños borrachos de juegos, y de noche, gritábamos para formar un griterío de jolgorio que adensaba el aire caliente de las noches madrileñas de los barrios junto al río. Todavía. Jose, el otro, no yo; yo también, claro; Antonio, cordobés y entrañable; Bayo; Ángel; Juli, Plaza, no Medina, que con Quique llegaría a mi vida enseguida pero no aún, como el Pelos, ya muerto; los hermanos Santi y Toni; Mota, que tardó años en ser Rodolfo; los Gemelos, cuyos nombres no logro recordar; Alberto; Rafa, a cuyo padre escuché hablar de Antonio Machado y de Miguel Hernández por primera vez, como si hablara de unos fantasmas amables a los que conviniera venerar y traer de nuevo al mundo de los vivos; Pepe, a quien pronto regañaría porque fumaba tan a destiempo; Manolo, el niño gordito que se inventó unos amigos y que aun es mi amigo desde el día que se ofreció a jugar con nosotros, conmigo y con Juli, y con su balón de verdad.

Todavía