viernes. 26.04.2024
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Villaverde Bajo en Madrid

Ya había conocido a los Beatles cuando se quedaba a veces con sus abuelos los fines de semana. Abandonaba su rutina hogareña. Había algo en la atención de sus abuelos que le llevaba mucho más lejos que a aquel sitio donde estaba la casa de ellos. En lugar de ir a Villaverde Bajo era como si pasara unos días en otro planeta amable. Aquel sábado, sus abuelos le llevaron a la peluquería. Cruzaron las vías, subieron el repecho ya de escaleras de piedra arregladas y esperaron la vez durante un breve rato. Los tres. Antes tuvieron que dejar pasar un tren de mercancías que tardó casi veinte minutos en hacer toda su maniobra. Jose creía que aún duraba aquella guerra de la que una vez oyó que dejó en ruinas la casa de sus abuelos. La de su padre y sus tíos. La del jardín. Aquel jardín que brilla de ausencia sobre la memoria de verdes, grises y pardos y olores de naturaleza encapsulada.

El peluquero le habló mientras le cortaba el pelo. Estaban ellos dos solos. Sus abuelos se habían ausentado unos minutos. Entonces, el techo de aquella peluquería tan de pueblo pequeño se les vino encima.

El viernes por la tarde había estado jugando a las aventuras con sus amigos. En su barrio. En el parquecito salvado por los pelos de ser un aparcamiento cuando él era todavía un niño. Él solía ser el Bueno, nunca era uno de los Malos. A nadie parecía importarle. O eso creía Jose. Cuando dejaron de jugar se sentaron en el suelo. Mañana por la mañana me llevan mis padres otra vez a Villaverde, a casa de mis abuelos, contaba como si aquello fuera de verdad importante para todos. A él le gustaba mucho jugar con sus amigos en su barrio. También ir a Villaverde y jugar allí con los amigos de su primo Marianito. El viernes se acabó viendo en la tele una película. Más material para sus juegos. No necesitaban soñar. Sus sueños eran las aventuras en aquel pequeño parque de la colonia del Pico del Pañuelo. En el sur de la ciudad de Madrid. Aunque más al sur estaba Villaverde, que todavía parecía un pueblo aunque había dejado de serlo hacía años. Ya pertenecía a Madrid.

Ahora el obús ha destrozado la peluquería. Jose está vivo de milagro. No hay nadie cerca. Él está de pie. Huele a muerte. No a cadáver. A muerte. El pasado se ha desplomado y la realidad se ha abierto paso de la peor manera posible. Todo parece un sueño esta vez. Nada de juegos. El ahora es demasiado macizo. Pegajoso. Casi asfixiante. Es un ahora impertérrito, como una continuidad irresuelta. De una elasticidad que hipnotiza. Jose no escucha nada.

Hacía unas horas su abuelo había ido a buscarle a su casa para llevarle a Villaverde. En el autobús, distraído, silbaba e incluso tarareaba una canción de Los Puntos, sin importarle que le pudieran escuchar. Pasarán años hasta que por vez primera sienta verdadera vergüenza al hacerlo. Debió ser con el Anytimeatall de los Beatles. Aquella mañana de sábado lucía un día espléndidamente madrileño, de primavera selecta. Jose seguía siendo infantilmente feliz. El mundo estaba construyéndose lentamente por fin para él.

En este instante instantáneo, remoto e introspectivo a la vez, el peluquero es un niño de seis años. Lo sabe, Jose lo sabe porque esta realidad de vértigo eterno le ha convertido en una especie de dios juvenil. Pero ahora es la muerte lo que no entiende. Huye de aquella ruina y llega resbalando por la pendiente hasta la estación de tren de Villaverde Bajo, derruida y sajada, cruza las vías otra vez, ahora hacia el jardín de sus abuelos. Pero allí sólo un muro se mantiene en pie. Brota el desconsuelo, pero al menos se lleva la bruma y en esa única pared enhiesta brilla una cruz roja. Una cruz roja. Su abuelo le habla en un idioma extraño, casi no le puede escuchar. Su abuelo es un adulto que no sabe que envejecerá y acabará muriendo mientras él lee una novela de Isabel Allende, a su lado. Su abuelo no es su abuelo cuando camina por Madrid en el interior de otro cuento suyo.

Ya está, le escucha al peluquero. Y su abuela Isabel abre el monedero para pagar el servicio. Es sábado. Por la tarde irá a jugar al fútbol cerca del Butsir con los amigos de su tío Antonio. Será la tarde en que el abuelo Ricardo jugó de portero. Nada queda de aquella guerra en los ojos de Isabel. Tampoco en los de Ricardo. Villaverde era como viajar a un planeta que olía al jabón de manos del lavabo de sus abuelos. Un planeta donde se bailaba a los Beatles con los ojos cerrados.

Respira hondo en lo más profundo del jardín de sus abuelos, se llena con los aromas de las hojas de las higueras en su esplendor, fijándose en el mundo que se acaba, escuchando en silencio el rumor de los pasos de Isabel y su olor a galletas, el sonido de la efigie de Ricardo el ebanista mientras trabaja; se detiene un instante de plata en el límite del pozo y sus secretos, asiente a su espíritu cuando le señala ese tiempo detenido, llora hasta que puede comprender que ellos se morirán, separa en su corazón lo que le regalaron de lo que ganó: desde su soledad conmovedora de hombre futuro y tenue, canta esa canción que alguna vez soñara en las sombras, ríe con fuerza ahora que sabe defenderse de sí mismo, ahora que el presente se ha hecho eterno en el frescor de acero, en el preciso minuto donde lo que va a ser se refleja. Respira hondo en lo más profundo del jardín de sus diez años.

Respira hondo en lo más profundo del jardín de sus diez años