domingo. 28.04.2024

Yo no pinto lo que veo, pinto lo que siento. Así lo decidió él mismo a partir de 1901, que su identidad artística indefectiblemente se pronunciara por el final materno de su nombre, Picasso, apellido de procedencia italiana. El Pablo Ruiz lo convierte en un ciudadano común y anónimo. Por el final materno reconocemos su impronta, su universo y su marca, acompañados de un patrimonio desorbitado. Ese es el trascendental truco picassiano que define “sus estilos”, sus etapas y su grandeza creadora, ser nombrado por el final materno que es volver al origen en sabia paradoja.

A todos nos habita el Reino Femenino del Principio, Picasso supo descubrirlo y plasmarlo a lo largo de su carrera. Aunque, todo hay que decirlo, las feministas recalcitrantes lo crucifican por su machismo recalcitrante, sin ninguna coartada estética que lo salve -el arte ya no nos salva, nos mercantiliza todavía más-.

Picasso era un obseso sexual y necesitaba emocionalmente a las mujeres, eran su impulso vital y artístico; podría haber pintado el cielo azul con forma de erótico triángulo púbico y con el color que le diera la gana cromática. Se sirvió de ellas y las llego a humillar con el egoísmo, la depredación y la prepotencia del macho creador, si es correcto decirlo así. Pero cuando contemplamos Los tres músicos o el Guernica, eso es inapreciable, no hay ningún rastro de machismo, no se atisba el maltrato ni la mujer está utilizada como un medio mezquino. La expresión de la vida (del día a día que nos compete) es mucho más fea y decepcionante que la expresión artística (idealización fijada a lo atemporal, sin mancha cotidiana). Mezclarlas -por diferentes intereses- es un acto de adulteración y es condenar al ser humano, es decir, condenarnos a todos.

Su inmortalidad no se abastece de ningún elemento externo o biográfico, todo lo contrario: para muchos es más francés que español. Gran aficionado a la tauromaquia (tan denigrada hoy día por el progresismo oficial), la amó y la representó como motivo creativo. Burgués ateo y comunista, hijo talentoso de la burguesía andaluza de finales del siglo XIX, como su coetáneo Juan Ramón Jiménez, que nació también en 1881. Murió muy rico y muy viejo, con 91 años, la causa un edema pulmonar (el dinero, la longevidad y la no trágica muerte no son rasgos mitificadores). Firmó cuarenta y cinco mil obras (una industriosa barbaridad compulsiva). Fue un artista incansable y exigente, la inspiración (romántica) siempre le pillaba trabajando. Su posteridad y su fama exclusivamente se alimentan por la vía intravenosa de su prolífica obra.

El intelectual alambica, el artista genuino simplifica. La genialidad de Pablo Ruiz Picasso es retrógrada y retroactiva para ser vanguardia. Cuanto más acendrado y sofisticado nos resulte un artista, más contradictorio y primigenio es. Su arte vuela hacia atrás para posarse en los trazos de una pintura rupestre, en las líneas del primitivo arte ibero (germen del cubismo). En su primitivismo radica su vanguardismo. Reinterpreta el origen del arte y su evolución con sus propias reglas (característico del genio). El instinto fue su canon principal. Las palomas que dibujaba de niño en la Plaza de la Merced de su Málaga natal fueron las que luego se llevó enjauladas a Barcelona y París, pero esas palomas intuitivas siempre estuvieron volando hacia las cuevas prehistóricas del arte, hacia el reino materno del principio, cuando el sapiens se volvió pictórico y simbólico por necesidad espiritual (y alimentaria), cuando la sacralidad, la carnalidad, la creatividad y la subsistencia pertenecían a la misma ecuación. Cuando creer, crear, vivir y sentir eran un solo verbo.

Picasso, pintor originario