viernes. 26.04.2024

el rey recibeMe ha vuelto a ocurrir. He leído una novela de un autor de reconocido prestigio (a quien admiro y cuya obra recomiendo en líneas generales vivamente, siempre que puedo). Me ha bastado con la excelencia literaria formal, con la calidad del español escrito como vehículo narrativo y de entretenimiento de alto nivel. Y con alto nivel me refiero a que cuando uno se entretiene con la obra de un creador puede hacerlo bien porque ese creador ha recurrido a trucos que facilitan el paso del tiempo, sin que el tiempo sea una molestia, o bien ese autor puede usar simplemente una técnica depurada artísticamente hasta hacer que el tiempo pase a la velocidad real pero sin alterar, en quien lo lee o lo contempla o lo escucha la sensación, de esfuerzo que produce el transcurrir de las horas. No sé si me explico.

Eduardo Mendoza es siempre de estos últimos, y muchísimas veces añade a esa pericia la necesidad de leer lo que cuenta. Pero no siempre. Con esta novela, de absolutamente extraño, inadecuado, liante título, El rey recibe, la primera que publica tras obtener meritoriamente la altísima dignidad del Premio Cervantes, el escritor español no consigue interesar al lector en lo que les pasa a quienes la pueblan, la protagonizan o deambulan como sonámbulos graciosetes. El lector soy yo, claro.

¿Se puede permitir Eduardo Mendoza una tontería de tal tamaño, como ya le ocurrió con algunas, pocas, de sus novelas anteriores, repleta, como es el caso de esta, además, de incomprensibles títulos de epígrafes que ni siquiera son propiamente títulos de epígrafes, por lo demás escritos en francés o en inglés, y hasta en alemán de Alemania o de Austria, qué se yo, sin gracia ni nada, y luego ese gato de Crumb en la cubierta? Sí, y sigo.

Con su habitual maestría literaria, Mendoza (de quien ya escribí en otro lugar que sería el emperador de la Gran Escuela Española de la Literatura Amable, de la cual son sus reyes Luis Landero e Ignacio Martínez de Pisón, con condes de la categoría de David Trueba, por ejemplo) nos traslada a los tiempos del llamado segundo franquismo, los del desarrollismo y la timidísima apertura fragoide, hasta los límites del tardofranquismo posteriores al asesinato de Carrero Blanco. Y por aquellos tiempos hace deambular a su anodino personaje incomprensible y melifluo, vacío, “que consume su vida en vano” (hasta Mendoza lo reconoce) en medio de historias sin ton ni son, por más que uno de esos seres imaginarios novelísticos, demasiado ficticios, diga que nadie obra así (“sin ton ni son), “salvo Satanás”. Un protagonista el de la novela El rey recibe de quien una exnovia dice que es un ser “felizmente insatisfecho” y de quien él mismo apuntilla que está “condenado a vivir en el presente”.

El asunto es que todo ello lo hace como sólo Eduardo Mendoza sabe hacerlo, con un donaire que está casi a punto de perdonar habernos hecho perder el tiempo trasladándonos a la grisura deletérea de los años en los que Franco (quien a veces sale en la novela, diciendo cosas como que “un caudillo no se jubila, me cachis en la mar”, sic) era un anciano harto de matar, pero no del todo, a los años en que “la represión sofocaba cualquier atisbo de movimiento popular” aunque alguna tímida huelga hacía ya acto de presencia, cada vez más menudo y cada vez menos tímidamente, cuando la oposición al franquismo, sabedora de su incapacidad de derribar a la dictadura, se conformaba con desacreditarla y debilitarla. Como ya dijera en otra ocasión Mendoza, al autor español no le interesa enjuiciar una época sino describirla. Y bien que me alegra.

“Los españoles éramos diferentes en el mejor sentido de la palabra: más alegres y despreocupados, más amables y desprendidos, más simpáticos y más salerosos. También en el peor sentido: más vagos, más irresponsables, más sinvergüenzas y más catetos. Ahora la suma de estas características era la divisa fuerte de la nueva economía española.

Si al amparo de la afluencia unos cuantos se enriquecían de un modo turbio, si se incumplían abierta y sistemáticamente las leyes y las normas básicas de la sensatez y del buen gusto, ¿de qué quejarse? España era diferente y esa diferencia era el motor de su economía. Algunos refunfuñaron, alegando que el país se estaba convirtiendo en un circo perverso e indigno, pero era nuevo y era rentable, y a la hora de la verdad, incluso los más reacios estuvieron dispuestos a participar en la juerga.”

mendoza

Nos deja el emperador de la Gran Escuela Española de la Literatura Amable una pequeña lección de Historia, eso sí, una mala lección de Historia, en tanto que parece desconocer el oficio de los historiadores. Esta es la estropeada lección:

“Como sabemos, la historia avanza, pero no progresa. Y cuando avanza, lo hace a trompicones, a menudo con violencia. Una situación no varía durante años, incluso durante siglos. Y un buen día, por una causa trivial, sobreviene el cataclismo. Luego los historiadores tratan de explicar lo sucedido: las condiciones objetivas, los antecedentes. Hablar por hablar. La realidad los ha pillado a todos por sorpresa. La única diferencia está en que cuando se produjo el cambio, algunos estaban preparados, por si acaso, y los demás no”.

Los historiadores no son, no somos, adivinos ni futuristas dueños de los arcanos del quépasará. Tratamos de explicar “lo sucedido”, por supuesto. Pero la realidad no nos pilla de sorpresa más de lo que le pilla a cualquier ciudadano. Porque no aventuramos el porvenir. Nosotros nos detenemos en lo que fue, en el cómo fue, en el por qué fue, en el dónde fue, en el cuándo fue. Que no es poca cosa. ¿Hablar por hablar? En algo le doy la razón al escritor español, no hay progreso, hay avance, transcurso “a trompicones”. Pero los cataclismos no sobrevienen por razones triviales. Nada previene a los historiadores ante el cambio. Ni tan siquiera su propia disciplina.

Y, como es habitual en la novelística de Mendoza, la frase más repetida vuelve a ser “no tardé en quedarme dormido”. ZZZZZZZZ.

“Una de las desgracias de las personas honradas es que son cobardes. Gimen, se callan, cenan y olvidan”.

Pues eso.

¿Por qué no nos importa a veces lo que ocurre en las novelas de Eduardo Mendoza?