viernes. 26.04.2024

Este domingo fui a ver El árbol de la vida por dos motivos: porque es la última de Terrence Malick, ganadora de la Palma de Oro de Cannes y por tanto el ‘must see’ de la temporada (con permiso de la habitada dermis almodovoriana) y porque sabiendo que se trataba de un drama familiar de vuelos metafísicos, pensé que sería el producto ideal para una tarde catártica con la que despedir el verano y recibir lo más purgado posible el otoño, estación para muchos sinónimo de calor de hogar, jerseys bonitos y ‘vuelta al cole’, pero que yo recibo del mismo modo en que, tal y como relataba Amelié Nothomb en su primera novela, el antiguo protocolo imperial en Japón establecía que había que presentarse ante el emperador: con estupor y temblores.

Acudí a mi catarsis pre otoñal acompañado de una amiga cuya fobia particular se presenta con bastante más frecuencia que la mía a las hojas secas: su aversión a los domingos data desde que la conozco, hace más de una década, en tiempos de la universidad, cuando después de un fin de semana ajetreado me llamaba desesperada por teléfono rogándome que la sacara a la calle pues la quietud dominical hacía que la casa se le viniera encima y que su rostro frente al espejo, cual autorretrato de Bacon, experimentase a sus ojos inquietantes mutaciones. Entonces bautizamos sus domingos de angustia como ‘días Bacon’ y solíamos combatirlos yendo al cine y tomando algo después mientras comentábamos la película, hablábamos de las parejas que no teníamos y esquivábamos soñar con lo que en el futuro queríamos tener.

Diez años después, con mi amiga emparejada y recién llegada a Madrid tras un exilio voluntario en el extranjero en busca quizás de un país sin domingos, el ritual se repetía. Sólo que esta vez la había llamado yo de urgencia y ella, sumida a su vez en un ‘bloody sunday’ sentimental, había acudido rauda y veloz a mi llamada. De modo que ahí estábamos los dos de nuevo en la sala oscura de cine dispuestos a sumirnos en la danza cósmica de Malick en la que los planetas de la familia O’Brien colisionan, se evitan, se tocan con miedo y ternura. Y mientras en la pantalla se sucedían imágenes grandiosas del cosmos y la evolución del planeta tierra como contrapunto a una historia familiar de Dios – padre e infancias traumáticas, nosotros, incapaces de abstraernos de nuestro Big Bang particular, deslizábamos periódicamente los dedos por la pantalla de nuestros teléfonos de pantalla táctil en busca de alguna llamada perdida o mensaje de alguien que nos permitiese dar algo de orden al caos.

Al salir de la película teníamos los ojos vidriosos. No sé si por el final mesiánico y algo ‘ya visto’ aunque conmovedor de la película, o por nuestro Big Bang ‘in progress’ en ningún momento suavizado a través de nuestros móviles a lo largo de la proyección. Nos quedamos de pie el uno frente al otro junto a la salida del cine. Ella limándose las uñas que antaño se mordía obsesivamente y yo arrastrando las yemas de mis dedos maquinalmente por la pantalla de mi móvil a la espera de una estrella fugaz. De repente ella me miró y sin apartar la lima de sus uñas, me espetó: “mi vida sentimental se desmorona”. Yo, sin apartar los dedos de la pantalla de mi móvil le contesté que por favor no me dijese eso mientras se limaba las uñas. Ella esbozó una sonrisa cansada. La lima es el enésimo parapeto tras el cual mi querida amiga ha conseguido esconderse con el paso de los años. Las pantallas táctiles de móviles e Ipads el que yo y tantos otros usuarios de tecnología ‘fashion’ utilizamos para mantener y evitar el contacto con los demás.

Mi amiga y yo permanecimos de pie unos instantes en silencio sin saber qué rumbo tomar a continuación. El trayecto más corto era darnos un abrazo pero no lo hicimos. Caí en la cuenta entonces de la cantidad de veces que los personajes se tocan unos a otros en la película de Malick. Cómo el padre severo encarnado por Brad Pitt rodea por la nuca a sus hijos, cómo su hijo mayor besa y acaricia a su hermano, cómo la madre luminosa coge de la mano a sus hijos para correr y jugar con ellos. Cómo les desliza hielo por la espalda entre risas para despertarles en verano. Cómo ellos tratan de meterle una lagartija por el vestido aprovechando la ausencia del padre para poder jugar y corretear sin miedo. Pero sobre todo, cómo el elenco de personajes al completo reunidos en la secuencia final de la playa, se van pasando el testigo a lo largo de una danza muda de abrazos y manos que se deslizan las unas sobre las otras en un intento por entender nuestra condición de eterna transitoriedad e insignificancia en el universo. Al igual que las tardes de domingo o los primeros días del otoño, momentos que son un soplo en el cómputo total, pero que se repetirán una y otra vez sin que podamos hacer nada para evitarlo más que recibirlos con los brazos abiertos.

Feliz comienzo de otoño.

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Las invasiones táctiles