miércoles. 24.04.2024

@jgonzalezok | Hacer un balance de estos diez años de kirchnerismo es una tarea cada vez más difícil, sobre todo ahora que arrecian las acusaciones de corrupción al más alto nivel y cuando la formidable recuperación económica que se logró en los primeros años parece entrar en decadencia. En este tiempo Argentina ha vivido una historia singular, con claroscuros evidentes. La llegada de Néstor Kirchner a la Casa Rosada, el 25 de mayo de 2003, supuso el comienzo de un proyecto político que se ha ido adaptando a las circunstancias, que tiene la voluntad de cambiar la historia y que pretende prolongarse en el tiempo.

Néstor Kirchner era el gobernador de una provincia patagónica, Santa Cruz, la segunda más extensa del país pero con solo 274.000 habitantes. Era casi más conocido por ser el esposo de la senadora Cristina Fernández, muy activa durante el gobierno de Carlos Menem, que se distinguía por ejercer cierta rebeldía frente a la política oficial.

El primer gobierno kirchnerista, el que encabezó Néstor (2003-2007), se caracterizó por una serie de gestos de fuerte simbolismo, que le valieron el apoyo de los sectores progresistas, dentro y fuera del peronismo. El 24 de marzo del 2004, cuando aún no había pasado un año desde que asumió el cargo, ordenó al jefe del Ejército descolgar los retratos de Videla y Bignone, dos de los presidentes de facto de la dictadura, que estaban expuestos en el Colegio Militar. Tiempo después diría a los militares “no les tengo miedo”, tras un acto de nostálgicos de la dictadura.

Pero, sobre todo, impulsó la anulación de la amnistía que benefició a los procesados y condenados por los crímenes del gobierno militar y la posterior reanudación de los juicios. Las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo pasaron a ser invitadas permanentes de todos los actos de gobierno. Todo esto, a pesar de que antes de su llegada al poder no había antecedentes de su compromiso con la defensa de los Derechos Humanos.

También fue un gesto importante la renovación de una Corte Suprema desprestigiada, adicta al menemismo, que sirvió como un seguro de impunidad para los numerosos actos de corrupción durante aquél gobierno. La nueva Corte se formó con juristas prestigiosos e independientes, incluyendo dos mujeres.

Los buenos auspicios del comienzo de esta década kirchnerista se vieron acompañados por la rápida recuperación económica que sacó a Argentina del infierno en que había caído a finales de 2001, con la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, con corralito, default y desempleo masivo.

Néstor Kirchner había heredado un país en quiebra, con sus instituciones desprestigiadas y con miles de ciudadanos haciendo colas en los consulados de países europeos para gestionar su salida del país. Había obtenido sólo el 22,4% de los votos y su contrincante, el expresidente Carlos Ménem, renunció a ir a la segunda vuelta, convencido de que sería derrotado, a pesar de que había sacado dos puntos de ventaja a Kirchner en el primer turno.

En este primer tramo del gobierno, Kirchner planteó una alianza con sectores no peronistas, la llamada transversalidad, para hacer frente al viejo peronismo encarnado en los llamados barones del conurbano bonaerense. Captó así el apoyo de numerosos dirigentes de la UCR –el otro gran partido tradicional del país- y las encuestas mostraron un apoyo mucho mayor que el que había logrado en las urnas.

Este es el que podemos llamar período de auge del kirchnerismo. A partir de ahí muchas cosas cambiarían, sobre todo en la última fase, que encabeza la actual mandataria, Cristina Fernández. Se acabó, entre otras cosas, la transversalidad, se renegó de la Corte Suprema y en su afán de perpetuidad se inició una política de confrontación con la prensa, la justicia y la oposición.

Desde el punto de vista económico, el gobierno sostiene que ésta ha sido una década ganada, por contraposición a la década perdida de los años 90, la del menemismo, que se caracterizó por las políticas neoliberales, el desmantelamiento del aparato estatal vía privatizaciones –a precio de saldo- y la destrucción de buena parte del entramado industrial que había sobrevivido a los duros años de la dictadura (1976-1983).

El desempeño económico de los dos gobiernos kirchneristas -que habla de un modelo virtuoso, de crecimiento con inclusión social- tiene que confrontarse con los datos fríos y un análisis de las estadísticas sociales que no permitan ser tan optimistas. Es un modelo que se ha basado en impulsar el consumo, planes sociales e ingentes subsidios, sobre todo a la energía y el transporte.

Estos diez años han visto cómo se sucedían períodos de recuperación, crecimiento a tasas chinas, estancamiento y previsibles nubarrones en el futuro inmediato. Lo peor de la crisis 2001-2002 fue asumido por el presidente provisional, Eduardo Duhalde. Su ministro de Economía, Roberto Lavagna, que ocuparía la misma cartera al comienzo del gobierno de Kirchner, puso las bases para la recuperación. El trimestre anterior a la asunción de Kirchner, la economía ya estaba creciendo al 13% anual y prácticamente sin inflación. Pero Kirchner siempre tuvo claro que quería ser su propio ministro de Economía, así que acabaría despidiendo a Lavagna.

La recuperación económica recibió un impulso formidable gracias al viento de cola de la economía mundial, aunque el gobierno abomina de esta afirmación, prefiriendo sostener que todo se debe a las virtudes del modelo. La soja fue el principal sostén de la recuperación, gracias a su precio en los mercados internacionales y a la creciente demanda de China e India. El precio, que en 2003 era de 230 dólares la tonelada, hoy está por encima de los 500 dólares. El complejo sojero aportó en 2012 el 22% de las exportaciones argentinas, desplazando a la carne. La superficie sembrada pasó de 12,6 millones de hectáreas en 2002 a 18,9 diez años más tarde.

La recuperación se reflejó en el aumento del empleo. Al asumir el gobierno el paro era del 20,4%, estando ahora en el 7,9%., el más alto en los últimos cuatro años. Además,  hay un 35,5% de trabajo en negro. Y la creación de empleo, desde mediados del 2011 está traccionada fundamentalmente por el Estado, aumentando la planta de empleados públicos.

Para hacer frente a la emergencia social, el gobierno amplió los planes de ayuda para los sectores más golpeados por la crisis, incluyendo a una clase media que había caído repentinamente en la pobreza. Como no hay estadísticas fiables ni un padrón único de beneficiarios, no se puede conocer el alcance real de la asistencia social. Sin embargo hay algunos datos ciertos; hay más de 4 millones de personas que reciben la llamada Asignación Universal por Hijo –después se amplió al embarazo-, destinada a familias de desempleados. Y más de un millón de personas tienen algún plan de empleo, es decir, reciben algún dinero por alguna labor comunitaria. Las pensiones no contributivas aumentaron un 215% entre 2003 y 2011. El gasto público social pasó del 19% al 32% del PIB.

A fines de 2001, cuando estalla la crisis, había un 38% de personas viviendo en la pobreza; en octubre de 2012, llegarían a 57,5. Pero después de diez años de recuperación, sigue habiendo un porcentaje alto, en torno al 26%, según cifras de fines del 2012 del Observatorio Social de la Universidad Católica Argentina. Las cifras oficiales son otras, los pobres no serían más que el 5,5%, pero forman parte del relato del gobierno, que considera que una persona puede comer al día con 6 pesos, cuando solo un café vale un mínimo de 12 pesos. Para la Iglesia, hay unos dos millones de personas que “con frecuencia” pasan hambre.

El modelo fue sustentable mientras hubo dinero, pero la caja se está quedando vacía y hay quien habla ya de fin de ciclo. Hay algunos momentos clave para explicar las actuales dificultades. Uno de ellos es cuando el gobierno decide intervenir el INDEC (Instituto Nacional de Estadísticas y Censos), para ocultar la inflación, a partir del cual Argentina ha dejado de tener estadísticas fiables. 

Otro momento es cuando Argentina pierde su autoabastecimiento de energía, fruto de varios factores, fundamentalmente el progresivo agotamiento de los pozos existentes y una falta de inversión de varias décadas. Esto obliga al país a tener que empezar a pagar una factura energética –gas y petróleo- en dólares de los que anda escaso. De ahí la limitación de importaciones y el cepo cambiario –con la aparición del cambio en negro-, entre otras cosas.

Este embrollo económico que vive actualmente Argentina, que no afecta a ninguno de los países de la región, excepto Venezuela, está marcado fundamentalmente por la persistencia de una inflación de entre el 25% y el 30%, y que puede ser aún mayor al acabar el año. Un informe de la Universidad Torcuato di Tella sobre expectativas de inflación, dio como resultado el 34,9%. Junto a esto, apenas crecimiento y parón en el consumo, ante unos salarios que están empezando a perder frente a la inflación y la falta de confianza en el futuro. No hay ahorro interno y por tanto no hay inversión.

Este panorama no sería completo sin hacer referencia a las nacionalizaciones de empresas como Aerolíneas Argentinas o la petrolera YPF, o el proceso de desendeudamiento con el FMI. Decisiones que tuvieron más de gesto político que de eficacia económica.

En definitiva, un panorama complicado en lo económico y social. Pero este balance no sería completo si no se abordan otros aspectos, sobre todo los relativos a la institucionalidad del país, que han provocado una gran polarización entre los argentinos, y que será objeto de una segunda parte.   

Los 10 años de Kirchnerismo, un balance controvertido (I)