martes. 19.03.2024
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Al contrario de lo que se ha dicho falazmente en multitud de ocasiones, cuando Antonio Machado habló de las dos Españas que nos helarían el corazón en su libro Campos de Castilla de 1912, no se refería a una azul y otra roja. En aquel maravilloso poema Machado se refería a la misma España, a la que había tenido el poder desde la noche de los tiempos y se negaba a soltarlo incluso en puertas de la muerte, a la España corrupta de conservadores y liberales dinásticos que impedían el desarrollo del país, a la España de burgueses acomodaticios y de señoritos rentistas que ora y bosteza  y  no dejan crecer a la España joven, esforzada, liberal, redentora, generosa y vital. Machado demostró sin ningún genero de dudas con que España estaba y no era con ninguna de esas dos, sino con la joven, con la renovadora, con la que pretendía liberarse de las cadenas que le impusieron durante siglos las dos capaces de helarnos el corazón.

En 1930 existían, en efecto, dos Españas. Una formada por plutócratas, clases medias tradicionalistas, burgueses proteccionistas, militares y clérigos, que tenía todos los privilegios del dinero, la alcurnia y el poder, que son las dos que describe Machado, y otra, inmensamente mayoritaria, analfabeta, pobre, humillada, amedrentada, resignada y sin apenas posibilidades de prosperar. Aunque sorprenda, las dos Españas nos se relacionaban entre si más que obedeciendo a estructuras muy jerarquizadas y era –como en La India- muy difícil pasar de la una a la otra. Tan sólo algunos burgueses arrimados a las gentes de bien, traicionando a su clase, podían terminar matrimoniando con algún “pollo” venido a menos y situarse, no sin recelos, entre los elegidos. 

Fueron burgueses ilustrados quienes formaron los primeros gobiernos republicanos, burgueses con un programa de reformas moderadas ya aplicadas en buena parte de nuestro entorno; burgueses que se verían obligados a combatir a las masas populares hartas de siglos de atropellos y abusos, pero decepcionadas por el lento avanzar de los cambios liberadores alimentados por el sueño republicano. Los proletarios creyeron que la República acabaría de un plumazo con todo el entramado caciquil que los subyugaba y oprimía, lanzándose, generalmente dirigidos por la CNT, a huelgas y conflictos que los sucesivos gobiernos hubieron de reprimir con los medios a su alcance, que no eran muchos, sobre todo si pensamos que una parte del Ejército conspiraba contra el nuevo régimen desde el mismo día de su instauración. La obra reformista de la República, desarrollada en tan sólo dos años, quiso primero dar escuela a quienes carecían de ella, esperando como fruto ciudadanos libres y conscientes; elevó los salarios de los jornaleros; admitió el divorcio, el voto de la mujer, emprendió obras públicas para mitigar el paro, puso en marcha una tímida reforma agraria y quiso la separación –condición sine qua non para avanzar  en el progreso social- de la Iglesia y del Estado tal como se había hecho en Francia en 1905. La pobreza impulsó a muchos jornaleros y obreros a luchar por mejorar su situación, enfrentándose abiertamente con los gobiernos republicanos y cometiendo, en ocasiones, desmanes sólo justificables por su terrible situación; la defensa del privilegio, animó a la minoría que todo lo tenía a empuñar las armas del Estado contra el Gobierno y contra los pobres, provocando una de las etapas más desdichadas y trágicas de nuestra historia. Sí, había entonces varias  Españas -puede que tres, o que cuatro-, pero fundamentalmente dos: La de los que dieron rienda suelta a los cuatro jinetes del Apocalipsis movidos por un egoísmo brutal; y la que, desde el analfabetismo y la opresión secular, quiso romper la armadura obscena que les oprimía.

Hoy no existen dos España, pero sí una minoría recalcitrante y en extremo reaccionaria que hace mucho ruido mediático y logra que sus mensajes medievales calen en sectores amplios de las clases más favorecidas, de las fuerzas armadas y de la ciudadanía vapuleada por las sucesivas crisis

Hoy no hay dos Españas, en ningún caso. El franquismo, mediante el terror, creó, al calor del turismo y de las remesas de los emigrantes, una clase media timorata e indolente, generalmente poco ilustrada y ajena a la cosa pública, salvo para maldecir a quienes en ella se involucraban, fuesen honrados o lo contrario. Esa clase social, que hoy abarca desde obreros manuales en precario a profesionales con alta remuneración, trabaja sin descanso, paga sus impuestos, consume en la medida de sus posibilidades, es dócil y comprende a la inmensa mayoría de habitantes de este país. De sus entretelas salen dos apéndices minoritarios, uno reaccionario que tiene la mirada puesta siempre en el pasado y en las “nuevas” políticas ultraconservadoras; otra, reformista que, desnutrida en sus filas por el avance del descreimiento y “el desencanto” acomodaticio, pretende solucionar, con mayor o menor destreza, los problemas que nos acucian desde antiguo. 

Sin embargo, pese a su implantación minoritaria, la influencia social de los apéndices es grande y todavía son muchos quienes siguen hablando de las dos Españas, de “guerravicilismo”, de balcanización del país. Nada más falso. Lamentablemente, nuestra actual democracia no quiso que de las escuelas saliesen ciudadanos conscientes y libres, a los jóvenes se les ocultó el pasado como si no hubiese existido y hoy, para algunos, aunque parezca mentira, resulta una provocación que una persona quiera saber donde yacen los restos de su padre fusilado y torturado; que se intenten fórmulas para que los nacionalismos periféricos se integren placenteramente dentro del Estado; que se llame genocidas a quienes cubrieron España de sangre y terror una vez acabada la contienda civil. 

No, hoy no existen dos España, pero sí una minoría recalcitrante y en extremo reaccionaria que hace mucho ruido mediático y logra que sus mensajes medievales calen en sectores amplios de las clases más favorecidas, de las fuerzas armadas y de la ciudadanía vapuleada por las sucesivas crisis. Esas minorías, en las que coinciden quienes más se enriquecieron durante el franquismo y la democracia y los más pisoteados, están al acecho, esperando el momento para protagonizar otro episodio brutal y destructor de nuestra historia con la única intención de salvaguardar los privilegios que han mantenido durante décadas. La inmensa mayoría, como antaño, calla y contempla el panorama desde un puente, ajena a su historia, probablemente dispuesta a seguir muda ante las atrocidades que algunos están programando para de nuevo limpiar España de lo mejor de ella y helarnos el corazón por muchos años. Es hora de cortar por lo sano.

Mitos y realidades de las dos Españas