sábado. 20.04.2024

El mito de las dos Españas

Hoy, como ayer, existe una España que quiere progresar y vivir en paz, y una minoría privilegiada dispuesta a quitarnos el sueño con sus mentiras y provocaciones.

Hoy, como ayer, existe una España que quiere progresar y vivir en paz, y una minoría privilegiada dispuesta a quitarnos el sueño con sus mentiras y provocaciones

Desde antes de nuestra última contienda civil se ha hablado mucho de la existencia de dos Españas perfectamente divididas e irreconciliables, algunos hablaron de tres, incluyendo en la tercera a un grupo de intelectuales y políticos que aparentemente distanciados de los trágicos aconteceres, se llamaron a sí mismos “equidistantes” o “neutrales”, como si se pudiera vivir en el sitio donde lo hacen los ángeles o lo hacían los niños fallecidos antes de ser bautizados.

Por acotar el tiempo, diremos que durante más de dos tercios del pasado siglo XX hubo una España, una sola, que estaba habitada por analfabetos, hambrientos, explotados, parias, gentes resignadas temerosas de Dios y sus sables. Esa masa inmensa, no hacía ruido, apenas levantaba la voz, mandaba a sus hijos al matadero marroquí y a las hijas “en edad de merecer” a servir a la casa del cacique de turno, y cuando no podía más, cuando la vida se le hacía absolutamente irrespirable, insoportable, insufrible, sin más equipaje ni saber que su coraje, abandonaban el país rumbo a países cuyos hábitos, costumbres e idioma les eran completamente ajenos, hostiles. Sólo en los breves periodos de libertad que nos deparó el siglo XX, esas masas, animadas por “instructores” salidos de las Casas del Pueblo, los Ateneos Libertarios, o de entre los intelectuales que habían aprendido el compromiso político de Zola y el “affaire Dreyfus”, salían a las calles para mostrar su disconformidad con su penoso y lamentable modo de vida, con “el orden natural” que la Iglesia y la oligarquía decían inmutable. Las más de las veces, se manifestaban pacíficamente, pero también hubo momentos –sobre todo, mucho más que durante la II República, en el periodo comprendido entre 1909 y 1923- en que lo hicieron violentamente, especialmente en las zonas más desarrolladas del país, Cataluña, o en las más atrasadas, Andalucía o Extremadura, donde los caciques tenían un poder omnímodo que en última instancia se encargaban de demostrar las “Fuerzas de Orden Público” a su completo servicio.

Conscientemente, los poderes públicos habían mantenido al pueblo en el más absoluto de los analfabetismos, confiando su “adiestramiento” a la Iglesia, que cumplía su papel a la perfección, reservando el uso de la Fuerza para esos momentos de libertad en los que jornaleros y obreros, engañados por los emisarios bolcheviques, se atrevían a mostrar su queja o a rebelarse contra el orden establecido. De modo que cuando se instauró pacíficamente un régimen parlamentario reformista en 1931, la gran mayoría de españoles –aunque el miedo por las experiencias pasadas atenazaba a muchos- lo recibieron con la esperanza de que todo cambiase en un plazo de tiempo breve. Y en meses, la II República creó miles de escuelas, separó a la Iglesia del Estado como ocurría en la mayoría de los países de nuestro entorno, aprobó el voto femenino, comenzó la descentralización del Estado, mejoró las condiciones de vida de los jornaleros y planeó una tímida reforma agraria. La libertad había llegado, y con ella la esperanza, pero los cambios no se hacen de la noche a la mañana a no ser que medie revolución y haya un cambio sustancial en la propiedad de los medios de producción. Y eso no había ocurrido. Desde el primer momento que aquel régimen se puso a funcionar, oligarcas, militares rancios y religiosos le declararon la guerra: El orden natural estaba en juego, obstruyendo las reformas de los sucesivos gobiernos de Azaña. Impacientes, ansiosos después de siglos de miseria, muchos trabajadores se lanzaron a las calles, a los campos reclamando reformas más rápidas y contundentes, sin saber -¿cómo?- que sólo había cambiado el régimen, el poder nominal, pero que el real seguía intacto y aprovechándose para su particular beneficio de las algaradas. Sucedió el golpe de Estado africanista, pero no fue la mitad de España la que se enfrentó a la otra mitad, sino una parte del ejército, el africanista, la Iglesia y la oligarquía acompañados por esa parte del pueblo a la que se conocía antaño por lumpen y a la que Goya denominó en sus grabados “populacho”. Prueba de ello es que el golpe de Estado fracasó estrepitosamente y que sólo devino en guerra cuando alemanes e italianos –con la complicidad de Inglaterra y Francia- permitieron el paso de 60.000 mercenarios moros bien pertrechados dispuestos a cortar cabezas  y violar allá donde les mandasen.

Pues bien, si entonces, en aquellas terribles circunstancias vitales para el pueblo español, no existieron jamás dos Españas, menos lo existen hoy pese a las “reformas” neoliberales que tanto han dañado a las clases medias y a los trabajadores en general. Es cierto que hoy una gran mayoría del pueblo español dice no tener ideología ninguna –herencia del franquismo y de los nuevos tiempos-, que su nivel cultural es bastante bajo, lo que facilita que medren en sus conciencias los predicadores acomodados del Apocalipsis, que se ha producido –a instancias de parte- una separación entre la clase política y “la calle”, pero también es verdad que una mayoría aplastante de españoles –pese a las prédicas fatalistas y alarmistas de los voceros de los nuevos y viejos ricos, de los voceros de las virtudes del “antiguo régimen”- no estarían dispuestos bajo ninguna circunstancia a participar en una guerra contra su vecino o su hermano. Hoy, como ayer, existe una España que quiere progresar y vivir en paz, y una minoría privilegiada dispuesta a quitarnos el sueño con sus mentiras y provocaciones, para ello cuenta con un gobierno de clase en funciones que aplica a la perfección todo lo aprendido de la dictadura que forjaron sus padres y amigos. Es esa minoría la que tiene forzosamente que pasar al desván de la historia con sus antepasados armados, sus vírgenes condecoradas, sus tonadilleras patéticas, sus colegios concertados segregacionistas, su televisión basura y sus SICAV. Lamentablemente, el Partido Socialista, al menos sus dirigentes y barones, se ha pasado al lado oscuro, hecho incontrovertible desde ese burdo pacto con Ciudadanos que presentaron como un logro histórico para expulsar al PP del poder cuando sólo pretendía dejar fuera de juego a Podemos. Habrá que contar con muchos de sus militantes y votantes que son socialistas de verdad, pero de cara a las inevitables próximas elecciones hemos de ser conscientes de la gravedad del momento, de la necesidad de un cambio político real que tenga en el respeto a los Derechos Humanos –en todas sus vertientes- su único cartel electoral. En otro caso, si consentimos la continuidad de la vieja política, no sólo habremos dado un paso de gigante para la desaparición de España como Estado, sino para que la mayoría de los españoles nos sintamos extranjeros en nuestro propio país, un país marcado por la ignorancia, la visceralidad y la pobreza más miserable. 

El mito de las dos Españas