jueves. 18.04.2024

Cuando era crío uno de mis amigos cantaba sin parar un dicho que decía de su invención: “Leo, leo, cuanto más leo, más burro me veo”. Aquella cantinela absurda repetida una y otra vez a la salida de clase, provocaba risotadas entre nosotros, adolescentes inseguros dispuestos a reírnos de cualquier cosa, incluso de algo tan inocente y maravilloso como un libro. Sin embargo, aquella inocencia juvenil moldeada por el franquismo pocas veces buscaba la risa en los caciques, la patrona o las sacrosantas tradiciones revividas al calor del nacional-catolicismo. Todos, aunque zagales, teníamos grabado a sangre y fuego en nuestras entrañas que había cosas que no se tocaban ni de broma. Uno se podía mofar del buen estudiante, de la sabiduría, de los que saben, del aprendizaje, de los discapacitados, de los poco afortunados, pero jamás de los símbolos de aquel deplorable régimen que todavía subsiste en hábitos, costumbres, formas y servidumbres.

Hace unos días, en plena Navidad, supimos que unos centenares de jóvenes se habían reunido en La Peza, pequeña pueblo de la comarca granadina de Guadix, para celebrar la Nochevieja. Al lugar acudieron con camiones de grandes dimensiones, furgones, autocaravanas, motos y piernas. Todo el mundo lo vio, incluida la autoridad competente que les permitió asentarse en los alrededores del pueblo. Hasta ahí la rave causal no pasaba de ser una anécdota más sucedida en una aldea del sur al calor de un invierno que no lo es. Lo único que podría preocupar del pequeño acontecimiento es que la multitud dejase el paraje lleno de basura, cosa que no ocurrió.

El desprecio a la política es el desprecio a la democracia. Los mejores políticos son los que anteponen el interés general al personal y al de los grupos económicos desalmados

Sin embargo, llegaron los malos periodistas al servicio de medios de comunicación todavía peores y lo que no tenía apenas notoriedad por su insignificancia fue transformado mediáticamente en la noticia de la semana, quién sabe si del año. Reporteros, tertulianos, vecinos en bata, opinadores a sueldo vertieron durante días y días sus reflexiones a vuela pluma sobre una fiesta juvenil que no contaba con los permisos pertinentes pero que se había podido organizar con absoluta normalidad, incluido el enganche a la red eléctrica. A fuerza de insistir en un hecho que no tenía nada de particular, salvo que queramos considerar que una reunión de jóvenes para bailar, beber y reírse sea un acto criminal, la autoridad envió a cuantiosos efectivos de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y hasta un helicóptero de la Guardia Civil estuvo sobrevolando la zona como si Bolsonaro y Trump estuviesen a punto de tomar la alcazaba de Guadix. Empero, allí no pasaba nada, absolutamente nada, salvo que unos centenares de personas se divertían al aire libre sin los permisos de la prefectura.

Del mismo modo que los medios engrandecieron un hecho irrelevante hasta convertirlo en la transgresión más grande conocida en la historia -recuérdese que ahora todo lo que pasa es lo más que han visto los siglos-, también son capaces de disminuir hasta lo imperceptible sucesos, decisiones, estrategias que influyen muy nocivamente sobre nuestras vidas. Desde hace décadas, tal vez desde que el neoliberalismo fue convertido en doctrina política y económica dominante, se viene despreciando a quienes se dedican a la política como si fuesen lo peor de cada casa, sin distinciones, sin matices, sin apreciar lo que de bueno hay en las decisiones de quienes se dedican a tal menester como verdaderos servidores públicos. La política, los políticos, se han convertido en blanco de todas las críticas como en su tiempo lo fueron los judíos que envenenaban las aguas o los comunistas que se comían a los niños crudos, otra cosa es que los hubiesen cocinado como sucedió con aquel niño asado al horno por su madre que San Vicente Ferrer se iba a comer en Morella en 1414 junto al Papa Luna y Fernando I. Empero, la política es una de las dedicaciones más hermosas a las que se puede dedicar un ciudadano porque entre otras cosas es la única alternativa posible a la guerra, que no es otra cosa que la testosterona aplicada a la organización de las sociedades.

La política es una de las dedicaciones más hermosas a las que se puede dedicar un ciudadano porque entre otras cosas es la única alternativa posible a la guerra

Al convertir la política en una actividad de mierda, en un negocio en el que todos van a hacer lo mismo que Zaplana (D. Eduardo),cualquier símbolo o institución política democrática -en las dictaduras son muy respetadas, porque fusilan a destajo- pasan a ser objetivo militar de las turbas que a coro gritan lo que decía mi amigo: “Leo, leo, cuanto más leo más burro me creo”, alegando que su ignorancia vale tanto como la sabiduría del más sabio de los hombres y le permite hacer aquello que le han recomendado el influenciador de turno. Trump y Bolsonaro no han nacido por arte de magia o generación espontánea, sino que para que surgieran se ha ido cocinando a fuego lento el caldo de cultivo necesario.

En España, que padece una de las derechas más trogloditas del mundo sostenida y cuidada por unos medios igualmente extremistas, llevamos años oyendo que Pedro Sánchez es un dictador, un traidor, un ocupa, un totalitario, que lo que recauda Hacienda se lo queda él para el falcón y otros vicios, que es aliado de etarras y estalinistas, que preside un gobierno Frankenstein y que su mujer es transexual, cosa que no debiera servir para herir pero que se dice con la intención de causar daño. Sin embargo, durante mucho tiempo se ha ocultado o se ha dicho con la boca pequeña que la derecha española desmanteló la Sanidad Pública tras la crisis que ella misma provocó con la política ladrillero financiera de la era Aznar-Rato, que su propósito último en ese campo no es reconstruirla para mejorar la salud de los españoles, sino liquidarla para entregársela de lleno al negocio privado y construir un sistema nacional de salud muy parecido al norteamericano, donde cada ciudadano es atendido según su cuenta de resultados.

Quien controla los símbolos, controla el poder. Los símbolos democráticos están siendo pisoteados por la ultraderecha española y mundial

Tampoco los medios dominantes, ni los jueces, ni los fiscales han insistido, investigado o denunciado como debieran la muerte de miles de ancianos durante lo más grave de la pandemia en la Comunidad de Díaz Ayuso, sino que han pasado por encima considerando ese terrible episodio como una consecuencia natural de la enfermedad compensada sobradamente por la caña y el bocata de calamares que los madrileños desconocían hasta la llegada al poder de la aclamada discípula de Esperanza Aguirre, persona íntegra donde las haya “in vigilando”.

El desprecio a la política es el desprecio a la democracia. Hay políticos buenos, regulares y malos, siendo los mejores aquellos que anteponen el interés general al personal y al de los grupos económicos desalmados. El pueblo, palabra que también se está quedando seca de contenido, puede organizarse, puede fundar partidos nuevos, puede expresarse y puede votar. Su obligación, que la tiene, es saber separar la paja del trigo y expulsar de la vida pública a quienes han ido a ella pare enriquecerse, enriquecer a los amigos o imponer doctrinas religiosas, como hacen los colegios concertados, que sólo corresponde elegir a la conciencia de cada individuo.

Decía Pierre Bordieu que quien controla los símbolos, controla el poder. Los símbolos democráticos están siendo pisoteados por la ultraderecha española y mundial, quedan los símbolos del pasado, y esos, todos, están en sus manos. No consintamos por más tiempo que el pasado gobierne nuestras vidas, porque sólo la consciencia del momento en que vivimos y del que vendrá si somos capaces de actuar contra las políticas de los bárbaros hará posible una sociedad más justa y libre para todos.

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