martes. 23.04.2024

La política en España, o su simulacro, se ha convertido en el ruiseñor de Huidobro, que cantaba sobre un cañón. El deslizamiento verborrágico y mental del conservadurismo cada vez más extremo hacia espacios conceptuales predemocráticos están convirtiendo la vida pública en “formas que pesan” como Joan Perucho definió la pintura de Ramón Calsina, actos de plomo que intoxican de inautenticidad la política, secuestrada de su pulsión cívica, y transfigura la democracia en un ejercicio amoral de sombras chinescas. 

Asistimos al risorgimento del españolismo del caudillaje trufado de sectarismo cainita que sustantivamente se fundamenta en una suplantación de la propia nación. Y es que una nación adquiere la fantasmagoría de la inexistencia cuando todo aquello que pudiera constituirla está exiliado, exilio intelectual y psicológico que es el peor de todos. Aquellos que gritaban “vivan las cadenas” y arrastraron con sus brazos la carroza de Fernando VII eran víctimas de esa inexistencia de la nación suplantada por déspotas, prejuicios y supercherías que pasaban por la esencia de lo español. Siempre habrá un país inexistente mientras que lo defina y represente, en palabras de Azorín, una turba de negociantes discurseadores y cínicos.

Este fenómeno reaccionario ha reconstruido los añosos paradigmas mentales del franquismo que sirvieron como instrumento de represión ideológica. Sus efectos fueron excluyentes, criminalizando al opositor político al convertirlo en enemigo de España, alzando contextos de buenos y malos españoles para resituar y reducir al adversario en la vida pública a escenarios delincuenciales y de marginalidad. En estos términos conceptuales marcan paradigma los mass media posdemocráticos que dan cobertura de agipro a la derecha castiza española. 

Los conservadores tienen un agudo sentido del país como propiedad privada que ellos llaman patriotismo

Cualquier análisis objetivo, o al menos equilibrado, que pueda hacerse de la gestión del gobierno de Sánchez, enfrentado a retos poliédricos y sumamente severos, tendría que decantarse por una visión plausible en un pormenor de incidencias sanitarias, sociales, económicas e institucionales sumariamente arduas, y que han sido salvadas sin dejar de lado el sesgo social, evitando la intemperies de la pobreza, los desequilibrios de clase, y el conflicto de la desigualdad, a pesar de ello, los medios de comunicación de la derecha lanzan al aire informativos o papel impreso, trufados de catastrofismo en un intento de grabar en las meninges de los ciudadanos una realidad que pueda compadecerse con la posición posdemocrática y autoritaria de la derecha. 

Los conservadores tienen un agudo sentido del país como propiedad privada que ellos llaman patriotismo y, sin solución de continuidad, conducente a que cualquier gobierno de ideología contraria a la derechista es, stricto sensu, ilegítimo y, consecuentemente, sin derecho a ejercer ningún tipo de poder. Es el relato, simple y doloso, de Trump, Bolsonaro y Feijóo. En el caso español supone, para la derecha, el deseo de volver a las políticas donde los más elementales derechos y libertades cívicas se veían socavadas cínicamente en nombre de una democracia cada vez más disminuida, se encarcelaba, menoscabando la libertad de expresión, a actores, titiriteros y tuiteros aplicando leyes antiterroristas a presuntos delitos de opinión; toda disidencia se convertía en una cuestión de orden público, la legislación laboral condenaba al trabajador a vender su fuerza laboral por debajo del nivel de supervivencia, ampliando, de este modo, el empresario la plusvalía a costa de la depauperación del trabajador.

Cuando los problemas políticos dejan de estar en el ámbito de la política, la vida pública entra en una espiral de descomposición democrática

Las costuras del régimen del 78 para sostener en todos sus términos una democracia plena eran cada vez más endebles en virtud de la incompatibilidad de los intereses representados por la derecha con un sistema de libertad y soberanía ciudadana. En cuanto a la cuestión territorial, ha existido, y existe, en los conservadores una voluntad de largo aliento encaminada a la recentralización del Estado. Todo ello, puede concretarse en que para la derecha la defensa de la democracia consiste en constreñir todo aquello que debe constituirla.

Cuando los problemas políticos dejan de estar en el ámbito de la política, como pretenden los conservadores, la vida pública entra en una espiral de descomposición democrática donde las relaciones de poder sólo se plantean en términos de vencedores y vencidos, de uniformidad ideológica y abolición de la disidencia. Y como instrumento de violencia semántica, el lenguaje orweliano donde performativamente se limita la democracia en nombre de la democracia, se empobrece a la gente en nombre del bienestar de la gente, donde la violencia la ejercen las victimas y que sirve a las minorías dominantes y su aparato político y mediático para delimitar los asuntos no opinables ni sujetos a formato polémico. 

Trump, Bolsonaro, Feijóo y las izquierdas ilegítimas