martes. 19.03.2024

El país de lo que yo te diga

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Imagen de archivo.

En una de sus magníficas reflexiones filosóficas, Juan de Mairena -libro que deberíamos llevar todos en el bolsillo de la chaqueta o del chándal para los momentos de duda o aflicción- habla de la generosidad del pueblo español como una de sus grandes cualidades, reseñando también como uno de sus mayores defectos su incapacidad para el diálogo: “En España -escribe Machado- no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente paletos”. Aunque la definición que la Academia hace del término paleto se refiere en su primera acepción a “personas poco educadas y de modales y gustos poco refinados”, Machado no lo utiliza de ese modo, sino como sinónimo de provincianismo, de intolerancia, de incapacidad para el aprendizaje, la reflexión o la aceptación de la propia ignorancia, hecho este que incapacita para escuchar y asimilar todo aquello que se desconoce. El paleto es un ser lleno de soberbia que cree estar de vuelta de todo y que no acepta la razón del otro porque el otro, sea quien sea, no tiene ninguna autoridad sobre él, salvo que esa autoridad venga del uso de la fuerza o la riqueza, nunca del intelecto, la persuación o la sabiduría.

Aquellos españoles que gritaron a toro pasado que se debió confinar a la población en Nochebuena, hoy desatados, exigen la vuelta a la normalidad cuando se está consiguiendo detener la pandemia

España, digan lo que digan los conservadores de toda laya que la han usado en provecho propio cubiertos por enormes banderas, es un gran país. Un país que ha sido capaz de renunciar a su libertad de movimiento durante más de mes y medio para protegerse y proteger a sus vecinos de una enfermedad de la que a día de hoy todavía se desconoce casi todo, desde su origen hasta su evolución, pasando por la ausencia de tratamientos específicos que la hagan desaparecer. Es ese el mismo país que encabeza la lista mundial de donación de órganos y de trasplantes, el mismo que fue capaz de crear -contra la reacción- una de las primeras leyes del mundo para dar carta de igualdad a la unión entre personas del mismo sexo, el mismo que logró ahorrar casi setenta mil millones de euros para cubrir las necesidades futuras del sistema de pensiones, el mismo que quiso reconocer la identidad de cada territorio como algo justo y necesario, el mismo que trabaja sin descanso para que todos tengamos lo que necesitamos en nuestras casas. Pero junto a ese país maravilloso y generoso del que hablaba Juan de Mairena, está el tradicionalista, el del privilegio, el opuesto a la razón y a la moral humana, el país del “lo que yo te diga”, del “como digo yo”, del “me va usted a decir a mí”, del “para gustos los colores”, que es tanto como negar que hayan existido personas excelsas que se han dedicado a lo largo de los siglos a estudiar lo bello para que todos aprendiésemos a diferenciarlo de lo mediocre o lo feo.

“Allí donde a la razón y a la moral se jubila -prosigue Machado- sólo la bestialidad conserva su empleo”. Y podemos estar en vísperas de eso, de que se imponga de nuevo la España castiza, madrastra y cruel, la España superficial que grita desaforada en los campos de fútbol, en los bares hoy cerrados, en la calle. La España que siempre tiene razón porque es incapaz de escuchar a los otros y reniega de los que son diferentes, de los que padecen y sufren sin haber cometido ningún pecado original que les obligue a ello. Es la España que jamás ha dudado en cortar por lo “sano”, en limpiar el cuerpo de impurezas, de intromisiones, de malas yerbas que debilitasen el manantial del que nacen prerrogativas, exenciones, bulas, fueros, desafueros, prebendas, inmunidades, inviolabilidades, patentes, regalías, nepotismos y dispensas. Esa España ya no es sólo la “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuando ignora...”, no, sino que lo es también la Cataluña de Torra, Puigdemont y Rufián, mediocridad en estado sublime, egoísmo de rico que desprecia al vecino menos dichoso y sólo aspira a mantener con él relaciones mercantiles con superávit, insolidaridad hasta en la gravedad más acusada, paletismo endogámico; lo es la Murcia de López Miras o la Andalucía de Juan Manuel Moreno, modelos de tosquedad, demagogia, incompetencia e insignificancia, comprometidos con la caza, la tauromaquia, los cirios y los faroles, pero insensibles a la miseria en que viven quienes recogen frutas y hortalizas, quienes no tienen nada que llevar a su casa, con quienes llenan de mierda día a día, mes tras mes, año tras año esa joya natural que fue el Mar Menor o que es Doñana, asediada por proyectos urbanísticos delirantes que terminarán por derretir uno de los parajes más bellos de Europa; entregados a la causa del estereotipo, del murciano cazurro que grita y no escucha, del especulador como motor de la economía, del andaluz gracioso que ha de bailar y cantar, contar chistes, hablar gracioso para que rían los señoritos.

¿Es todo esto serio? ¿No es un mal chiste o una pesadilla de la que no conseguimos despertarnos así pasen décadas como siglos? ¿Es posible que en uno de los periódicos de mayor tirada del Estado escriba un Premio Nóbel poniendo en duda que el confinamiento sea compatible con la democracia en una pandemia como la que nos asola cuando no se conoce otro remedio para atajarla? ¿Por qué no hemos sido capaces de crear una burguesía conservadora que rechace con la misma firmeza al comunismo soviético que a la reacción interior? Tal vez la respuesta no esté en el viento, sino en el propio devenir histórico de un país en el que las fuerzas retardatarias, ingratas, abusonas, esencialmente represoras del pueblo nunca vieron triunfar una revolución democrática y siguen hoy con la misma vitalidad de que gozaban cuando Fernando VII, Isabel II o Francisco Franco.

Aquellos españoles de la antigüedad que gritaron a toro pasado que se debió confinar a la población en Nochebuena, hoy desatados, exigen la vuelta a la normalidad cuando se está consiguiendo detener la pandemia. Existe la posibilidad de que impongan su criterio irracional como tantas veces a lo largo de nuestra historia, como también es posible que sean ellos los encargados de dirigir la política económica que haga frente a la crisis más grave de las últimas décadas. Las consecuencias pueden ser mucho más dramáticas que lo que ahora nos acucia, rebrote masivo de la epidemia, recortes y privatizaciones generalizadas y que cada palo aguante su vela.

El país de lo que yo te diga