viernes. 26.04.2024

Distopía o utopía: esa es la lección

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El paisaje después de la batalla, cuando la batalla continúa y no se sabe a ciencia cierta donde crecerán más las trincheras y los camposantos, es desolador. Amenazan la OCDE, la Comisión, el FMI, los países ricos del Norte de Europa. América arde desde Estados Unidos a Brasil en manos de energúmenos que desprecian al ser humano y añoran una limpieza como la que causó la Peste Negra de 1348. África, como siempre, no existe, allí no vive nadie, ni siquiera dan jugadores de baloncesto. 

El verano llegó con toda su artillería, como si no hubiese pasado nada. Temperaturas extremas, calor incesante, atmósfera densa. Los termómetros ya no se rompen porque no llevan mercurio, son eléctricos, pero en la olla la presión sube mientras los fabricantes de infundios siguen con su delictivo trabajo, mientras los dueños del dinero continúan haciendo patria en los paraísos fiscales, mientras quien fue rey administra una fortuna de origen extraño y hace regalos millonarios a una querida imposible para quien lleva el título de católica majestad. Se habla de regular el teletrabajo, de ponerle límites y reglamentos, pero nadie dice nada sobre la posibilidad de que ese trabajo termine por hacerse en cualquier lugar del planeta por cuatro perras. El verano pasará, y lo pasaremos como podamos, cada cual según el lugar que le haya tocado en el mundo. Pero del mismo modo llegará el otoño sin que la Unión Europea haya decidido plantar cara al desastre sanitario y económico que tenemos encima. Algunos confían en salvarse por la fortaleza de sus cuentas pero ignoran que la globalización ha venido para quedarse y que nadie saldrá indemne de esta tremenda sacudida si no trabajamos todos en la misma dirección: No se puede vender si no hay compradores.

Inmersos en la distopía parece que de nuevo nos están aplicando la célebre Doctrina del Shock de Naomi Klein: El coronavirus como instrumento para dar otra vuelta de tuerca a los recortes y privatizaciones, para explotar, esclavizar y demoler los principios básicos de la democracia, que no son otros que los Derechos Humanos. La resignación es el único camino, como en la Edad Media. Alertan sobre el aumento espectacular del paro en plena revolución tecnológica, pero nadie se atreve a plantear en los foros internacionales que para que esa revolución sirva para mejorar la vida de los seres humanos es menester disminuir drásticamente la jornada laboral y que las máquinas deben pagar impuestos como antes los pagaban las personas a las que quitaron el trabajo. 

No aceptemos el mundo distópico que nos quieren imponer a martillazos, es tiempo de luchar por lo imposible. La utopía es inalcanzable, pero debemos caminar hacia ella si no queremos que nos desciendan a los infiernos

Paseo por Alicante, terrazas llenas en los barrios, vacías donde pasaban los turistas. Hay algo enrarecido en el aire, como si se esperase algo todavía peor. Mucha gente con mascarillas, sin ellas muchos también. Distancia social, la justa, sobre todo con los que nada tienen. Los más hacen lo que les dicen que hagan, los menos creen que esto no va con ellos, que los enfermos y muertos son otros. Sin embargo, el aire es denso y amenazador, incierto, y todos se aprestan a aceptar lo que venga sin rechistar. Por primera vez voy al pueblo y subo a sus campos. Cientos de negros, moros y europeos de segunda fila, del Este, trabajan a cuarenta grados recogiendo apios, espinacas y lechugas que fueron plantadas quince días antes en una tierra de cereal hoy convertida en regadío gracias a los pozos que están destrozando los acuíferos de Caravaca, Moratalla, Cehegín, Bullas y media España. Ni una sombra, ni un lugar para descansar, ni una ducha, ni un sueldo digno. De sol a sol, en cuchillas, arrancando las verduras y hortalizas que nos recomiendan comer aunque estén llenas de hormonas, pesticidas y fertilizantes que provocan un crecimiento inaudito. No hay inspectores, la policía no tiene nada que decir, la explotación es legal. Luego, cuando cae el sol, los jornaleros regresan a casa, hacinados, destrozados, rezando para que amanezca lo más tarde posible. Y el bicho sigue ahí. Para ellos no hay PCRS. Tampoco existen, aunque comemos gracias a su trabajo.

¿Y qué nos espera a todos cuando se hagan las cuentas y sigamos teniendo que combatir al virus que sólo desaparecerá con un medicamento eficaz o una vacuna precisa? Quienes manejan el mundo lo tienen muy claro, es la ocasión para acabar con lo que queda del llamado Estado del Bienestar, para demoler sus cimientos y regresar al tiempo de la oscuridad donde cada cual tenía lo que era capaz de pagar. Para los demás, la Iglesia, las iglesias, la caridad, los mercadillos presididos por damas Ayuso, y la extremaunción, sin la cual no es posible llegar en condiciones al lugar donde habitan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Empleo precario, paro, bolsas de exclusión, policía, mucha policía, y cuentas públicas en situación crítica mientras Facebook, Instagram, Google, Twitter y las grandes empresas tecnológicas siguen acumulando millones y billones de dólares sin pagar un real al Erario o creando ficheros mucho más grandes y minuciosos que los que poseen todas las policías del planeta: Son el germen del nuevo Estado Global fascista que ya predijo Orwell.

Pero, ¿y si fuésemos capaces de aprovechar esta crisis general para darle la vuelta a la tortilla? Ya sé, apenas hay gente dispuesta a mover un dedo por nada que no le afecte personalmente, pero es que quienes desde las alturas proyectan el futuro tienen pensado pasarnos una factura imposible de pagar, y al final, aunque sea por interés egoísta todo el mundo tendrá que defender lo que creía haber conseguido para siempre, para sí y para sus descendientes. Es el momento de la utopía, de fijar unos límites más allá de lo posible, cercano a lo imposible, para impedir que el desastre  provocado por la pandemia nos instale por mucho tiempo en un mundo cada vez más distópico. Es el momento de exigir el reparto del trabajo mediante la reducción de la jornada laboral en toda Europa, de eliminar los paraísos fiscales de la faz de la tierra, de perseguir a quien roba al Estado, de expulsar de la vida pública y privada a los corruptos y a los especuladores, de imponer un salario máximo que impida a los grandes y medianos ejecutivos de las empresas y bancos convertirse en nuevos ricos trabajando mucho menos que cualquier jornalero que coge melones en condiciones inhumanas en el Campo de Cartagena. Es el tiempo de  decirle a los católicos que paguen de su bolsillo los servicios religiosos y los colegios que precisen; es el tiempo de ponernos en paz con la tierra, de pedirle perdón, de ayudarle a resucitar, de que el principal beneficio de los productos agrícolas vaya a quien los trabaja y no al intermediario, es el momento de que todos aquellos que ven en el medievo un tiempo feliz al que retornar sean expulsados de la vida política, el tiempo en el que podemos lograr -como decía Rousseau- que nadie sea tan pobre como para querer venderse, ni tan rico como para poder comprarte: “Si se busca en que consiste el bien más preciado de todos -escribía el filósofo francés en 1762- , que ha de ser objeto de toda legislación, se encontrará que todo se reduce a dos cuestiones principales: La libertad y la igualdad, sin la cual la libertad no puede existir. Renunciar a la libertad es renunciar a ser hombre, a los derechos y a los deberes de la Humanidad. La verdadera igualdad no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino que ningún ciudadano sea tan rico como para poder comprar a otro y que no sea tan pobre como para verse forzado a venderse. Esta igualdad, se dice, no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿quiere eso decir que hemos de renunciar forzosamente a regularlo? Como, precisamente, la fuerza de las cosas tiende a destruir la igualdad, hay que hacer que la fuerza de la legislación tienda siempre a mantenerla”. No aceptemos el mundo distópico que nos quieren imponer a martillazos, es tiempo de luchar por lo imposible. La utopía es inalcanzable, pero debemos caminar hacia ella si no queremos que nos desciendan a los infiernos.

Distopía o utopía: esa es la lección