viernes. 26.04.2024

Obviedades democráticas

Camino de sus cuarenta años de existencia, el Parlamento español está necesitado de una profunda revisión, no ya de sus normas reglamentarias, sino del espíritu...

Camino de sus cuarenta años de existencia, el Parlamento español está necesitado de una profunda revisión, no ya de sus normas reglamentarias, sino del espíritu que debe impregnar el comportamiento de sus miembros, elegidos como representantes de la soberanía popular y no como aguerridos combatientes de una opción partidaria. Por algo, en la Constitución, se explicita que no estarán ligados por mandato imperativo. Naturalmente, la lógica impone que los diputados elegidos en las listas de un partido coincidan en la defensa de unas ideas con las que concurrieron a las urnas, a través de un programa convertido en contrato electoral, pero la aplicación mecanicista de estos usos conduce a la realidad de una vida parlamentaria exenta de sorpresas y hace utópica la idea de que una buena argumentación y un brillante discurso puedan alterar el orden de las cosas, predeterminado por el recuento de los escaños.

En la presente legislatura, marcada por la mayoría absoluta del Partido Popular, que gobierna en contradicción absoluta con el proyecto que avaló su victoria, contemplamos a diario la burla de lo que significan los debates plenarios o las llamadas sesiones de control al Gobierno. Si, por una parte, la mayoría en la Mesa impide la substanciación de las cuestiones más candentes cuando pueden perjudicar al grupo dominante, ni siquiera queda el recurso, tan limitado en el tiempo, de esperar que el Gobierno responda dignamente a las preguntas formuladas por la oposición. De ahí, que contra toda mínima exigencia democrática, el presidente del ejecutivo y sus ministros acudan al recurso del “y tú más” para responder, sobre todo, al líder del principal partido de la oposición y a cualquiera de sus portavoces. La última sesión, desborda ya los límites de lo tolerable. Ante la evidencia de una situación económica peor cada día que pasa, con una sangría permanente del empleo, la respuesta a Rubalcaba por parte de Rajoy, alegando una vez más los errores del anterior Gobierno socialista, han constituido un gesto de desprecio al propio político socialista, pero fundamentalmente a los millones de ciudadanos a los que representa y al conjunto de los españoles, necesitados de saber si el Gobierno es capaz de aceptar sus propios fallos y corregirlos.

El desdén con el que la titular de Trabajo se ha referido a las decenas de miles de jóvenes que tienen que emigrar, ”la movilidad exterior ”acuñada por la señora Báñez, o las constantes salidas de tono de Cospedal o Montoro, son algo más que deslices anecdóticos; son el reflejo de una actitud de desprecio a los ciudadanos, avalada por la impunidad que produce enfrentarse a una oposición debilitada y contar con el manto protector de unos medios de comunicación que pugnan por ser los voceros del poder. No debiera sorprender, en consecuencia, que la olla a presión que es hoy la sociedad española busque otras válvulas de escape a sus reivindicaciones que el malgastado juego parlamentario. 

Por el momento, pese a los intentos de asimilar a los que se manifiestan con gritos y pancartas en terroristas etarras o nazis ¡qué vergüenza! -en España no ha fraguado una protesta violenta-. La responsabilidad de que no traspasemos ese límite corresponde a quienes deben prestigiar los cauces democráticos, los partidos, los sindicatos y, esencialmente el Parlamento. La sensación de que es inútil intentar defender a los sectores más afectados por la crisis desde los escaños de las Cortes se extiende peligrosamente. Confortado por los resultados de las votaciones, el Gobierno actúa ya, demasiadas veces, desde la soledad y por Decreto. Se permite ignorar la opinión de la Cámara y únicamente mira, con interés, los guiños de los grupos financieros y de la Iglesia. Sólo a la calle, a la gente, empieza a mirarla con miedo. Como al enemigo.

Fundación Sistema

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