viernes. 26.04.2024

Disonancias en el dúo Merkozy

Merkel y Sarkozy marcan los tiempos de la UE. Hace año y medio impusieron medidas de austeridad generalizada que en el caso de los países del sur de la eurozona suponen una tensión extrema en el recorte del gasto y la inversión públicos que alimentará una nueva recesión en 2012.

Merkel y Sarkozy marcan los tiempos de la UE. Hace año y medio impusieron medidas de austeridad generalizada que en el caso de los países del sur de la eurozona suponen una tensión extrema en el recorte del gasto y la inversión públicos que alimentará una nueva recesión en 2012. En la última cumbre europea de diciembre de 2011, Merkel y Sarkozy han llegado a un acuerdo de mínimos sobre cómo tratar con más disciplina, nuevas sanciones y estricto control comunitario los problemas relacionados con el déficit público y la deuda soberana y siguen impulsando una propuesta conjunta para sanear el sistema bancario, aumentar los fondos propios y superar la potencial insolvencia que amenaza a los grandes bancos europeos que ofrecen mayor riesgo sistémico. Además, han propiciado el último movimiento del Banco Central Europeo (BCE) del pasado 21 de diciembre para proporcionar préstamos (489.190 millones de euros a un 1% de interés anual, por un plazo de tres años) a 523 bancos europeos afectados en mayor o menor medida por graves problemas de liquidez.

Los gobiernos de los países del sur de la eurozona parecen creer que Europa está en buenas manos, que las medidas impuestas son adecuadas (o un mal menor necesario) y van a intentar, a como dé lugar, cumplir con los extremistas recortes del gasto público y las duras políticas de devaluación interna que las instituciones europeas exigen. De nada han valido las evidencias que muestran que las medidas aprobadas por la última cumbre europea de 2011 son más de lo mismo que se lleva aplicando desde mayo de 2010. El contundente fracaso de las políticas de austeridad en su pretensión de mejorar la situación de la deuda soberana de los países del sur de la eurozona, aumentar la solvencia del sistema bancario europeo o incrementar el respaldo de la ciudadanía al proyecto de unidad europea demuestra hasta qué punto las medidas adoptadas han sido, además de ineficaces e injustas, inadecuadas para lograr los objetivos que se pretenden.

Una minoría muy poderosa, a la que Merkel y Sarkozy intentan representar en la cúspide del poder comunitario, campa por sus fueros sin someter su reaccionario programa de salida de la crisis y su discurso económico ultraliberal a ningún tipo de restricción o modulación. Merkel y Sarkozy parecen confiar en que las medidas de estricta disciplina fiscal junto a la ampliación de los fondos y mecanismos de estabilidad financiera disponibles serán suficientes. Y esperan que la devaluación interna impuesta a los países del sur de la eurozona permitirá un aumento de la rentabilidad de las empresas residentes en esos países que acabará traduciéndose en una reducción de sus precios de exportación que mejore su competitividad hasta el punto de inducir un incremento de la demanda externa. De este modo, pretenden compensar el inevitable retroceso de la demanda interna y favorecer algunas mejoras en la especialización de sus economías y cierta renovación, modernización y reindustrialización de sus deteriorados tejidos productivos.

Caben pocas dudas sobre los impactos sociales que provocan los ajustes impuestos: la mayoría de las personas de los países del sur de la eurozona pierden capacidad de compra y bienestar, la pobreza se extiende entre las familias trabajadoras con menor nivel de cualificación y renta y las personas que viven en situación de exclusión social son más numerosas. Las medidas de recorte del gasto público y devaluación interna que aceptan gestionar gobiernos sumisos e insensibles intensifican la pobreza y la exclusión social y, en paralelo, debilitan unos mecanismos públicos de protección social que no dan abasto. Buena parte de la protección y la ayuda que reciben personas excluidas, marginadas y empobrecidas dejarán de ser derechos reconocidos y volverán a depender, como en tiempos que parecían superados, de limosneros y la buena voluntad de almas caritativas. O de la capacidad de las familias para resguardar a sus miembros caídos en desgracia.

Lo más probable, con las políticas que se están aplicando, es que resulte imposible reducir en los próximos años el número de desempleados, que los derechos sociales y laborales se deterioraren un poco más y que una parte del tejido productivo viable desaparezca y, como consecuencia, el potencial de crecimiento de las economías se resienta. Puede que la derecha gobernante y la patronal consideren que, siendo lamentables esos efectos, no haya mal que por bien no venga: muchas empresas podrán recuperar márgenes de rentabilidad, serán más competitivas en los mercados europeos e internacionales, mejorarán sus ventas en los mercados nacionales, incrementarán su autofinanciación y mantendrán el lento proceso de desendeudamiento ya iniciado. Pueden llegar a pensar, incluso, que la mejora en la situación económica y financiera de las empresas concluya en una leve recuperación de los salarios que no perjudique la competitividad ni las ganancias de rentabilidad empresarial logradas, más oportunidades de empleo y, quizás, quién sabe, recuperación de parte de los derechos laborales y sociales perdidos.

Como se ve, todo un plan de salida de la crisis tan tétrico como cogido con hilos. Promesas de ligera mejoría económica para un futuro indeterminado que dependerá del cumplimiento implacable de unas medidas extremistas de ajuste y austeridad que aseguran un empobrecimiento prolongado de amplias capas de la población y una rápida mejora de las rentas del capital y los márgenes empresariales que se supone acabarán reactivando la economía y el empleo. Pocas veces se nos va a permitir, como en esta ocasión, observar un reparto tan desigual de sacrificios entre clases y grupos sociales y entre países que comparten intereses económicos y un proyecto común de unidad europea. Nunca en la Europa democrática el poder político de los Estados se había puesto de forma tan descarnada a favor de un designio tan injusto: desproteger a los sectores sociales más vulnerables, aumentar los niveles de desigualdad social y ampliar la brecha económica y productiva que separa a la Europa del norte competitiva, ahorradora y rica de una Europa del sur desindustrializada, endeudada y empobrecida.

Pese a que la hegemonía de la derecha en los órganos de poder comunitario y en los gobiernos de los Estados miembros es tan aplastante como débil la crítica realizada por la socialdemocracia o tímida y dispersa la resistencia protagonizada por la Confederación Europea de Sindicatos, la fragilidad y las fisuras que presentan los planes de salida de la crisis que se han impuesto no son, ni mucho menos, despreciables y pueden dar lugar en no mucho tiempo a nuevos episodios de crisis aguda de la deuda soberana, profundización de la recesión económica en el conjunto de la eurozona o nuevas manifestaciones masivas de indignación popular que obliguen a las autoridades a reformular sus planes, matizar sus políticas o moderar los ritmos de aplicación de las medidas impuestas.

Algunas de las grietas de la estrategia conservadora de salida de la crisis son externas al matrimonio de conveniencia formado por Merkel y Sarkozy.

En primer lugar, no parece que los inversores tengan gran confianza en unas políticas de austeridad que amenazan con matar el crecimiento y pueden conducir a una nueva recesión de la eurozona o, en todo caso, a una larga etapa de muy bajo y precario crecimiento en la que las medidas adoptadas hasta ahora nada podrán resolver. De ahí que los inversores más conservadores o prudentes disminuyan su exposición a la deuda soberana de buena parte de los países de la eurozona y que los mercados se cierren o exijan altas rentabilidades para seguir financiando a unos bancos que vuelven a depender de la financiación barata y abundante que proporciona el BCE para superar sus problemas de liquidez. Tampoco parece que los inversores más especulativos consideren suficientes los fondos de estabilidad disponibles y siguen, agazapados por el momento, a la espera de que se abra una nueva ventana de oportunidad para explotar las incoherencias y debilidades institucionales de la eurozona y hacer suculentos negocios a costa de la deuda soberana de algunos países.

Y en segundo lugar, parecida desconfianza, si no más, albergan sectores de la ciudadanía que asisten con indignación y altas dosis de miedo al deterioro de las expectativas de mejora económica, a la continuidad de las mentiras e incumplimientos de los nuevos gobernantes y a un empeoramiento de las condiciones de vida y trabajo que sufren directamente en sus propias carnes o en las de sus allegados. En la medida en que las políticas de recortes y malestar social se intensifiquen sin que se perciba ninguna luz al final de un túnel interminable de deterioro del empleo y los salarios, aumentarán la indignación, la crítica y el rechazo a las políticas de recorte de bienes público y protección social y quedarán deslegitimadas las medidas encaminadas a incrementar el esfuerzo fiscal que realizan los sectores populares de renta media o a reducir los costes laborales y fiscales que soportan las empresas. Y la derecha gobernante y la patronal tendrán más dificultades para justificar sus decisiones y su estrategia de salida de la crisis.

Pese a la importancia de los escollos expuestos en párrafos anteriores, otras importantes fisuras del proyecto de salida de la crisis que respaldan Merkel y Sarkozy provienen de la muy distinta situación de sus respectivas economías y de los muy diferentes intereses nacionales que encarnan los componentes de esa extraña y antipática pareja.

Las desavenencias entre Francia y Alemania o, más precisamente, entre sus respectivas clases dominantes, autoridades y elites políticas y económicas no son nuevas. De hecho, los acuerdos impulsados por Merkel y Sarkozy en la última cumbre europea de 2011 apenas han puesto sordina a los notables desencuentros que enfrentan desde hace tiempo a ambas potencias europeas. De hecho, en la medida en que los acuerdos aprobados encuentren dificultades que impidan o retrasen su concreción y que las políticas que se apliquen supongan los malos resultados socioeconómicos que algunos prevemos, el tono de las discrepancias aumentará y dará lugar a nuevos líos políticos e institucionales en la eurozona y a nuevas manifestaciones de resistencia popular.

Pese a que los acuerdos de la última cumbre europea han velado las diferencias, las autoridades francesas muestran una mayor receptividad a las propuestas que apuntan a favor de que el BCE juegue un papel de prestamista de último recurso de los Estados, como ya hace en el caso de los bancos, y no excluyen que los eurobonos (que también han sido defendidos por la Comisión Europea) sean un buen remedio para impedir que los puntuales problemas de liquidez de algunos Estados acaben transformándose en graves problemas de solvencia que acaben poniendo en riesgo al euro. Son conscientes, además, porque la economía francesa también sufre las consecuencias, que el mercado único y el euro impulsan diferentes estructuras y especializaciones productivas que concentran las ventajas, las industrias más innovadoras y las actividades y productos de alta gama, mayor densidad tecnológica y valor añadido en los países del norte de la eurozona mientras intensifican la desindustrialización de las economías del sur y alientan en los países periféricos especializaciones poco convenientes en sectores protegidos de la competencia que sobreviven gracias a contratos laborales precarios y trabajos mal remunerados y de escasa cualificación. Como es natural, no se oponen a que la irresponsabilidad en la gestión de las cuentas públicas sea sancionada con rigor, pero consideran que solo la disciplina fiscal no puede resolver los problemas que afectan a la eurozona; menos aún en la actual situación de desaceleración del crecimiento mundial y amenaza de recesión en buena parte de los países de la eurozona.

Las autoridades alemanas, por su parte, consideran que todos los países de la eurozona pueden aplicar políticas adecuadas de rigor fiscal y mejora de la competitividad que equilibren sus cuentas públicas y exteriores. Lo decisivo, en su opinión, para garantizar la aplicación de unas políticas adecuadas de recortes de gastos públicos y reducción de costes laborales es la puesta en pie de un sistema creíble de sanciones que conduzca a que los países implicados acepten un retroceso de su bienestar tan doloroso como inevitable. Por eso intentan evitar cualquier tipo de ensoñación o propuestas alternativas a la austeridad. Alemania no acepta los eurobonos, la ampliación de las funciones actuales del BCE o cualquier otra forma de federalismo o mutualización de riesgos para sortear los ineludibles ajustes presupuestarios: todos los Estados miembros, sus gobernantes y sus ciudadanos deben saber que no hay alternativas al rigor fiscal y al ajuste salarial que han emprendido. Y si deciden mantener políticas inadecuadas que retrasen o mengüen el rigor de los ajustes no deben albergar ninguna duda de que Alemania y los demás socios que acumulan excedentes no estarán dispuestos a cargar con los costes.

No hay que olvidar que la economía alemana ha logrado en los últimos años, con la actual organización institucional de la eurozona, incrementar significativamente su potencial industrial, ganar mercados a costa de Francia y otros socios y competidores comunitarios y consolidar su hegemonía en los productos y actividades más intensivos en tecnología y conocimiento. Por eso les resulta tan difícil a las autoridades alemanas percibir las debilidades e incoherencias institucionales de la UE y por eso sus propuestas apuntan al mantenimiento a largo plazo del entramado institucional comunitario que hoy existe aplicando los mínimos cambios necesarios para conservar intactos sus objetivos, funciones y rasgos esenciales.

La economía francesa, en cambio, ha sufrido durante la última década un intenso proceso de desindustrialización y, en años más recientes, un deterioro de sus cuentas exteriores para cuya solución no basta con aumentar el rigor fiscal. Los problemas de la economía francesa tendrían más fácil remedio en un horizonte de soluciones federales que permitieran ampliar las tareas y objetivos del BCE y facilitaran una acción política comunitaria compensadora y amortiguadora de las tendencias espontáneas en una unión económica y monetaria que propician, como se ha comprobado en la eurozona, divergencias estructurales y muy diferentes especializaciones productivas entre los Estados miembros.

Por lo dicho hasta ahora, es fácil deducir que la economía francesa presenta problemas parecidos, aunque de mucha menor intensidad, a los de otros países del sur de la eurozona como Italia o España. Y que, como consecuencia, los intereses de la economía francesa están más alejados de lo que pueda parecer de las soluciones que defiende Alemania y respaldan otros países excedentarios del norte de la eurozona, como Austria, Bélgica, Finlandia u Holanda.

Tanto para Francia como para los países del sur de la eurozona sería más fácil encajar sus intereses comunes en una estrategia de impulso federalista de la UE que facilitara la ampliación de las tareas y objetivos del BCE, limitados hasta ahora a propiciar la estabilidad de precios y, en situaciones excepcionales, proporcionar liquidez a los bancos. El BCE podría incluir entre sus responsabilidades el mantenimiento de la estabilidad financiera y, por tanto, actuar más activamente sobre el tipo de cambio del euro o las crisis de liquidez que pudieran sufrir los Estados miembros. Y del mismo modo, podría hacerse efectivo el principio de incrementar la cohesión social y territorial en cada Estado miembro y en el conjunto de la UE o propiciar cambios en las ofertas productivas de los países que sufren procesos de desindustrialización o especializaciones inadecuadas. Un impulso federal que requiere disponer de un mayor presupuesto comunitario y de herramientas fiscales y de política económica que permitan compartir ventajas, mutualizar riesgos y transferir rentas desde los socios que acumulan activos netos exteriores a los miembros que concentran deudas exteriores netas.

Que Sarkozy esté limitado en su actuación política por la inminencia de las próximas elecciones presidenciales francesas (que se celebrarán el próximo mes de abril y en las que, según los sondeos de opinión, no parte como favorito), por la degradación rampante de las cuentas públicas y exteriores francesas o por la delicada situación de los bancos franceses (afectados desde el verano por una notable crisis de liquidez propiciada por la retirada de 140.000 millones de dólares por parte de fondos monetarios estadounidenses) no significa que sus acuerdos con la canciller alemana, en los que los intereses nacionales y las propuestas defendidas por Francia se han evaporado o aparecen difuminados, sean sólidos o puedan prolongarse durante mucho tiempo. Los próximos meses permitirán observar con mayor detalle y definirán hasta qué punto cuenta Alemania con Francia para llevar adelante sus propuestas y su estrategia de salida de la crisis.

En un plano más doméstico, el Gobierno de Rajoy ha enseñado tras el segundo Consejo de Ministros la patita de los primeros recortes e incrementos de impuestos no contemplados en su programa electoral. Es tan solo, según la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, “el inicio del inicio”; un aperitivo de lo que nos ofrecerán en los próximos meses. Démosle un poco de tiempo y podremos constatar que Rajoy y su Gobierno tienen capacidad de sobra para empeorar aún más las cosas. La próxima semana o la siguiente hablaremos del Gobierno y de los nuevos ajustes y medidas.

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