domingo. 28.04.2024
picasso_arlequin
Paulo vestido de arlequín (1924)

La primera (1) sensación que transmite el Arlequín de Picasso es serenidad. El cuadro refleja, describe, cuenta, recrea a un niño de edad incierta pero de no menos de 6 años y no más de 10. Y la pregunta es cómo refleja esa serenidad si el arte, en general, es la búsqueda de la coherencia entre dos principios aparentemente contradictorios: un principio de sorpresa y otro de verosimilitud. El niño más parece que está siendo retratado que pintado, está posando con paciencia infinita a que el artista que está ante él lo retrate o lo pinte. ¿Y cómo consigue Picasso esa serenidad si el arte –cuando lo es- es esa contradicción que se ha señalado? Esto es lo que tenemos que dilucidar para entender el cuadro y entender al autor, el genio plástico más grande que jamás ha existido en mi opinión con permiso de Francisco de Goya y sus pinturas negras. El niño está ligeramente apoyado en un sillón forrado de negro, aunque sus patas y el velo con el acaba el sillón es, simplemente, transparente, incoloro aunque pintado, claro. El niño, en una primera visión, parece  apoyado levemente pero, si lo observamos con más detenimiento, más parece recostado. Y esa sensación se refuerza porque su pierna derecha no puede sostener su cuerpo al estar casi pegada a su pierna izquierda. Picasso rectificó la pierna del niño porque, en un primer momento, estaba esa pierna derecha más abierta para mantener un equilibrio que ahora sólo es posible si se apoya o se recuesta. La rectificación es genial, da cierta ingravidez al arlequín, porque el cuadro intenta ser un niño... embutido en un arlequín. Si nos olvidamos del sillón, en realidad el cuadro se compone de tres partes: un traje de arlequín... pintado, una cara de un inocente niño... dibujada pero rematado con un pelo pelirrojo de nuevo... pintado. Y la cabeza del niño está cubierta de un extraño gorro que tiene sólo un fin: equilibrar el peso del traje arlequinado... pintado y la cara... dibujada. De nuevo un equilibrio, al igual que el primero comentado, el del niño apoyado o recostado en el sillón. La sensación de serenidad es el resultado final de estos tres equilibrios: sillón y niño, traje pintado y cara dibujada, contraste entre el colorido del traje y el mínimo pintado de la cara. Esa cara la consigue el genio malagueño minimizando el dibujo y la pintura de la cara: apenas unos redondeles negros que son los ojos, dos hoyitos que nos dicen que es la nariz y unos mínimos labios. Picasso, para evitar el exceso de dibujo de la cara le ha dado una especie de colorete en las mejillas, porque esa pintura de la cara no son mejillas sino eso, coloretes. Y para evitar el exceso de pintura del traje arlequinado, Picasso acaba el cuello y los puños del traje en un gola y unas pañoletas que son más unas transparencias que surgen, no por ser pintadas, sino por no serlo, buscando de nuevo el contraste entre el potente colorido de los escaques del traje –es un cuadro de ajedrez- y las transparencias señaladas. El cuadro es una multitud de tensiones, pero el equilibrio pictórico conseguido es la coherencia buscada, la sorpresa de la tensión y la verosimilitud de los equilibrios conseguidos. Una obra maestra, imperfecta, pero maestra. Y si alguien quiere apaciguar las tensiones de la vida sólo tiene que colgar el Arlequín de Picasso en una pared de su casa y contemplarlo durante minutos: el efecto sedante es inmediato.

Después de escribir lo anterior releí con detenimiento la obra de Ortega y Gasset La deshumanización del arte para encontrar algo que informara sobre el proceso de creación, algo que nos sirviera para evaluar cuando una obra plástica es arte o sólo un ejercicio técnico, algo que permitiera diferenciar lo talentoso de lo genial. El resultado es decepcionante porque Ortega no hace nada de eso, preso como está del “estetismo” germano, estetismo que es un intento de superar la “poética” meridional. Es una vez más el fracaso en la creación plástica e, incluso, literaria, porque los pueblos germanos no tuvieron ni Renacimiento italiano ni Barroco hispano (incluyo Portugal). Recordemos que el italiano –en concreto el toscano- tiene su obra maestra a comienzos del siglo XIV (La Divina Comedia), que la obra maestra del barroco es de comienzos del siglo XVII (El Quijote) y el alemán –como idioma y como pueblo- tiene que esperar a comienzos del siglo XIX (2) para tener la considerada su obra maestra que es el Fausto (3). Y esto no es una anécdota porque la capacidad creativa meridional desde el mundo greco-latino, pasando por ese Renacimiento y ese Barroco, es muy superior al septentrional. Y esto tiene una explicación que tiene que ver con el hecho de que el mundo septentrional -pero especialmente en el germano-  fue asolado por el protestantismo y su líder –no único- Lutero, el primer gran terrorista intelectual que ha existido y esa ideología afectó al proceso creativo, especialmente al literario. Sé que esta afirmación chocará contra el papanatismo por lo foráneo, la leyenda negra y la falsedad de que la ideología protestante facilitaba los negocios, pero no quiero entrar aquí en estas cuestiones que, por cierto, Ortega ni lo huele. Es más, este intelectual español –más que filósofo- dice textualmente que él es un “hombre meridional, es decir, un hombre sin imaginación”. Es decir, según esto, Homero careció de imaginación en La Odisea, los dramaturgos griegos como Esquilo o Sófocles, tampoco Virgilio, el Dante lo mismo con su Comedia –posteriormente tildada de “divina”-, que no la tuvo Cervantes en El Quijote, en sus Novelas Ejemplares o en el Persiles, que no la tuvo Lope y sus 387 obras constatadas que son de su puño y letra –seguro que son muchas más-, que la no la tuvo Galdós y sus 4.000 personajes creados, tampoco Baroja y que tampoco la tuvo Valle-Inclán, poeta, dramaturgo, novelista, creador del esperpento. Estas afirmaciones del intelectual madrileño, tan ridículas y peregrinas, sólo se explican por esa prisión germanófila de la que nunca salió. Recuerdo una de las ideas-fuerza de La deshumanización del arte señalando Ortega la autonomía de la pintura respecto al modelo, que es algo que no pasa de lo trivial y obvio, y sus explicaciones sobre el vacío –“teoría del vacío”- que se que produce entre la fuente pictórica y el lienzo. En estas cosas se entretiene Ortega y no entra por ejemplo, en la diferencia entre artistas que privilegian el dibujo sobre la pintura o al revés. Por ejemplo, Botticelli y Miguel Ángel son genios que dibujan y colorean, mientras que Velázquez, Rembrandt o Goya, por ejemplo, son sobre todo pintores donde el dibujo desaparece y el retrato y la perspectiva lo consigue el color de cada pincelada. Son algunos ejemplos. Pues bien, Picasso recoge implícitamente esta tradición que el genio malagueño interioriza en su retrato del Arlequín –tiene otros “arlequines”- y crea esa obra maestra a base de hacer explícito la diferencia entre dibujar coloreando –la cara del niño- y pintar, aunque sin desdeñar el dibujo, como ocurre con la pintura del traje. Picasso no sólo era un genio pintando sino también pensando, porque lo primero es imposible sin lo segundo. La obra de Picasso es, además del gozo estético, toda una meditación implícita sobre el hecho pictórico y, en general, artístico. Por contra, Ortega y Gasset –un gran intelectual a pesar de lo dicho- demuestra la incapacidad del “estetismo” germano de salir de la trivialidad.


(1) En un primer momento tuve la tentación de relatar cómo llegó Picasso a pintar el cuadro, su historia, su microhistoria, pero lo he desechado porque eso lo puede buscar el lector con los medios actuales. No quiero entorpecer estas reflexiones con lo anterior, pero lo recomiendo porque nada es gratuito, ni siquiera los genios pueden eludir las circunstancias de su vida y de sus obras.
(2) No es casualidad que tenga que esperar al Romanticismo, que es un intento de superar los efectos sobre el arte y la literatura del protestantismo y sus variantes calvinistas y anglicanas.
(3) Yo no considero una obra maestra el Fausto. Es más, la considero una tragedia fallida, pero eso no tiene lugar aquí.

Reflexiones sobre el Arlequín de Picasso