martes. 30.04.2024

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El valor de un acto reside más en el esfuerzo para llevarlo a cabo que en el resultado
(Albert Einstein)


Escuchando las intervenciones de Fernando Aguiar y Concha Roldán en un coloquio propiciado por GEA, el Grupo de Éticas Aplicadas del IFS-CSIC, he dado en pensar que quizá fuese útil realizar una tipología del esfuerzo. El trato dispensado al mismo va por barrios y se ha tenido en una u otra consideración según la época, porque como todo está en función de nuestras ideas y creencias. Con arreglo a unos usos y costumbres el esfuerzo tiene un incalculable valor intrínseco y sería un bien en sí mismo. Pero desde la misma perspectiva también puede ser considerado como un castigo, ganado a pulso por querer comer la fruta del árbol de la sabiduría o del bien y del mal, ese pecado original que nos habría expulsado del Paraíso, ese Jardín del Edén donde todo estaba disponible sin tomarse ninguna molestia para conseguirlo. Curiosa recompensa para la curiosidad, como si no fuera esta el motor de la investigación científica y de los descubrimientos en general. Se diría un castigo por pretender aplicarnos y estudiar lo que no sabemos. 

Lo suyo es combinar la moral del esfuerzo sin renunciar, desde luego, a suscribir la ley del mínimo esfuerzo. Conjugar ambos extremos nos reportará una doble satisfacción

Nos encontramos ciertamente con un esfuerzo forzoso propio del esclavismo antiguo y de un mercado laboral tan precarizado que ni siquiera permite subsistir. Habría también un esfuerzo simulado para guardar las apariencias y salvar el expediente. Sería este un esfuerzo paradójico, puesto que por definición buscaría rehuir el esforzarse de veras, exhibiendo un esfuerzo de pacotilla. El esfuerzo incentivado sería uno mercenario, que se deja contratar por el mejor postor. Tendríamos asimismo un esfuerzo cooperativo, el cual a su vez podría dar lugar a un esfuerzo perverso, pero también a un esfuerzo sublime al comprometerse con una causa noble. La catalogación del esfuerzo sería por tanto muy prolija y contendría subdivisiones que irían ramificándose con arreglos a las circunstancias e intenciones.

Aunque no se cotice ahora mismo demasiado y en otros momentos haya contado con un mayor aprecio, existe toda una Moral del Esfuerzo, de un esfuerzo esforzado, valga la redundancia. Todavía habría un grado más allá, representado por el sobresfuerzo, es decir, por todo cuando exceda el deber o las obligaciones que se tengan. Este ámbito de lo supererogatorio contaría en sus antípodas con la Ley del Mínimo Esfuerzo. El culto a esta última por parte de los gorrones aprovechateguis desprecia con altanería cualquier esfuerzo adicional, que considera cosa de panolis, del perdedor social que no sabe por donde se anda o con quien se la juega. En principio la pereza no tiene nada de malo y el negocio es conforme a su etimología latina (nec-otium) la negación del ocio, entendido como el estado natural del que partimos y al que propendemos. La hegemónica mentalidad ultra-neoliberal no concibe un tiempo que no sea productivo, sobre todo para los demás, a la par que sus profetas anhelan optimizar su beneficio sin pegar palo al agua y con el menor esfuerzo posible.

Lo suyo es combinar la moral del esfuerzo sin renunciar, desde luego, a suscribir la ley del mínimo esfuerzo. Conjugar ambos extremos nos reportará una doble satisfacción, al permitirnos tomar unos merecidos respiros tras regocijarnos con las obligaciones cumplidas. Esto nos haría cultivar un esfuerzo comedido que aprecia el esforzarse cuando ello merece la pena y el dejar de hacerlo al no compensar. Tomarse las cosas con mayor calma y rehuir los ritmos trepidantes del presente son cosas que requieren un esfuerzo, pero en este caso se ve recompensado con la tranquilidad y el poder dedicarse a las cosas importantes reclasificando lo que pretende ser urgente. Los cantos de sirena del éxito nos hacen abandonar demasiados encantos vitales.

¿Son compatibles una 'moral del esfuerzo' y la 'ley del mínimo esfuerzo'?