sábado. 27.04.2024
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Hace poco la Asociación Española de Ética y Filosofía Política (AEEFP) organizó una jornada sobre las evaluaciones académicas. José María Rosales desgranó los criterios de las acreditaciones. Con cuatro casos tipo que cumplieran los itinerarios previstos, hizo ver las edades medias en que cabe consolidar una situación laboral y las cifras resultantes amedrentaban. Esa estadística mantendría el envejecimiento de las plantillas y resultaba disuasoria. Mucha gente deja de aspirar a hacerse titular o catedrático para poder conciliar su trabajo con la vida personal. Dirigir proyectos ha dejado de ser atractivo por la enorme carga burocrática que conlleva. Es preferible dedicarse a dar las clases y publicar algo cuando buenamente se pueda sin la presión absurda de alimentar aplicaciones para promocionarse o mejorar un poco el salario.

Hay quien triunfa guardando las apariencias y está quien trabaja por el gusto de compartir sus hallazgos. Por exigencias del guion burocrático imperan los currículos de diseño, que se ajustan a los baremos establecidos como si fuesen un malhadado lecho de Procrusto. Pero el sistema suele marginar ciertas vocaciones docentes e investigadoras. Mi mejor profesor en las aulas de la Complutense fue Antonio Pérez Quintana, que ni siquiera logró consolidar su vinculación laboral en esa universidad. Se jubiló como profesor titular en La Laguna con solo un par de sexenios en su haber, siendo así que había dirigido innumerables tesis por ejemplo. Pero esto no contaba y su dedicación a la enseñanza tampoco. El entusiasta reconocimiento de sus alumnos en uno y otro campus universitario no se compadeció para nada con unos datos administrativos que no le hicieron justicia. Sigue muy activo y comprometido con sus ochenta recién cumplidos.

Resulta llamativo que quienes integran las comisiones no hubieran podido satisfacer en su momento los altos estándares exigidos y es obvio que no cabe aplicar los baremos automáticamente, sin hacerse idea de una perspectiva general que complemente su aplicación estricta. Tampoco resultan comprensibles los agravios comparativos, como el hecho de que Filosofía Moral cuente con filtros más exigentes por estar en Ciencias Sociales y no con sus colegas de Filosofía. Es obvio que debería cambiarse su marco de referencia o al menos darle una doble cabida.

A un buen amigo de la UNED el gremio le cree catedrático, por la sencilla razón de que así lo avalan sus méritos. Pero el sistema ve las cosas de otro modo. Una gestoría especializada en estas lides (sic) estudió su currículum y le desaconsejó acreditarse por no satisfacer cabalmente los criterios, indicándole lo que los dedazos administrativos podrían echar de menos. También tuvo que recurrir un par de sexenios en sendas ocasiones, porque tampoco se reconocía su labor como traductor especializado y artífice de muchas ediciones críticas. Felizmente se han enmendado este tipo de cosas y ahora un quehacer como el suyo no se vería maltratado, pero su caso como tantos otros constituyen  un aviso para navegantes. Las normas deben ajustarse a la realidad y no al revés. Estridencias como esta nos deben alertar de que algo no funcionaba correctamente.

La convocatoria de sexenios ha introducido muchos cambios que lógicamente resultarán polémicos pese a las consultas realizadas y la transparencia derrochada

La convocatoria de sexenios ha introducido muchos cambios que lógicamente resultarán polémicos pese a las consultas realizadas y la transparencia derrochada, porque las inercias nunca dejan de tener su propio peso. Las contribuciones que respondan al modelo precedente pueden seguir presentándose, pero el abanico se abre a muchas otras posibilidades. Las metodologías han evolucionado y los canales de comunicación se han diversificado. El imperativo de ser útil a la sociedad es fundamental para las instituciones públicas y la ciencia en abierto supone todo un desafío desde muchos puntos de vista. También hay que contar con el uso de una nueva herramienta tan disruptiva como la Inteligencia Artificial. Habrá modo de seguir su rastro, pero lo suyo es reconocer su contribución al resultado, tal como se cita o consigna cualquier otra fuente.

Hace tres décadas había que buscar criterios más o menos objetivos que paliaran el poder de quienes oficiaban como auténticos mandarines en sus feudos. Pero tras esa búsqueda incurrimos en el riesgo de cambiar una tiranía por otra y sustituir los caprichos del mandamás por la mecánica de los algoritmos. El medio de discusión pasó a ser lo más importante y tener un valor propio en la cotización de las publicaciones científicas. Baremos que tenían sentido en ciertos campos fueron transferidos a otros, como el de las humanidades, donde ciertas pautas chirriaban. Adaptarse a ellas ha condicionado el trabajo de las nuevas generaciones, ahormando sus intereses y su forma de investigar. Los libros tenían menos relevancia que artículos bien posicionados y había muchos quehaceres que sencillamente quedaban fuera del radar.

Este contexto dio en afectar mucho a las revistas académicas, que por otra parte proliferaron gracias a las nuevas tecnologías. Lo que contaba no era tanto publicar como conseguir el oportuno certificado de ir a hacerlo. Trabajos escasamente maduros probaban suerte, como si se tratara de una lotería y a veces tenían fortuna. La picaresca obtenía sus recompensas. Hubo quien llegó a publicar decenas de artículos en revistas con cierta solvencia, porque no se detectaba que solo eran meras traducciones de libros publicados en otros idiomas. Escandaloso, per cierto. La evaluación por par ciego necesita remunerar a quienes deben hacerlas, porque hace falta dedicar tiempo a una cuestión tan capital como la de informar debidamente un artículo. Antes los informes eran más detallados, pero ahora se han vuelto más lacónicos debido a los mensajes automatizados del OJS y las celdillas a rellenar. Habrá que ir mejorando el sistema con el asesoramiento de quienes tengan una experiencia previa y hayan conocido la evolución de los procesos.

Las editoriales públicas deben ponerse al servicio de quienes editan revistas científico-académicas y no pretender tutelarles para cumplir con unas u otras normativas que solo sirven para mejorar su propio medallero

Bombear dinero público para que puedan publicarse resultados en medios con una repercusión deseable, puede ser una solución de compromiso ahora mismo, pero el reto a medio plazo es potenciar las publicaciones públicas, dotándolos de los recursos adecuados para competir sin complejos con la iniciativa privada. Las editoriales públicas deben ponerse al servicio de quienes editan revistas científico-académicas y no pretender tutelarles para cumplir con unas u otras normativas que solo sirven para mejorar su propio medallero. Se trata de servir a las instituciones y no servirse de las mismas en provecho propio. Su función poco tiene que ver con desconfiar de quienes hacen un trabajo voluntario, tomando decisiones basadas en el argumento de autoridad sin valorar aspectos funcionales. La rendición de cuentas debe comenzar por uno mismo y ser tanto más exigentes cuanto mayor sea la cuota de responsabilidad comprometida. Sería interesante propiciar un debate sobre responsabilidad y ética públicas en esta materia.

Por último quería compartir un sentido elogio hacia la figura de Pilar Paneque, por un talante que cultiva el diálogo y sabe tomar nota de las observaciones bien argumentaras, al entender que se trata de una labor colectiva y es imprescindible integrar el mayor número de perspectivas que sean composibles. Pocas veces los cargos resultan accesibles para los destinatarios de sus decisiones y nos encontramos ante una excepción que confirma la regla. Su entusiasmo es contagioso y hace falta mucha gente así para introducir las reformas oportunas en un sistema cuyos logros hay que retener sin sacralizarlos.

Como se ha demostrado, el modo en que decidamos evaluar las trayectorias y promover a quienes han elegido una profesión con muchos obstáculos en el camino, es fundamental para condicionar positiva o negativamente las maneras de investigar. Este quehacer, por su propia naturaleza, necesita desplegarse con mayor espontaneidad y ser valorado sin ajustarse a unos corsés asfixiantes. La piedra filosofal en este caso es el buen discernimiento de aquellos a quienes competa juzgar lo que quiera que sea. Salvo que tengamos una fe ciega en la presunta infalibilidad y falta de prejuicios que solemos atribuir a la IA.

De sexenios y acreditaciones. ¿Cómo se calibra el potencial académico en docencia e...