martes. 30.04.2024
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Capilla funeraria de Kant en Kaliningrado.

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Hace justo ahora trescientos años nació Immanuel Kant en la ciudad portuaria de Königsberg. Entonces era parte de la Prusia Oriental y ahora pertenece a Rusia desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial. Pese a que no se haya podido conmemorar este tricentenario kantiano en su localidad natal y no falten quienes consideran al célebre pensador alemán un traidor a la patria rusa, quizá por no haber sabido anticipar cómo se moverían las fronteras tras un conflicto bélico, lo cierto es que sigue siendo una referencia crucial para la historia de las ideas. Los planteamientos kantianos han dado lugar a una de las tradiciones académicas más nutridas y las publicaciones en torno a su pensamiento que aparecen todos los años es totalmente inabarcable. Cuesta imaginar una Ilustración sin una de sus figuras más emblemáticas.

Kant supo captar los entresijos de la modernidad, tal como señalaba Ortega hace un siglo en la Revista de Occidente. La filosofía kantiana tiene presente a Platón, Epicuro y el estoicismo, pero sabe recoger lo sustantivo de autores tan fundamentales como Spinoza, Newton, Hume, Adam Smith, Rousseau y Diderot. Traduce a su propia terminología las claves de todos ellos. A Spinoza le considera su héroe moral, poniéndolo como paradigma del ateo virtuoso que obra moralmente sin perseguir nada con ello y a pesar de los pesares. Newton le hace ver la naturaleza como un libro escrito con caracteres matemáticos, un ámbito donde impera el mecanicismo de la causalidad eficiente. De Hume toma su escepticismo metodológico y el partir de la experiencia para elaborar cualquier conocimiento. La mano invisible de Adam Smith se transmuta en una insociable sociabilidad. Rousseau le hace reparar en la radical importancia de lo político y del principio de autonomía en lo tocante a las leyes. Con Diderot comparte algo tan decisivo como emancipar a la ética de cualquier tutela teológica o religiosa.

Kant supo legarnos hermosas páginas con pasajes mil veces citados por su elocuencia

Para familiarizarse con Kant conviene leer sus textos más accesibles, los artículos publicados en la revista mensual de Berlín, como ¿Qué es la Ilustración?, la Fundamentación para una metafísica de las costumbres o el irónico ensayo titulado Hacia la paz perpetua. Ni siquiera él debió leer nunca sus tres Críticas de un tirón. Es preferible no darse un atracón semejante. La Crítica del discernimiento está compuesta por parágrafos y admite picotear aquí o allá. Solía escribir fragmentos cuyo contenido trasladaba luego a sus textos y que se conocen como Reflexiones. Aun cuando sacrifica el uso de las metáforas y el estilo literario en aras del rigor intelectual, es indudable que supo legarnos hermosas páginas con pasajes mil veces citados por su elocuencia.

Dos cosas nos admiran como ninguna otra, el cielo estrellado sobre nosotros y la ley moral dentro de nuestro fuero interno, donde hallamos una divinidad propia que nos confiere una infinitud inmanente, por utilizar la expresión de Cassirer. Dios es una mera idea de nuestra capacidad ético práctica y auto-legisladora, que tiene a la propia conciencia como juez supremo de los criterios morales. Nada hay más apreciable dentro del mundo, ni fuera del mismo, que una voluntad buena de suyo, cuyo valor es absolutamente superior al de los talentos y los dones de la fortuna. Nuestro carácter ético, nuestro talante para decirlo con Aranguren, es lo que nos hace ser personas y no meras cosas a las que se pueda poner un precio para comerciar con ellas. Esto significa fundamentalmente responder de nuestros actos y no delegar nuestra responsabilidad bajo ningún concepto, descargándola en unas circunstancias adversas o una cadena de mando. De ahí el imperativo de la disidencia formulado por Javier Muguerza, para enfatizar la prioridad que tiene no instrumentalizar a los demás o a nosotros mismos.

Contra lo que suele creerse, a Kant le preocupaba mucho el tema de la felicidad, que define como una plena e intensa satisfacción de las necesidades durante un plazo maximizado, en su primera Crítica, o como que todo te vaya según tu deseo y voluntad en la segunda. Pero el problema es que al seguir nuestras inclinaciones tendemos a pretender lo mismo y esto resulta frustrante porque nos impide conseguir nuestros objetivos eudemonistas. Nuestro programa inicial de serie son unos instintos diseñados para preservar nuestra supervivencia, pero al ser humano le corresponde intervenir en esa programación para generar pautas que propicien la convivencia cuando formamos parte de una sociedad. En esto consiste la ética. Una moral cuyo nombre no sea tomado en vano, a modo de barniz que recubra nuestro pragmatismo e incluso justifique los ardides de un despiadado egoísmo que busca imponerse a cualquier precio.

La ética conlleva cambiar de modelo, aunque más bien se trata de complementarlo. Nunca vamos a dejar de contemplar las demandas de nuestras necesidades, pero siempre podemos no darles un carácter absolutamente prioritario, al primar otro propósito que tenga en cuenta nuestra condición social, en orden a evitar que una libertad irrestricta por nuestra parte perjudique a sus homologas libertades ajenas. Al quedar protegidos por los mismos derechos civiles, la libertad sin reglas del estadio pre-social debe adaptarse a unas pautas que por otro lado suscribimos o promulgamos nosotros mismos, en quienes recae una soberanía política de corte republicano, al margen del tipo de gobierno que la gestione. 

A fin de cuentas, lo que Kant sugiere se puede resumir en unas pocas líneas. No debemos plegarnos a ningún mandamiento que consideremos desatinado e injusto, porque nuestra conciencia es dentro del ámbito ético un Tribunal Supremo que no admite apelaciones a una instancia presuntamente superior. Como advierte Ahrendt, Adolf Eichmann miente al aseverar que se limitó a cumplir con el imperativo categórico kantiano cuando gestionó la logística del Holocausto. Si no queremos dejar de ser personas autónomas y responsables, jamás nos dejaremos tutelar de modo paternalista por cómodo que resulte semejante servidumbre voluntaria. Nos corresponde someterlo todo a una severa crítica juzgándolo provisionalmente desde nuestra propia perspectiva sin dejarnos cegar por los prejuicios u obnubilar por las aseveraciones dogmáticas. 

En definitiva tenemos que atrevernos a pensar por nosotros mismos y a eso es a lo que Kant llama Ilustración, a no dejarnos engatusar por los aprendices de brujo y esos cantos de sirena que presentan soluciones mágicas para todos nuestros problemas. La historia nos ha mostrado suficientemente a dónde nos conducen tales taumaturgos. Cuando vuelven a predominar las tinieblas que pueden precipitarnos hacia un abismo plagado de conflictos bélicos y cruzadas de todo tipo que demonizan a quienes no integran uno u otro clan, conviene recordar las ideas de Kant, quien sigue muy vivo entre nosotros y cuyas enseñanzas conviene reciclar constantemente criticándolas con toda dureza, como él mismo nos aconsejaría sin lugar a dudas. 

¿Sigue Kant entre nosotros?