sábado. 27.04.2024
desigualdad

La extrema desigualdad restringe las libertades de una inmensa mayoría. Irene Vallejo lo resume magistralmente con su amonestación para evitar el exceso de miseria y la miseria del exceso. En todas las épocas y lugares han proliferado ambas cosas. Cíclicamente revoluciones como la francesa o la norteamericana intentan resetear el modelo social para meter en vereda los desatinos más insoportables. Con todo los déspotas y oligarcas de antaño reaparecen bajo nuevas etiquetas adaptándose a los tiempos, regenerando la perversa dialéctica entre opresores y sojuzgados o del amo y el esclavo por utilizar la expresión clásica.

El solemne respeto formal que se profesa universalmente hacia los derechos humanos y sus impecables declaraciones no se traduce luego en hechos ni aplicaciones concretas, como si solo sirvieran para calmar nuestras conciencias. Como de costumbre las grandes crisis económico-sociopolíticas del presente siglo se han cebado con los colectivos más desfavorecidos. Es llamativo que quienes gestionaban las finanzas globales continúen teniendo cargos de una enorme responsabilidad, pese a que no supieron aliviar los estragos del trágico efecto dominó generado por el fiasco de los insolventes préstamos inmobiliarios estadounidenses.

Los beneficios bursátiles crecieron gracias a maquillajes contables y balances inflados. Al estallar esa estafa consensuada por los grandes inversionistas saludos en ocasiones con gobiernos corruptos, tras haberse repartido el pastel entre unos pocos, la ciudadanía de a pie tuvo que pagar esos desmanes. Para colmo, se les decía que habían vivido por encima de sus posibilidades, después de haberles animado a endeudarse hasta las pestañas. Grecia intentó salirse de la zona euro, para no seguir arruinándose con el pago de unos desorbitados intereses del préstamo que aumentaba su deuda. Muchos otros países tuvieron que desmantelar sus prestaciones de carácter social, porque la prioridad era preservar el sistema financiero.

Las fusiones bancarias y la nacionalización de las pérdidas, que no de los beneficios, lograron sanear a las corporaciones que habían originado el problema y siguieron repartiendo entres sus accionistas unos beneficios astronómicos que no caían precisamente del cielo, sino que provenían en buena medida del dinero aportado por las arcas públicas. Cuando sube la bolsa ganan unos cuantos, pero al desplomarse pierden los que no participan en esas maniobras especuladoras. Ni siquiera se logra imponer que aporten al erario público una cantidad mínima de sus pingües y obscenos beneficios. Esto es una anatema que va contra las leyes del mercado.

Desde la política y sus instituciones no se sabe reaccionar ante tanta codicia, frustrándose rápidamente cualquier intento en esa dirección. Como bien apunta Vallejo, se requiere un cambio de mentalidad y ciertas dosis de un epicureísmo genuino podrían contribuir a ello. Deberíamos darnos cuenta de que consumir sin medida y esquilmar los recursos o competir en lugar de cooperar es algo insostenible que por añadidura nos hace infelices. Ayudarnos mutuamente resulta mucho más funcional y sus réditos a largo plazo no tienen parangón. Porque los humanos no venimos al mundo para ser tratados instrumentalmente como maquinarias productivas por nuestros congéneres con menos escrúpulos. La vida es una fuente de gozo y esos goces tranquilos no deben obtenerse a cuenta de los demás porque se multiplican al verse compartidos.

Las miserias de los excesos. Glosas a Irene Vallejo