sábado. 27.04.2024
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Foto: Flickr Mike Boening Photography (CC-BY-NC-ND-2.0)

Si hay una cosa clara para cualquiera, profesional o no, que quiera acercarse al conocimiento del pasado, del proceso histórico, de nuestro devenir en el tiempo, es que los hechos acaecidos en un periodo dado hay que considerarlos en su contexto, careciendo de valor historiográfico los estudios basados en comparaciones con la situación actual o con la de un hipotético mundo ideal. Podemos despreciar el feudalismo porque estimemos que unos cuantos señores, por la ley de la fuerza, sometían a la inmensa mayoría a vasallaje, lo que les permitía ser dueños de sus vidas y haciendas, pero esta opinión real y terrible sobre aquel tiempo aporta poco al conocimiento de lo que ocurrió entonces ni a comprender como vivían quienes desarrollaron sus vidas durante aquel periodo. Bien es verdad que tenemos derecho a mirar hacia atrás y opinar sobre cualquier cosa que nos parezca a partir de información contrastada y veraz, a asombrarnos por las barbaridades que hacían los hombres de Atapuerca para subsistir o de las heroicidades de ciertos personajes históricos que destacaron por su capacidad de mando y, sobre todo, por su manifiesta crueldad, rasgo este que suele acompañar a muchos héroes con estatua y reconocimiento nobiliario oficial. Sin embargo, la crueldad y el despotismo sólo se depuran con el tiempo a través de la evolución y de la revolución.

Son muchos los pensadores que se preguntaron por la condición humana, por los derechos intrínsecos a esa condición -¡qué otra cosa sino esa es la Filosofía!-, pero hasta la llegada de la Ilustración y de la Revolución Francesa no se elabora un corpus en el que queden reflejados los derechos del hombre y la obligación del Estado de garantizarlos. Es a partir de ahí, aunque la cristalización del programa revolucionario francés no comenzaría a ser real hasta el advenimiento de la Tercera República, que podemos hablar de un antes y un después. Las revoluciones no suelen triunfar en el momento de su eclosión aunque duren varios años, suelen ser un revulsivo a periodos evolutivos estancados, un aviso para que se modifiquen drásticamente unas relaciones de poder anquilosadas e inservibles para la mayoría. Después de la Revolución Francesa hubo varios monarcas, pero ya nunca regresó el absolutismo tal como era entendido con anterioridad, hasta tal extremo que cuando la Santa Alianza decidió enviar a los “Cien mil hijos de San Luis” para acabar con el régimen liberal español, las autoridades francesas reclamaron una y otra vez al monarca español que no volviese a las andadas, que liberalizase la monarquía, que fuese consciente de que el mundo había cambiado. Como es natural el rey felón no hizo el menor caso.

Prostituir la Historia, manejarla según conveniencia, recurrir a los mitos y leyendas del pasado para tapar los desafueros del presente sólo contribuye a crear frustración, desasosiego, atraso y embrutecimiento

Viene todo esto a colación de la manipulación historiográfica a que estamos asistiendo estos días con motivo de la conmemoración del Descubrimiento de América por la Corona Española. Por un lado, los reaccionarios y neofascistas enamorados de un pasado que no han estudiado mínimamente, encandilados por aquellos años supuestamente gloriosos en los que la mayoría de los españoles continuaron pasando hambre y miseria según tradición milenaria mientras veían pasar el oro y la plata de América rumbo a Europa para propiciar el nacimiento del modo de producción capitalista; unos años en los que las coronas unificadas bajo los Reyes Católicos terminaron de conquistar los territorios peninsulares e insulares, arrebatándoselos a los árabes que vivían en ellos desde el siglo VIII. No existían entonces españoles con esa nacionalidad, porque no existía el concepto nación, pero es indudable que si extrapolamos indebidamente el término nadie podría dudar que los musulmanes que durante tantos siglos vivieron aquí eran tan españoles como Fernando III el Santo o Jaume I el Conqueridor. Por otro lado, está la corriente indigenista normalmente excitada por oportunistas y demagogos que creen a pies juntillas e interesadamente todas las barbaridades contadas por la leyenda negra urdida por Inglaterra, quizá el país más salvaje de cuantos han tenido imperio colonial. Quienes apoyan y defienden que la conquista española de América fue un genocidio están aplicando calificaciones del siglo XX a hechos acaecidos en tiempos en los que la palabra derecho sólo existía para los poderosos, tanto en las colonias como en el interior de la metrópoli, donde cualquiera podía ser asesinado o “ajusticiado” por sus creencias religiosas, su opinión política, su desobediencia o sus prácticas sexuales. ¿Cometieron genocidio Ramses II, Ciro el Grande, Anibal, Julio César, Atila o Gengis Kan? Ni en España ni en las Indias Occidentales existía el Derecho, comenzaba a pensarse, a atisbarse a intuirse y dio sus frutos, gracias a las protestas de los humanistas, en noviembre de 1542 en las conocidas como Leyes Nuevas de Indias, en la que se prohibían las encomiendas, la esclavización y el maltrato a los indios. No fue una panacea, pero sí la primera vez en la historia en la que se establecía un código de derechos para los nativos.


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Los Reyes Católicos crearon el primer Estado Moderno. Desde luego era una monarquía absoluta que pretendía centralizar todo el poder a través de su policía: La Inquisición católica. Ese Estado incipiente fue un avance significativo respecto a las monarquía feudales que lo antecedieron porque controlaron el poder diseminado y arbitrario de la nobleza, intentaron implantar leyes de obligado cumplimiento para todos y establecieron tribunales en los que dirimir los pleitos. No era la perfección, pero si un avance respecto a lo que había. La fase expansiva de la monarquía de Isabel y Fernando se trasladó a América, al Índico y a buena parte de Europa en los años siguientes, condicionando el futuro del reino y de sus habitantes de forma inexorable, dado que el entronque con los Habsburgo involucró a España en conflictos costosísimos que, pese a la llegada del oro americano, sólo sirvieron para construir iglesias y enriquecer a los comerciantes europeos. En 1492 España no era el país más poderoso de Europa, pero sí el único que había logrado crear algo parecido a un Estado, lo que propició que fuesen Isabel y Fernando quienes financiasen los increíbles y temerarios viajes a las Indias, después transformados en conquista de territorios con abundantes víctimas como siempre que chocan civilizaciones de desarrollo desigual. No hubo jamás un plan de exterminio como el que puso en práctica Inglaterra -posteriormente los colonos, tras la independencia- en las colonias del Norte de América, tampoco nada parecido a lo que el rey belga Leopoldo hizo en el Congo. De hecho, la población indígena sigue siendo mayoritaria en casi todas las naciones que pertenecieron a España, no así en las que ocupó Inglaterra, donde la población nativa es residual.

Podemos y debemos juzgar aquel periodo histórico con espíritu crítico, tenemos que avanzar en el conocimiento de lo que pasó porque todos los pueblos tienen el derecho y el deber de conocer su historia. España es un país con un pasado extremadamente complejo y rico, tanto por las civilizaciones que la ocuparon como por su papel en la construcción de Europa y en la conformación del nuevo mundo que apareció completo a finales del siglo XV. Lo que no pueden hacer ni españoles ni americanos es prostituir la Historia para justificar sus carencias actuales. España sigue sin dar sepultura digna a los miles de españoles que yacen en cunetas y tapias de cementerio, mantiene a una oligarquía económica y política heredera del franquismo y contempla como cada día son más los que ingresan en las filas de la exclusión; los países latinoamericanos no se han desprendido de la apisonadora yanqui ni de la hedionda plutocracia que gobierna desde la independencia contra el interés general de países que están entre los más ricos del mundo en materias primas. Prostituir la Historia, manejarla según conveniencia, recurrir a los mitos y leyendas del pasado para tapar los desafueros del presente sólo contribuye a crear frustración, desasosiego, atraso y embrutecimiento.


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La historia prostituida