domingo. 28.04.2024
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La Comedia Urbana y El Cuento de la Felicidad doméstica constituyen grandes éxitos del Teatro de la Realidad Virtual en el que se han instalado las sociedades occidentales, y al lado del cual el Teatro integral de Oklahoma de la América de Kafka parece cosa de nada.

Haciendo abstracción de la complejidad de los procesos ligados al fenómeno de la urbanización, se nos invita a asistir a la representación, en sesión continua, de Alicia en la Ciudad de las Maravillas. Las luces, colores y ruidos, el brillo de los escaparates, el ajetreo del tráfico y la proliferación de espacios de ocio prometen una existencia ligera y despreocupada, una sucesión de placeres sin fin. Entre el espectáculo del consumo y el consumo del espectáculo, la felicidad parece al alcance de la mano. Exactamente, lo parece; pues no solo nada es gratis y cada gramo de bienestar ha de ser pagado con sudor, sino que los premios ofrecidos quedan lejos de las posibilidades de la mayoría. Las ciudades, en especial las metrópolis, son mostradas como territorios de amalgama indiscriminada donde todas las opciones están abiertas, todos los individuos valen lo mismo y cualquiera puede conseguir sus fines. Son el escenario ideal para que se exhiban, una y otra vez, las farsas producidas por el Gran Circo Mágico de la Sociedad sin clases.

Observando más detenidamente la realidad urbana, es fácil constatar que de crisol de personas, igualdad de oportunidades y plenitud vital, nada en absoluto

Observando más detenidamente la realidad urbana, es fácil constatar que de crisol de personas, igualdad de oportunidades y plenitud vital, nada en absoluto. Mudan de piel con frecuencia, pero su estructura permanece inalterable. Las áreas administrativas y financieras, comerciales y de ocio, caras y escasamente pobladas, siguen ocupando lugares privilegiados. Alrededor se sitúan las zonas residenciales, cada una con sus características sociales, económicas y en muchos casos étnicas. Las poblaciones no se mezclan, raramente coinciden en algún espacio público de la ciudad. Sus vidas son compartimentos estancos, sin comunicación entre ellos, ni expectativas de que la haya. No es que el Barrio de Salamanca y Vallecas sean dos ciudades, es que son dos mundos. Para los habitantes de los distritos ricos, las familias desahuciadas o que no llegan a fin de mes son seres tan exóticos como los cazadores de cabezas de las junglas de Borneo.

Esto es así desde la constitución moderna de las urbes, en la época del desarrollo acelerado del capitalismo. Las metrópolis crecieron enormemente en poco tiempo, desbordando sus murallas históricas. En esos nuevos entornos se pusieron en práctica los primeros intentos de planificación, como el de Cerdá en Barcelona o el de Haussmann en París. Todos usan la misma metodología y persiguen fines similares. Responden a los intereses de la burguesía acomodada, sin reparar en las catástrofes humanas que puedan conllevar. Calles de trazado regular flanqueadas por hileras de viviendas amplias y confortables facilitan la movilidad de personas y mercancías.

Las clases trabajadoras se ven expulsadas a zonas periféricas, cercanas a las fábricas y altamente insalubres, o bien a barrios abandonados, viejos y degradados

Las clases trabajadoras se ven expulsadas a zonas periféricas, cercanas a las fábricas y altamente insalubres, o bien a barrios abandonados, viejos y degradados. Como la desdichada Gervaise, desde la ventana pueden contemplar «unos cuantos carniceros con los mandiles salpicados de sangre, […], un olor hediondo a reses degolladas […] la blanca masa […] del hospital de Lariboisière […] los muros del fielato, tras los cuales oía a veces por la noche los gritos de gente asesinada» (Zola: La taberna). Al igual que ella, generaciones de pobres se sintieron horrorizadas cuando se dieron cuenta de que era «como si su vida, de ahora en adelante, fuese a transcurrir entre esos dos límites, entre un matadero y un hospital».

El plan de remodelación de París de 1853 a 1870 tenía por objetivo fundamental el control social, político y militar de la ciudad. Sus patrocinadores y padrinos, Napoleón III y Haussmann, «conscientemente trataron de privilegiar el movimiento de los individuos para reprimir el de las masas urbanas» (Sennet: Carne y piedra). Los anchos bulevares dirigidos hacia el exterior y la circulación de vehículos separaban y fragmentaban los barrios populares, aislándolos aún más. «Divide y vencerás». Además de su finalidad de acallar las protestas de los condenados de la tierra, el proyecto supone un punto de inflexión en la priorización del tráfico y la velocidad. La idea de la calle como lugar de reunión, relación y vida social va a ser sustituida por la de espacio de paso.

Otra gran lección para el urbanismo posterior fue la insistencia en la uniformidad de las fachadas. Comenzaba el glorioso reinado de la Apariencia en la sociedad hegemonizada por el Capital. La ocupación por la burguesía del centro de las ciudades, de sus partes nobles, creó en todas las metrópolis una serie de ghettos, algunos de los cuales han pervivido hasta nuestros días. El Marais parisino, el Kreuzberg berlinés, el neoyorquino Bronx o el Raval de Barcelona ofrecen buenas muestras de ello a lo largo de su dura historia. Paralelamente, en las periferias crecían como hongos los arrabales de la miseria, las chabolas, los bidonvilles, los poblados olvidados de los desgraciados. Toda esta mugre y desolación se mantenía convenientemente alejada de la vista de las gentes de bien, que de tanto ignorar la realidad, ya no eran siquiera capaces de imaginarla. «–¿Son ésas las chabolas? –preguntó Don Pedro, señalando unas menguadas edificaciones pintadas de cal, con uno o dos orificios negros, de los que por uno salía una tenue columna de humo grisáceo y el otro estaba tapado con una arpillera […] a cuya entrada una mujer vieja estaba sentada en una silla baja. –¿Ésas? –contestó Amador. No; ésas son casas» (Martín Santos: Tiempo de Silencio).

En la época del auge de las clases medias, el prurito de habitar en el campo, aunque se trabajara y consumiera en la ciudad, se extendió imparablemente

Un tiempo hubo en que las clases llegadas a cierto acomodo soñaban con abandonar la ciudad en busca del aire libre y sano de la campiña. Para la alta burguesía, el hábito de disponer de una gran casa campestre y uno o varios apartamentos urbanos venía de antaño. Una cosa era la vida cotidiana, y otra los negocios. En la época del auge de las clases medias, el prurito de habitar en el campo, aunque se trabajara y consumiera en la ciudad, se extendió imparablemente. «Es el individuo que gana de cuatro a diez mil dólares anuales, el individuo que puede comprar a su familia un automóvil y una casita en las afueras de la ciudad, el que hace girar las ruedas del progreso» (Lewis: Babbitt). Esta fiebre por la vida fuera de las grandes urbes dependía de que «ningún hombre decente, nadie que ame a su mujer y sus hijos, nadie que admire la Naturaleza, nadie que conozca el placer de estrechar la mano de su vecino, quisiera vivir en ellas [Nueva York, Chicago y Filadelfia]».

La novela, fina sátira de la middleclass norteamericana, es de 1922. En Europa, el apogeo coincidió con los treinta gloriosos, el periodo comprendido entre 1945 y 1975. Una coyuntura demográfica muy favorable, la urgencia de reconstruir un continente y unos capitales que habían salido intactos de las dos guerras mundiales propiciaron el nacimiento y expansión de amplias capas intermedias. Había empleo en abundancia, de suerte que buena parte de la población nacional podía acceder con facilidad a puestos y salarios altos. Las tareas subalternas y penosas indispensables para el correcto funcionamiento de la sociedad eran asumidas por inmigrantes que difícilmente compartían los frutos de la expansión. El control de los mercados interiores y extranjeros, el práctico monopolio de la producción de bienes y servicios, la disponibilidad de materias primas y energía de modo casi gratuito por el dominio colonial y neocolonial, completaban tan idílico cuadro.

En unos cuantos países occidentales, el panorama social parecía haberse modificado decisivamente. Los pobres, los miserables que siempre habían acompañado el desarrollo del capitalismo, se habían esfumado. En realidad, seguían ahí, muchos con otros tonos de piel y distintas creencias, archivados y ocultados en ciertos barrios o en innombrables suburbios. El ideario de las clases medias evolucionó hacia el narcisismo individual y colectivo. En los alrededores de las grandes y medianas urbes, proliferaban hileras de torres de múltiples pisos plantadas en un paisaje desolado. La tristeza que despierta vivir en ellas tiene poco que envidiar a la de Gervaise Coupeau.

La aún catalogada de clase media ve que jamás podrá vivir como lo hicieron sus padres y sus propios hijos empiezan a comprender que ni siquiera accederán al nivel que ellos tienen

Un día el signo de los tiempos comenzó a cambiar. Lo que eran bonitas y recoletas urbanizaciones o viejos pueblos rurales reconvertidos en áreas residenciales pasaron a ser lugares de aparcamiento de gentes. A las ciudades-dormitorio verticales de las clases trabajadoras o inmigradas se unieron las ciudades-dormitorio horizontales de una pequeña burguesía venida a menos. El deterioro de la calidad de vida en las cercanías está íntimamente ligado al fenómeno de la gentrificación, del retorno de sectores acomodados al centro. Tampoco es ajena a ello la dificultad creciente en las comunicaciones. La masificación del tráfico implica que la duración del viaje entre la vivienda y el corazón de la ciudad aumente gradualmente. Esto va en detrimento de la disposición de tiempo libre, uno de los anhelos del ser humano.

La aún catalogada de clase media ve que jamás podrá vivir como lo hicieron sus padres. A su vez, sus propios hijos empiezan a comprender que ni siquiera accederán al nivel que ellos tienen. La verdadera burbuja del funcionamiento del capitalismo, el Gran Carnaval de la Clase Media para todos, va camino de deshincharse definitivamente. El acicate esencial del conformismo, el mito del ascensor social, está a punto de caducar.

El Gran Circo Mágico