viernes. 29.03.2024
mascaras

Antonio Sánchez Nieto | Hubo un tiempo en que las palabras tenían un significado objetivo, propio, independiente del emisor o receptor. Esa lógica desapareció en el lenguaje político. Con el paso del tiempo, una mayor tolerancia, un relativismo que todo lo impregna, la manipulación de la publicidad, el “pensamiento débil”, el “sentido común” vigente… ciertas palabras pierden su significado objetivo para adquirir el que le asigne el parlante.

Hay una que me produce nostalgia: clase.

Sociológicamente utilizada, la palabra clase, nace de la necesidad de clasificar colectivos humanos. Si el criterio diferencial era la posesión de riqueza o poder se solía utilizar la dicotomía clase alta o baja. En el siglo XIX, el siglo del conflicto social, se introdujo en el sentido común la división entre la clase obrera (o trabajadora) y la capitalista.

Todavía a finales de siglo, era frecuente la utilización de los términos clase trabajadora y clase ociosa, sin que este último adjetivo se percibiera como denigrante por los adjetivados. (Por ejemplo, en el año 1899, cuando las grandes universidades privadas americanas dependían de los afamados Robber Barons que no dudaban en arruinar carreras de profesores ingratos, se pudo publicar La teoría de la clase ociosa, uno de los libros que más influenciaron la economía y sociología del siglo XX. Su genial autor, Thorstein Veblen, fue capaz de describir de forma objetiva, sin utilizar palabra condenatoria, los “valores” que motivaban a los capitanes de la industria).

Resumiendo, el concepto clase, fundamentalmente marxista, siempre tuvo un significado objetivo. Ya no.

Otra, que parecería más difícil de manipular por pertenecer al campo de las matemáticas es la media. Básica en estadística, cuando se une a “clase” como calificativo sale del campo de la ciencia para convertirse en una palabra polisémica, recurrente en un político actual por su vaciedad de contenido. Tiene un significado plástico, moldeable a voluntad del sujeto: un significado personalizado.

En un principio el concepto clase media se utilizó en sociología como un lugar donde agrupar aquellos colectivos humanos que, por su lugar en la cadena de producción o su actitud política, era difícil calificarlos de trabajadores o capitalistas. Digamos un agregado donde clasificar los, con los criterios entonces vigentes, inclasificables.

Es esta vaciedad conceptual lo que le dota de utilidad en el lenguaje de la política actual, ambiguo, sin aristas, inclusivo, amable, políticamente correcto, donde la indefinición es virtud. Se define, no por lo que es, sino por lo que no es. Teóricamente agrupa a los que no son ni trabajadores ni capitalistas. No tiene límites medibles: según una afamada política española conservadora, alguien que está en el cuatro por ciento de más altos ingresos pertenece a la clase media.

Al no ser medible ni objetivo, se convierte en algo subjetivo, aspiracional: es de clase media quien aspira a serlo.

Este fenómeno social es algo moderno (posmoderno para ser más preciso). Hasta los ochenta del pasado siglo, la clase trabajadora tenía una cultura propia con valores éticos y estéticos muy diferentes de los de las elites conservadoras. Sus componentes se sentían orgullosos de su identidad, conscientes de su pertenencia objetiva a una clase explotada.

En la década de los ochenta se produjo el gran derrumbe. Antes de que se produjera la desaparición de la URSS, primer experimento fracasado de una sociedad socialista, los neoliberales (1) ya habían logrado que, en la lucha económica, su ideología se convirtiera en “pensamiento único”. Planteaban un individualismo darwiniano (2) frente a una sociedad que no existe. El individuo ocupaba en la escala social el lugar que por su capacidad se merece, tanto en la cúspide como en la base de la escala social. El ascenso social se conseguiría mediante la lucha individual, por lo que valores colectivos, como la solidaridad, carecían de sentido. El nuevo juego iba de ganadores y perdedores.

Por otra parte, la globalización desregulada, la revolución tecnológica, los nuevos modos de organización del trabajo, la desindustrialización de grandes áreas geográficas… fueron cambios objetivos que debilitaron radicalmente el poder de negociación de los trabajadores.

Consecuentemente, los partidos políticos de la izquierda tradicional, conscientes de que su electorado tradicional menguaba, dirigió su atención a otros espacios de lucha como las identitarias de género, étnico, nacional… con una supuesta mayor rentabilidad en las urnas. La lucha económica, que había sido su razón de ser, no solo fue abandonada, sino que el programa liberal fue adoptado y aplicado con entusiasmo de converso.

Ante el aplazamiento sine die de las conquistas sociales, una gran parte de los trabajadores se sintió abandonada por sus políticos tradicionales y humillada por la sociedad. Ser trabajador ya no era una identidad prestigiosa, sino símbolo de perdedor.

En España, que se había perdido la revolución industrial, la cultura de izquierdas fue arrancada por cuarenta años de dictadura

En España, que se había perdido la revolución industrial, la cultura de izquierdas fue arrancada por cuarenta años de dictadura. El regreso de la democracia en los ochenta coincidió con los inicios de la revolución neoconservadora, la desindustrialización y las privatizaciones. Consecuencia: en España no revivió una “cultura obrera”, con sus periódicos, urbanismo, casas del pueblo, agrupaciones culturales, locales sindicales… que, por otra parte, ya agonizaba en el resto de Europa.

El concepto de trabajador (no digamos obrero) tenía demasiadas aristas para una cultura ñoña, alérgica al conflicto.

No es de extrañar, pues, que una gran parte de la “clase trabajadora” identificara su ascenso social, siempre individual, con su paso a una universal, acogedora e indefinible clase media.

Y así, el sintagma clase trabajadora, dejó de ser utilizado por los políticos de izquierda que, como la derecha, solo la usan como virtuoso adjetivo, como laboriosa. Se había perdido la hegemonía cultural…

Y de esta forma aparecen sintagmas que no definen un significado, sino a quien lo utiliza. Por ejemplo, “clase media trabajadora” es un concepto absolutamente inclusivo (a nadie se le ocurre que excluye a la clase media rentista) y, por ello, muy apropiado a un presidente. A un segundo nivel, aparece clase media y trabajadora que parece diferenciar entre dos clases distintas (creo que es un residuo sentimental de cuando se reconocía la existencia de clases sociales). Lo importante es reseñar que trabajadora deja de ser algo sustantivo para convertirse en simple atributo. En los casos en que sobrevive como sustantivo, media antecede a trabajadora, que actúa de adjunto.

Paradójicamente, los conservadores, la gente con clase, no tienen problemas en cuanto al reconocimiento de una sociedad de clases: en ella aceptan, sin complejos su pertenencia a la clase alta.

En fin, puede que el lenguaje simplemente refleje un cambio social trascendente: la clase trabajadora pasa de ser sujeto histórico a atributo venerable.

Seguramente Gramsci, lo hubiese expresado mejor…

Colectivo Las Hormigas Rojas


(1) El cambio de nombre a neoliberal se había acordado en una reunión en 1938, en París, a la que acudieron entre otros, Lippmann, von Mises, Hayek y Rüstow.  Trataba de diferenciarse del liberalismo tradicional que se había arruinado en Europa.

(2) Al presentar su afirmación como científicamente inevitable, por obedecer a una ley natural, no dudan en falsificar el darwinismo cuyas leyes se aplican a las especies y nunca a los individuos. Es sorprendente la difusión de este argumento seudocientífico solo explicable por el papanatismo de ciertos medios de comunicación.

Significados personalizados del lenguaje: el concepto de clase