lunes. 29.04.2024

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«Un sistema tributario progresivo, justo y eficaz debería ser parte importante de una sociedad dinámica y justa». (Josep E. Stiglitz: Capitalismo progresista)


En medio de las turbulencias mediáticas causadas por el presunto delito fiscal cometido por el novio de Isabel Natividad Díaz Ayuso, el pasado 3 de abril dio comienzo la campaña de declaración del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas de 2023. Por un programa de radio del fin de semana anterior me enteré de que la misma fecha es el Día Internacional Contra los Paraísos Fiscales así declarado por el Foro Social Mundial. Nada más sobre ello que yo haya detectado entre las noticias difundidas. Es ese tipo de cosas que me causan perplejidad: ¿cómo se escoge de qué temas se habla cada día en informativos y  tertulias? ¿Según qué criterios se decide prestar atención a esto en vez de aquello? ¿De qué forma se escoge los temas que forman parte de la agenda informativa diaria? Para mí es un misterio. Constato, eso sí, que hay ciertos asuntos que uno considera de una enorme importancia y que sin embargo diríase que son irrelevantes para lo que quiera que sea que motiva que la opinión pública les preste atención y haga de ellos razón de debate político. Tales como el expolio indignante de las inmatriculaciones ejecutadas con descaro lacerante por la Iglesia Católica con la pasividad cómplice de las autoridades que deberían defender la propiedad colectiva del patrimonio público; o la injustificable negativa del Partido Popular a renovar el Consejo General del Poder Judicial tal como manda la Constitución que por otro lado los dirigentes de dicho partido claman defender a capa y espada; o el calvario por el que está pasando Julian Assange ignominiosamente represaliado por haber ejercido el derecho a la libertad de expresión y de prensa, esencial para la democracia. En esta especie de baúl de los temas tabú que no se deben tocar –seguramente porque revelan las fallas de un sistema que no funciona tan bien como debería a la hora de poner freno a los excesos del poder– se halla encerrado el tema de los así llamados paraísos fiscales.

Rastreando en internet para comprobar precisamente el grado de relevancia mediática del susodicho día señalado me he tropezado con una pieza de hace un año en la que se recogía la petición de cambio de denominación de tales territorios. Porque en efecto la palabra «paraíso» carece por completo de cualquier connotación negativa, muy al contrario. La petición en Change.org de hace un año promovida por la Plataforma por la Justicia Fiscal solicitaba a la Real Academia Española de la Lengua la modificación de su definición de paraíso fiscal en la que se identifica esta clase de jurisdicciones como «un eficaz incentivo para atraer capitales del exterior». Y es la primera definición que he obtenido en mi ordenador cuando he tecleado en el buscador «paraíso fiscal RAE» hace un instante. No obstante, hay que reconocer en honor a la verdad que a partir de finales del año pasado el significado que encontramos en el diccionario es «país o territorio caracterizado por su baja o nula tributación y la falta de un efectivo intercambio de información fiscal con otros Estados». 

Las guaridas fiscales constituyen una herramienta de valor capital para el éxito de la tarea de los facilitadores

Es un éxito de la plataforma ciudadana arriba mencionada (que agrupa a asociaciones como Economistas sin Fronteras, Oxfam Intermón, ATTAC o los sindicatos CCOO y UGT), al menos en lo que a corrección de sesgo ideológico se refiere. La definición original ya modificada podía ser muy del agrado de economistas minarquistas (defensores del Estado mínimo y de un mercado absolutamente desregulado) como Juan Ramón Rallo, muy activo en Youtube, donde yo mismo he comprobado cómo defiende esas guaridas fiscales por considerarlas refugios donde los creadores de riqueza pueden poner sus activos (me encanta cuando gastan esta jerga para hablar de cosas tan ordinarias como el dinero) a salvo frente a los codiciosos Estados que no respetan a los que no cometen otro delito que trabajar para prosperar en el único entorno justo para ellos, el del libre mercado. Además, la palabra «paraíso» no tenía por qué ser la adecuada a la hora de traducir la expresión inglesa original tax haven que confunde haven (refugio) con heaven (cielo, paraíso), algo que ocurre en otros idiomas como el francés o el italiano.

En el programa de radio al que aludía al principio tuve la oportunidad de escuchar a Lourdes Lucía, portavoz de ATTAC (Asociación por la Tributación de las Transacciones Financieras y la Acción Ciudadana). El argumento que expuso en conversación con una periodista radiofónica para justificar la sustitución de la expresión «paraíso fiscal» por la de «guarida fiscal» se basaba en el papel decisivo que tales jurisdicciones desempeñan en el desarrollo de actividades fraudulentas o directamente delictivas y en la opacidad cómplice que proporcionan a quienes se enriquecen  mediante la corrupción incluso en países democráticos. El Observatorio fiscal de la UE emitió recientemente  un informe sobre evasión fiscal global en el que se constata la gravedad de la evasión y la elusión fiscal perpetrada por los megamillonarios. En el mismo documento se propone gravarles mediante una tasa específica. Actualmente se encuentra en marcha precisamente una Iniciativa Ciudadana Europea en ese sentido bajo el lema Tax the rich con la que se busca lograr que la Comisión Europea grave a las grandes fortunas para financiar la transición ecológica y social. Se calcula que en el año 2019 en España se dejaron de recaudar 4500 millones de euros por el desvío de beneficios de las multinacionales y las grandes empresas a las guaridas fiscales, según testimonio de la portavoz de ATTAC. De acuerdo con los análisis internacionales que maneja la Plataforma por la Justicia Fiscal los fondos de la fuga han pasado de 89.000 millones de euros en 2001 a más de 156.000 en 2022; es decir, que la riqueza que termina en guaridas fiscales creció un 76% en España en dos décadas y ya supone el 9% del PIB. Los técnicos del Ministerio de Hacienda Carlos Cruzado y José María Mollinedo han publicado recientemente un libro bajo el elocuente título de Los ricos no pagan IRPF en el que se denuncia el déficit de justicia fiscal y el discurso demonizador de los tributos en nuestro país. Su análisis de la evolución de los impuestos en España sugiere que existe una doble vara de medir por parte de la Agencia Tributaria en su fundamental tarea de supervisión del correcto cumplimiento de las obligaciones fiscales de la ciudadanía.

Pero en esto nuestro Estado no es diferente al resto del mundo. Lo demuestra el libro titulado El triunfo de la injusticia, que en su subtítulo no deja lugar a dudas: «Cómo los ricos eluden impuestos y cómo hacerles pagar». Sus autores son los economistas de la Universidad de California, Berkeley, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman (éste último también participa en el documental La trés (grande) évasion sobre el problema de la elusión tributaria, tan entretenido como riguroso y enervante). Lo que tratan de demostrar con su análisis histórico de la evolución de la estructura tributaria es que un correcto diseño institucional de los impuestos es determinante para alcanzar el éxito en la lucha por la justicia social. Lo prueba el caso en torno al que principalmente gira su trabajo, que es el de los Estados Unidos de Norteamérica; un país que estuvo a mediados del siglo pasado a la vanguardia de las políticas en pro de la justicia fiscal, pero que desde hace cuatro décadas ha dejado de importarle. En esta senda se halla también Europa, que ha sido arrastrada en esta deriva contraria al modelo de progresividad fiscal, lo que favorece la acumulación de riqueza y un incremento del poder económico oligárquico que, en un contexto de aumento de las desigualdades, tiene un efecto corrosivo sobre las democracias. Saez y Zucman tachan la injusticia fiscal de ser uno de los grandes fracasos políticos de nuestro tiempo que se ha instalado institucionalmente a escala global. Volviendo la vista atrás, fijándonos en el periodo histórico marcado por el New Deal, estos dos economistas constatan el radical giro ideológico que ha tenido lugar en la principal potencia occidental que nos marca el paso a todos. El espíritu de justicia tan bien plasmado en la película Las uvas de la ira de John Ford y representado por la figura de Franklin Delano Roosevelt impregnaba a toda la sociedad norteamericana de manera transversal más allá de lo que en efecto también se daba en el ámbito institucional, que era un genuino compromiso político de estar en disposición de hacer frente a cualquier intento de elusión fiscal, siempre alerta el gobierno ante el posible desarrollo de artimañas con tal fin. En la década de los treinta del siglo pasado las estrategias para eludir el pago de impuestos surgían con regularidad, pero se prohibían con rapidez. Como prueba de esta combativa voluntad política, está la carta del secretario del Tesoro, Henry Morgenthau Jr., que Roosevelt adjuntó en su mensaje de 1937 al Congreso, en la que enumeraba ocho estratagemas para evitar tributar que habían florecido y que debían prohibirse por ley de inmediato. Y se hizo.

Roosevelt no solo abanderó el combate institucional contra el fraude y la elusión fiscal sino que también dedicó tiempo a explicar siempre que tuvo ocasión por qué eran importantes los impuestos, apelando a la ética y rechazando a los evasores fiscales. Estas fueron palabras suyas en el aludido mensaje de 1937: «El juez Holmes dijo: “Los impuestos son el precio que pagamos por una sociedad civilizada”. Sin embargo hay demasiados individuos que quieren una civilización con descuento». Para Saez y Zucman no cabe duda de que la situación cambia a comienzos de los años ochenta del siglo pasado, cuando el sistema de creencias del New Deal entra en decadencia. Con Ronald Reagan en la Casa Blanca se instala la convicción de que si al contribuyente –sobre todo al rico– le tienta la posibilidad de no pagar impuestos la culpa no es suya sino de los altos tipos impositivos «antiestadounidenses». La ciencia económica, por su parte, se apresuró  a bendecir este giro ideológico (y ético) echando mano del subyugante lenguaje matemático, siendo el economista Arthur Laffer quien más eficazmente lo plasmara mediante la curva que lleva su nombre (para saber más sobre este truco pseudomatemático léase en este mismo medio El pecado de Apple: competencia fiscal y la curva de Laffer). 

En cuarenta años de revolución neoliberal la bola se ha hecho más grande, siendo ahora que el mensaje de bajada de impuestos es un reclamo muy habitual en las campañas electorales de las democracias de todo el mundo, y no solo proveniente de la derecha («bajar impuestos también es de izquierdas», se le oyó decir a José Luis Rodríguez Zapatero en nuestro parlamento cuando era Presidente del Gobierno). Al mismo tiempo, es evidente que los gobiernos de todo el orbe han ido retrocediendo hacia posiciones fiscales más débiles e incluso condescendientes con los mil y un artilugios de los que actualmente disponen los más potentados para defraudar a sus Estados. El resultado innegable es que la política democrática ha asumido una actitud crónica de tolerancia  respecto de la injusticia fiscal que se traduce en la normalización del aumento de los impuestos a una mayoría de las capas medias para financiar los recortes impositivos a las corporaciones y los multimillonarios. A este respecto es difícil superar la amnistía fiscal del gobierno del Partido Popular de 2012 declarada inconstitucional cinco años después. 

Sí, es cierto que el novio de Ayuso no parece habérselo currado lo que hubiera podido teniendo en cuenta la variedad y sofisticación de instrumentos que hay a disposición del chorizo fiscal, pero sí que puede seguir yendo de acá para allá con su cara bien alta mientras su pareja, sin asomo de rubor, acusa a la Agencia Tributaria prácticamente de crueldad inquisitorial en contra de un honrado empresario al que se ataca para ejercer sobre ella violencia política vicaria. 

Pero el mayor éxito de la revolución neoliberal en  materia tributaria ha sido la construcción de toda una infraestructura global que garantiza la prosperidad de una industria transnacional que trabaja sin descanso por que los muy ricos no paguen los impuestos que la justicia fiscal exige. No es delito, todo legal; se trata de «optimización fiscal». 

A explicarnos cómo los milmillonarios se gastan millones para ocultar al fisco miles de millones dedica Chuck Collins su libro titulado Los acumuladores de riqueza. Este activista estadounidense contra la desigualdad, que no duda en tachar los Estados Unidos de paraíso fiscal de facto, sabe muy bien de lo que habla, puesto que él mismo iba para rico dado que era heredero de la firma de salchichas Oscar Mayer. Su compromiso con la causa de la justicia fiscal difícilmente puede ponerse en duda; renunció a los 1,4 millones de euros que le correspondía por herencia para abrirse su propio camino. Donó el dinero a varias fundaciones para obras sociales porque sintió «que después de cuatro generaciones el ciclo de riqueza debía llegar a su fin», según declaró en una entrevista publicada en el diario El País hace poco más de un año. En el libro citado, de 2022, Collins denuncia cómo los multimillonarios utilizan sofisticadas triquiñuelas «legales» para eludir impuestos, tienen con frecuencia secuestrado al poder político y disfrazan de filantropía lo que muchas veces es una forma de perpetuar su riqueza y poder. Con el fin de conseguirlo necesitan a los «facilitadores», que conforman un verdadero ejército privado de banqueros, family offices (organizaciones profesionales dedicadas a preservar y gestionar el patrimonio de una familia), consultores y toda clase de especialistas que trabajan día y noche para que sus clientes megarricos puedan ocultar y proteger su riqueza librándoles de someterse a lo que dicta el sistema tributario de sus respectivos estados. Para ello se aseguran de que la aristocracia del capitalismo financiero internacional se encuentre siempre muy cerca en el cielo de las instancias de poder, así como de que tengan su recompensa quienes asumen los riesgos por ellos; allá abajo, en el suelo terrenal, donde se desenvuelve la vida de los contribuyentes que se encuentran solos y desamparados ante sus deberes tributarios, será donde se absorban los costes de esos riesgos tan rentables. 

Las guaridas fiscales constituyen una herramienta de valor capital para el éxito de la tarea de los facilitadores. En ellas impera el sacrosanto secreto financiero, los trust (o fideicomisos) tortuosos e impenetrables –y que solo ellos requerirían capítulo aparte–, las empresas fantasma y las fundaciones de beneficencia (la filantropía es una herramienta de influencia política también), productoras de limosna para los pobres mortales siempre con estrecheces mientras acrecientan las fortunas de los que nadan en la abundancia. Por supuesto, las autoridades fiscales, los acreedores que reclaman a los ricos facturas impagadas y –por descontado– las fuerzas de la ley y el orden quedan fuera de la muralla de protección arteramente construida para que no le desbaraten al 0,1% el negocio consistente en amasar y transmitir la fortuna familiar dinástica. El resultado es la existencia actual de lo que el economista premio Nobel Joseph E. Stiglitz denomina «plutocracia hereditaria» en su libro Capitalismo progresista

Entretanto nosotros, los ciudadanos de magro o nulo patrimonio, «los de abajo», nos indignamos (que no todos, porque ¿a quién le importa de verdad la justicia fiscal?) a causa de las travesuras fiscales del chico de Ayuso, la realeza del capitalismo financiero global, merced a la discreta pero enormemente efectiva labor de sus «optimizadores fiscales», ni se entera. 

¿A quién le importa la justicia fiscal?