martes. 30.04.2024
Imagen de archivo

Es un barrio de Alicante, situado tras la estación de ferrocarril, pero podría estar en Murcia, Barcelona o Sevilla. Las diferencias son sólo nominales. Todavía quedan casas unifamiliares construidas en lo que hasta los años cincuenta fue huerta, casas con una puerta central y una ventana a cada lado, con un pasillo, que va a dar a un patio trasero, en torno al cual se distribuían las habitaciones. Son pocas, pero subsisten al lado de los edificios de muchas plantas construidos al calor del desarrollismo franquista sin modificar el trazado de las calles, que siguen siendo muy estrechas, más todavía que cuando todo eran casas de planta baja y la gente salía a tomar la fresca como si la calle fuese una extensión más de su morada. Hoy no hay nadie, no sale nadie, el viejo barrio construido por los emigrantes sin planificación alguna, sin servicios, sin verde, sigue con las mismas carencias, con la misma fealdad, como si los cuarenta y tantos años de democracia no hubiesen pasado por aquí.

Las vías del tren continúan separando el barrio de los que tiene al otro lado, el parque central prometido desde hace treinta años no existe, como no existe ningún parque central en Alicante. De vez en cuando asfaltan y pintan rallas en el asfalto, encienden las luces todas las noches y recogen las basuras, aunque todo esté lleno de basura el día entero, y no por culpa de los trabajadores de la limpieza a quienes debemos gratitud eterna. Las personas que antes acudían a la asociación de vecinos, a los círculos culturales, a los sindicatos, incluso a las sedes de los partidos, se han hecho mayores, son jubilados de mil euros para abajo. Pasean por las calles con los achaques de los años y de las jornadas laborales sin límite. Hay poco donde entretenerse, una pequeña biblioteca de horario muy reducido a la que acuden algunos niños por cosa de los deberes y algunos viejos por el periódico, ajenos a la vida digital. Por no quedar, ya apenas quedan bancos y hay que desplazarse al centro si quieres hacer una operación de modo analógico. El bar de la esquina es mucho más cutre de lo que era, bebidas embotelladas y patatas fritas. Los otros, son de mantel y cubierto, difícil tomar un chato y un pincho de lo que sea.

Las personas que antes acudían a la asociación de vecinos, a los círculos culturales, a los sindicatos, incluso a las sedes de los partidos, se han hecho mayores, son jubilados de mil euros para abajo

Hay niños y jóvenes, sobre todo musulmanes e hispanos, también del Este. Viven entre ellos, sin apenas más relación con los autóctonos que la del servicio doméstico. Los padres quieren para ellos lo mejor e intentan llevarlos a los colegios de curas concertados donde creen que podrán progresar al conocer a gente de bien. Salesianos, maristas y jesuitas construyeron hace unos lustros colegios enormes en la periferia del barrio gracias a las subvenciones públicas, allí donde han crecido urbanizaciones nuevas para gente que se piensan clase media o clase media alta. Son otro gueto, el de los hipotecados con ingresos de alrededor de cinco mil euros por pareja. Allí, los de fuera sólo acuden para limpiar la casa, cocinar o cuidar viejos y niños. Ni el municipio ni la autonomía construye nuevas escuelas públicas en la zona, eso es cosa de curas. Adolescentes y jóvenes salen, gustan de ir al centro, pero también merodean por el barrio, por los rincones más escondidos, como siempre. Al parecer, lo digo por los restos que dejan, beben menos alcohol y muchas más bebidas energéticas. No tienen el más mínimo interés por la cosa pública, ni por las mejoras de que sería susceptible el barrio -hay excepciones encomiables-, pero muchos de ellos llevan una pulserita verde y otra roji-gualda, y participan con entusiasmo en las fiestas populares, las del barrio, las de la ciudad, incluso algunos llevan flores a la patrona ataviados con el traje regional. Se desprecian, perdidos en el caos de las redes sociales, y se adoran. Aunque subsisten los bazares y restaurantes chinos, el barrio se ha llenado de gimnasios, de tiendas donde arreglan uñas o las disimulan con plásticos adaptados a las condiciones de cada cual, hay clínicas de masajes y para modelar la figura, para la depilación y para el drenaje linfático. De las cinco imprentas artesanales que había sólo queda una, como también han desaparecido las tahonas y los talleres del metal. No hay dinero, pero el que hay, lo que se puede rascar de donde sea, se emplea en el culto al cuerpo, en parecerse al tiktoker, instagramer o influencer que han elegido como su dios personal, un dios que marca su vida cotidiana y que poco a poco, sin prisas, ha ido moldeando su mente y su costumbre de manera difícilmente modificable.

El barrio lleva más de siete meses levantado en su parte central. Iniciaron en septiembre pasado una remodelación -casi siempre consisten en arrancar árboles y echar cemento- que la empresa adjudicataria abandonó en noviembre sin que el Ayuntamiento haya hecho nada para subsanar el problema. Zanjas, cercas, jardines destrozados. Así han pasado siete meses. No hay asociación de vecinos, o si la hay no acude nadie a sus reuniones, los viejos tienen bastante con ir al ambulatorio, los jóvenes con mirar el móvil. Han desaparecido los locales, los lugares de socialización, cada cual lleva su vida y su miseria como puede, imposible juntarse para hacer una propuesta u organizar una protesta. Todos están ocupados, todos tienen algo que hacer, algo que vender. A nadie preocupa lo que es de todos, no mucho más su presente ni su futuro. Tan poco que a veces un grupo pequeño de vecinos arborífobos han sido capaces de obtener varios centenares de firmas para solicitar al Ayuntamiento la corta de los pocos árboles que hay en el barrio porque según los promotores sus hojas ensucian las aceras.

Es quizá la peor enfermedad que puede padecer un individuo, una colectividad, una sociedad, porque es dar por perdida la vida, admitir que todo irremediablemente irá a peor

En alguna farola, en alguna pared desvencijada aparece de vez en cuando un cartel de la Juventud Comunista o de la CNT. Son buenos chicos, se reúnen en pequeño comité para ver cómo será la revolución, para intentar acabar con la apatía social. Pero eso, son muy pocos y la gente está mucho más pendiente de lo último de Bizarrap, de cubrirse con la capucha, de mostrar sus biceps. Son muchos los opinadores como yo que aseguran que la pandemia ha dejado una terrible huella sobre la juventud, no lo niego, pero no creo que sea la huella más profunda, sino que ésta es la que se viene inoculando desde las redes sociales y desde la desconfianza más absoluta en el porvenir. Están rotos sus lazos con las ideologías liberadoras, las progresistas, ven como gente de otro planeta a sus dirigentes; empero, se sienten más próximos a quienes defienden la mano dura, el palo, la represión, sin saber que ellos van a ser las primeras víctimas.

El barrio, vivo otras veces por el impulso de la emigración, por la juventud de los migrantes, languidece como si sus habitantes, que antes llenaban las asociaciones de vecinos, las sedes de partidos y sindicatos, que acudían a aplaudir a rabiar a los poetas, que eran capaces de protestar, hubiesen asumido que nada tiene remedio. Es quizá la peor enfermedad que puede padecer un individuo, una colectividad, una sociedad, porque es dar por perdida la vida, admitir que todo irremediablemente irá a peor sin que haya instrumento o acción humana capaz de impedirlo. Y ese muro cada vez más compacto e impenetrable es el que hay que romper: Hay que encontrar la manera de hacer que quienes han optado por el individualismo más feroz y destructivo, por el sálvese quien pueda y como pueda, se sientan llamados a la defensa del interés general, concernidos por la esperanza de edificar un mundo más justo, libre y duradero.

Anatomía de un barrio obrero español