viernes. 19.04.2024

Alicante, marzo de 1939: la esperanza ha muerto, comienza la paz

CAMPO CONCENTRACION ALMENDROS
Placa en recuerdo de las víctimas en el campo de concentración de Los Almendros en Alicante.

...por un momento recordó a Santiago los campos de Sarrión, aunque abandonados. Era el campo de concentración de Los Almendros, campo de hambre, torturas y muerte. La esperanza había muerto, comenzaba la paz de los cementerios...

A finales de marzo Santiago estaba en Alicante. Nunca había salido del pueblo, pero había oído que a esa ciudad iban algunas personas pudientes a tomar las aguas. La guerra estaba a punto de finalizar con la victoria de los bárbaros. Acababa la guerra, los cañonazos, los bombardeos sobre la población civil, la destrucción de ciudades; empezaba la oscuridad, el tiempo de silencio, el regreso al pasado, la mordaza, el dolor largo, las heridas abiertas manando sangre incolora, el terror, el ensimismamiento. Los presos andaban descalzos, con las ropas raídas, la mirada pérdida, famélicos, sin lágrimas que soltar. Iban en cordadas custodiados por varios miles de italianos, falangistas y moros. Ni una palabra, caídas, culatazos de los guardianes sedientos de mal, patadas, insultos, amenazas. Santiago no oía nada. No sabía nada. Había estado en Alicante unas horas, tal vez días, pero sin moverse del sitio, como una estatua melancólica, como un farol al que no se le puede pedir más luz. Ni siquiera había visto la playa, ni el mar, tan sólo al fondo, en la línea que lo separa del cielo, unos barcos que se daban la vuelta antes de entrar al puerto. No estaba en primera fila, nunca lo había estado. Delante de él, miles de personas se apretujaban intentando hacerse un hueco en el Stanbrook, un barco inglés del que sólo vio su larga chimenea y al que no intentó subir en ningún momento. Oyó disparos, gritos espantosos. Vio sangre por el Paseo de los Mártires, familias enteras abrazadas, llorando, mucha gente como él, pérdida, deambulando o quieta. 

Cuando el Stanbrook se fue con el triple del pasaje que permitía su aforo, Santiago levantó la cabeza durante unos segundos, sin saber por qué. No conocía a ningún pasajero, no sabía dónde iban, tampoco había hecho nada por subir. Tal vez por el griterío desgarrador, tal vez por las sirenas, quizá porque en su fuero interno estaba convencido de que con ese barco se acababa todo. Luego, al poco, con la misma indiferencia, contempló, esta vez sí, como por la Rambla de Méndez Núñez bajaba una jauría de soldados italianos cantando himnos alegres de una marcialidad ridícula e infantil. Una palabra se le quedó pegada a los tímpanos sin saber su significado, yobinesa o algo así. Sin duda era el himno fascista que tanto gustaba cantar a los pupilos de Mussolini:

“Salve o popole d’Eroi
Salve a patria inmortale
Son rinati i figli tuoi
Con la fe nell’ideale.
Valor dei tuon guerrieri,
La virtù dei pioneri
La visión dell’Athighieri
Oggi brilla in tutti i cuor.
Giovinezza, Giovinezza,
Primavera di bellezza
Della vita nell’ asprezza
Il tuo canto squilla e va!
Il tuo canto squila e va!
E per Benito Mussolini,
Eja eja alalà
E per nostra Patria bella,
Eja eja alalà....

Del lado del mar sonaron varias detonaciones secas como si se tratara de una traca festiva de las muchas que se encendían en esta tierra en tiempos de paz. Al instante, de nuevo gritos horribles, estremecedores y nuevas detonaciones. Silencio sepulcral. Los italianos rodearon a la multitud esperando la llegada de los “nacionales” y sus mercenarios rifeños. Mandos falangistas custodiados por camaradas y rifeños paseaban entre los fantasmas guiados por unos hombres de buen porte que buscaban algo. Por un momento, Santiago salió de su letargo. Quería saber qué. Pronto lo supo. Los de la buena gente iban señalando con el dedo a muchos que debían conocer, enseguida eran levantados bruscamente y montados en camionetas con rumbo al castillo de Santa Bárbara, una fortaleza defensiva que nunca había cumplido con la misión para la que fue construida bastantes siglos atrás. Ahora sí. 

Una vez esmectada la chusma, Santiago y varios miles de derrotados más fueron alineados de dos en dos, de cuatro en cuatro en el Paseo y el puerto. Tal como iban, sin ropa, sin calzado, sin nada que llevarse a la boca, abandonaron la ciudad a paso lento, rodeados por cientos de soldados, por un gentío que levantaba el brazo a la romana, los insultaba, les escupía. Tampoco pudo ver el mar, la gente se lo impedía, pero no hizo nada por verlo. En esos momentos a Santiago el mar no le importaba, ni los insultos, ni las miradas, ni los golpes, ni siquiera dónde lo llevarían ni que harían con él. Caminaron durante unos dos kilómetros en dirección a Valencia. La indeferencia de Santiago contrastaba con los cánticos alegres y festivos de falangistas e italianos. De pronto alguien mandó parar. Una montaña baja de roca pura, horadada a principios de la guerra por mineros para servir de refugio a los altos mandos militares republicanos y para colocar las baterías defensivas, les había separado de la playa dejándolos delante de un paisaje que por un momento recordó a Santiago los campos de Sarrión, aunque abandonados. Era el campo de concentración de Los Almendros, campo de hambre, torturas y muerte. La esperanza había muerto, comenzaba la paz de los cementerios.

Alicante, marzo de 1939: la esperanza ha muerto, comienza la paz