jueves. 25.04.2024

@JohariGautier | Pocos días pasaron después de la gira del presidente de Colombia Juan Manuel Santos a Europa e Israel a mediados de junio de este año. Todavía flotaban en el aire titulares y anuncios de grandes voluntades e incuestionables síntomas de bienestar, cuando los quejidos y contestaciones de campesinos y otros sectores sociales mostraban lo inocultable: Colombia sigue siendo un mosaico complejo de intereses difícilmente entrelazados, muchas veces al borde de una implosión violenta y hostil.   

A su regreso, Juan Manuel Santos enfatizó –por cuestiones obvias–  los diálogos abiertos con el exterior: el atractivo de una economía que pasa por un evidente momento de bonanza, la firma de llamativos TLCs y su apoyo a la resolución de conflictos como el que enfrenta a israelíes y palestinos en Medio Oriente. Menciones que permiten afianzar una imagen a nivel internacional. 

Sin embargo, el silencio o lenta reacción del presidente –y todo su ejecutivo– entorno a ciertos asuntos domésticos de gran relevancia –cada uno de ellos convertidos en auténticos polvorines– genera un desequilibrio difícil de explicar.

El mejor y más cercano ejemplo lo hallamos en la ciudad de Ocaña, ubicada en el departamento del Norte de Santander (fronterizo con Venezuela), donde el pasado 17 de junio iniciaba un paro campesino (léase por “paro” una manifestación de grandes proporciones organizada por agricultores) que desde las 10 de la noche bloqueó las comunicaciones con el exterior.

El paro campesino llegó a despertar los sentidos adormilados de una región que yace sobre un cultivo de rencores, olvidos y frustraciones. De repente, la ciudad se veía atrapada entre las amenazas de 4000 a 5000 campesinos indignados (cansados de manifestar en la vecina ciudad de Tibú sin resultados) y unas autoridades resueltas a impedir contundentemente su acceso al centro de la ciudad. El resultado fue un bloqueo intimidante de las carreteras que llevan a la costa y otras ciudades importantes como Cúcuta o Bucaramanga, pero también unos choques virulentos que alimentaron el miedo generalizado y la sensación de volver a los peores años del conflicto armado.   

La ciudad vivió desde ese día y hasta finales de junio en una burbuja de angustia y pavor, obligada a sortear por sí sola la cercanía de unos campesinos insatisfechos y unos cuerpos policiales incapaces de mantener el orden (y olvidados por el mismo Estado). Todo esto bajo un telón de rumores que hablan de posibles infiltraciones de la guerrilla –que tiene gran influencia en la zona vecina del Catatumbo, de donde también provienen los campesinos– o de posibles nexos con el narcotráfico.

De entrada, el presidente se negó a sentarse a dialogar, resaltando el vínculo con grupos subversivos, mientras que, por el otro lado, la exasperación de los manifestantes fue creciendo como respuesta natural. Sus representantes alegaban un histórico modo de ignorarles. Así pues, cada uno de los enfrentados aludía a las desidias y rechazos del otro, sin lograr abordar los temas que los dividen: la creación de una reserva campesina y la erradicación forzosa de cultivos de coca sin el ofrecimiento de sustitutos.  

Las cifras de los muertos (cuatro campesinos, oficialmente) y heridos aparecieron cuatro días después del inicio de las protestas. Cuatro días en los que la población pudo ver cómo los medios de comunicación nacionales y regionales omitían los hechos, privilegiaban banalidades (hurtos o incluso acontecimientos sociales sin importancia). Y no obstante, la realidad de Ocaña, al igual que Cúcuta, llegó a pasar por una grave amenaza de desabastecimiento -que sigue viva en ciertos puntos-, un tenso clima de zozobra y desconfianza, que el gobernador evidenció en unas declaraciones radiales dirigidas al presidente: “No tengo ni los medios físicos ni económicos para responder a esta situación”, expresó Edgar Díaz Contreras el 19 de junio.

La desconexión entre la realidad vivida en el terreno y la expuesta en los medios de comunicación nacionales sustenta el descontento de ciudadanos que critican una total insolidaridad del gobierno, de otras instancias nacionales y regiones.

La situación de Ocaña y de todo el norte de Santander refleja lo que el profesor de historia Frank Stafford ya describió en su obra “Colombia: país fragmentado, sociedad dividida” (Ed. Norma, 2002): un retrato todavía actual de las divisiones e incomprensiones que marcan la vida política, social y cultural del país, llevándola a menudo hasta los extremos menos deseados por un pueblo que sigue soñando con la paz.   

Viaje a la realidad de Colombia