jueves. 28.03.2024
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Imagen de archivo.

Nadie está interesado en prolongar una guerra tan inútil como casi todas y devastadora como pocas

Afganistán es una de esas guerras que se va perdiendo lentamente en la conciencia occidental. De vez en cuando, emerge a golpe de atentado u operación espectacular, por la dimensión de la carnicería o la audacia de su realización. Eso fue lo que ocurrió el pasado lunes. Los talibán hicieron explosionar un coche bomba frente a un edificio de los servicios de seguridad en la provincia de Wardak, donde son entrenados centenares de milicianos gubernamentales. El ataque causó decenas de muertos, lo que le convierte en uno de los más mortíferos de su categoría en 17 años de guerra.

Lo más significativo es que los talibanes firmaron esta operación en vísperas de una nueva ronda negociadora con delegados norteamericanos en Doha (Qatar), un conducto con más de ocho años de existencia, que se ha vigorizado en los últimos meses (1).

Nadie está interesado en prolongar una guerra tan inútil como casi todas y devastadora como pocas. La OTAN ya se retiró en 2014, con una sensación encontrada de fracaso y responsabilidad semicumplida. Obama quiso concluir con honor la pesadilla que su antecesor había iniciado sobre los escombros de las Torres Gemelas, sin éxito y después de penosas disputas con algunos generales discordantes. Dejó la Casa Blanca con los efectivos norteamericanos reducidos al mínimo. Trump prometió liquidar el expediente, pero, como le ocurre con la mayoría de sus promesas, sus bravatas sofocan los resultados reales.

Los talibán también están hartos de guerra, pero no quieren dejar las armas a toda costa. Cuando consiguieron que Washington aceptara negociar con ellos y no solamente con el gobierno (según ellos, una pura marioneta de los americanos), se anotaron un triunfo político indudable. Que refleja, ni más ni menos, su capacidad militar para controlar los tiempos. O al menos para participar en el diseño de la solución.

Por si fuera preciso demostrar que la vía diplomática no es señal de debilidad, los talibán dejan su sello sangriento de cuando en cuando, con especial interés en diezmar los servicios de seguridad o inteligencia y en eliminar figuras señeras o emblemáticas del gobierno en provincias de singular importancia estratégica. La nueva ofensiva, denominada Al Khandaq, en homenaje a una batalla legendaria del Profeta, coincidió precisamente con el inicio de la misión del enviado especial de Trump, el exembajador en Kabul, Zalmay Jalilzad.

Este aparente doble juego es, en realidad, un comportamiento clásico de los grupos guerrilleros e incluso de no pocos ejércitos convencionales en periodos concretos de un largo conflicto. Nada mejor que exhibir el músculo militar sobre el terreno en disputa para mejorar las bazas políticas en las lejanas mesas donde se discute el futuro.

A este respecto, hace un par de semanas, Michael Semple, en su día representante adjunto de la Unión Europea en Afganistán, establecía un interesante paralelo entre la pretendida táctica de los talibán y el Vietcong. La guerrilla norvietnamita consiguió forzar la ronda negociadora que desembocó en los acuerdos de paz de París con una campaña de ofensivas sucesivas que pusieron en evidencia la dependencia que el incompetente y corrupto régimen de Saigón tenía del apoyo militar y económico de Estados Unidos.

Semple estima, no obstante que Afganistán no es Vietnam, y señala varias razones: el nuevo estado afgano es más viable de lo que fuera el Vietnam del sur de comienzos de los setenta; la idea de democracia, derechos humanos y servicios públicos está comenzando a arraigar en el país, pese a la debilidad gubernamental y el cáncer de la corrupción y el nepotismo; los talibán no gozan de los mismos apoyos internacionales que el Vietcong; y, finalmente, la base social y confesional de los extremistas islámicos es muy reducida, lo que les impide garantizar la unidad nacional en la posguerra (2).

El dilema guerra o paz en Afganistán es un juego equívoco por la volatilidad del escenario interno, la confrontaciones de ambiciones en cada bando y la falta de una cultura de pacto tras tres décadas de hegemonía guerrerista

Estas consideraciones avalarían el interés objetivo de los talibán por concluir la guerra. Siempre y cuando, claro, obtuvieran ciertas concesiones irrenunciables. Formalmente, la primera de ellas es la completa retirada militar norteamericana, por mucho que ahora la presencia sea de apenas 7.000 hombres en tareas secundarias de instrucción, inteligencia y asesoramiento. Otras exigencias sobre el reparto de poder y el sistema social siguen en la agenda talibán, pero se plantean de manera menos rotunda y rígida que hace unos años.

Un miembro de la delegación del gobierno Obama en las conversaciones de Qatar, John Walsh, se cuestionaba a finales del verano la sinceridad de los propósitos insurgentes. Ciertamente, Walsh avalaba la flexibilidad de los talibán, incluso en el asunto de la retirada militar norteamericana. Según su relato, en conversaciones privadas con enviados extranjeros, portavoces del movimiento se habían apartado del maximalismo y mostrado abiertos a negociar calendarios y condiciones del yankee go home. Al parecer, los talibán temen que, como ocurrió en Irak o como se anuncia en Siria, una retirada norteamericana demasiado precipitada genere un caos que ninguna de las fuerzas afganas podría prevenir o resolver. Es significativo señalar que, en los últimos años, los soldados del Pentágono han estado concentrados no tanto en perseguir a los talibán cuanto en destruir efectivos y redes del ISIS, rivales de los antiguos estudiantes coránicos en el propósito de medievalizar el país (3).

El mayor inconveniente de la vía diplomática es el calendario. En abril se celebran elecciones presidenciales. El actual gobierno (una suerte de coalición de las fuerzas apoyadas por Occidente) tiene intención de continuar, no sólo por supervivencia política, sino por temor no confesado a un péndulo revanchista, si los coránicos volvieran a controlar las palancas del poder. El presidente Ghani y el primer ministro Abdullah pretenden confirmarse (en su posición actual o invertida, o en una versión más clásica de gobierno-oposición). Si los talibán no fuerzan un compromiso convincente en los próximos tres meses, intentarán boicotear el proceso electoral como intentaron hacer con las legislativas de octubre, a base de irrupciones en sedes de votación, atentados llamativos y toda suerte de intimidaciones y deslegitimación del proceso político (4).

Este doble camino, a veces paralelo, a veces convergente, presenta riesgos enormes y dificultades de una dimensión tan compleja que exige una administración inteligente, flexible y paciente en Washington. Justo todo lo contrario de lo que existe en la actualidad. A Trump no le interesa Afganistán en absoluto, y ahora ni siquiera tiene a sus generales llevándole de la mano. John Bolton, el supuesto hombre fuerte en materia de seguridad internacional, es un neocon superviviente, ideólogo extremista, unilateralista, obsesionado con Irán y poco amigo del compromiso. Que Trump no haya segado los pies bajo la hierba del embajador Jalilzad responde menos a la convicción del presidente-hotelero en las oportunidades de paz que a la pereza que le produce examinar a fondo el dossier afgano.

El dilema guerra o paz en Afganistán es un juego equívoco por la volatilidad del escenario interno, la confrontaciones de ambiciones en cada bando y la falta de una cultura de pacto tras tres décadas de hegemonía guerrerista. Lo complica todo más el caos de la Casa Blanca, con una oposición política capaz por fin de poner al presidente contra las cuerdas y la amenaza latente de una destitución o una neutralización del Comandante en Jefe.


NOTAS

(1) “After deadly attack on afghan base, Taliban sit for talks with US diplomats”. THE NEW YORK TIMES, 21 de enero.
(2) “The Taliban’s battle Plan. And why it’s unlikely to succeed”. MICHAEL SEMPLE. FOREIGN AFFAIRS, 28 de noviembre.
(3) “Is the Taliban prepared to make peace?”. JOHN WALSH. FOREIGN AFFAIRS, 7 de septiembre.
(4) “Elections en Afghanistan: le talibans au centre du jeu politique”. JACQUES FOLLOROU. LE MONDE, 27 de octubre; “Ballots and bullets in Afghanistan”.VANDA FELBAB-BROWN. BROOKING INSTITUTION, 23 de octubre.

Afganistán: el dilema guerra o paz