viernes. 26.04.2024
Le Pen, junto a los dirigentes de Vox Macarena Olona y Jorge Buxadé durante la jornada electoral del domingo en Francia. (Foto: Nuevatribuna)

En Europa se han librado y se libran varias batallas: la de la del Estado de Bienestar frente a los que quieren descuartizarlo y privatizarlo, la de la democracia frente a la autocracia, la militar por el ataque de la Rusia de Putin a Ucrania y, además, la de la democracia, con sus defectos e insuficiencias, frente a las extremas derechas que quieren acabar con ella. El partido de Marine Le Pen pertenece a la casta de estos fascistas-siglo XXI como son los Salvini, Orbán, Bolsonaro, Trump, etc., y, en España, Abascal. Son nuevos fascismos por el lavado de sus caras pestilentes, pero su esencia permanece: son xenófobos con las personas pobres procedentes de países pobres, antifeministas, anti-ecologistas, en Europa anti-europeos, ahora defienden el solo mercado y la disolución del Estado de Bienestar, etc. Pero lo más preocupante pueden ser sus métodos que son los de siempre, los de la violencia, aunque ahora esté soterrada pero acompañada de la conquista de los boletines oficiales del Estado mediante las urnas si no queda otro remedio. La violencia primero verbal y luego física son sus señas de identidad, sus “empujoncitos”, las amenazas nucleares, la violencia contra los menas, etc. En Francia, Alemania, Italia, España, en los países europeos, se presentan con matices porque demandan el voto en cada país y Europa tiene una historia tan compleja que para la recolecta electoral hay que pegarse al terreno patrio, casi al terruño. Pero no engañan a nadie, ni siquiera a sus votantes. La izquierda no puede caer en la ingenuidad de creer que los votantes de las extremas derechas lo hacen por el manido mantra del descontento, del desencanto, con los partidos tradicionales en las democracias consolidadas; no, porque tienen normalmente alternativas a la derecha y a la izquierda de los partidos a los que votaban o tienen la abstención; no, porque los que votan a las extremas derechas saben que sus pestilentes políticos acabarían con las libertades y la democracia, aunque lo hagan sin tanques en las calles porque no puedan, al menos de momento.

La victoria en este 24 de abril para la presidencia francesa de Emmanuel Macron frente a Marine Le Pen por un 58,5% frente a un 41,5% de los votantes en términos de porcentaje es una victoria de la derecha democrática francesa con el apoyo de parte de la ciudadanía de izquierdas frente a los nuevos fascismos. No es una victoria aplastante, pero suficiente si el fin en Francia y en toda Europa es reforzar el cordón sanitario frente a estos fascismos de nuevas caretas pero de los mismos esqueletos, los esqueletos que dejaron el nazismo, el estalinismo, el fascismo y el franquismo en Europa hace ya casi ocho décadas. Son fascismos que se renuevan y no se puede negar que con apoyo de muchos ciudadanos pobres, asalariados de salarios mínimo, de pensionistas de pensiones mínimas, de pequeños empresarios arruinados y de ciudadanos que viven en zonas rurales deprimidas, donde los servicios y las bondades del Estado solo llegan a medias o no llegan. Pero son muchos también que viven en esas condiciones y votan a otros partidos de tradición democrática. Por ello hay que respetarlos como ciudadanos, que las ayudas les lleguen, pero ninguna condescendencia ética si sus formas de expresión es apostar por los fascismos.

La comparación con España es inmediata: en Francia, cordón sanitario de la propia derecha democrática; en España, consejerías, presidencia y vicepresidencia del Parlamento en Castilla y León a Vox de la mano del PP.  En España, con la debacle de Ciudadanos, parece acabarse la posibilidad de que la derecha sociológica construya un partido democrático de ámbito nacional que no sea herencia del franquismo, que sea europeísta. El criadero político del PP no ha sido capaz tras 44 años de democracia de parir demócratas con todas las consecuencias; tan solo oportunistas con un ojo en las urnas como obstáculo y el otro en los boletines oficiales del Estado. Ese es el lado oscuro de la democracia española, la sensación pesimista; la optimista es que todos, incluso los que no la han vivido biográficamente, sabemos lo que es una dictadura de 40 años y que Vox quiere que la revivamos con Abascal como maestro de ceremonias. Los descontentos, los desencantados de Andalucía, con todas su razones, con todos sus argumentos incontestables, van a tener probablemente en junio ocasión de manifestarse en las urnas votando a partidos democráticos distintos de los que supuestamente les han defraudado: los que lo hagan por Vox, sin negar su derecho democrático de hacerlo, apuestan por los nuevos fascismos aunque hayan renovado y retocado sus caretas. En la Francia de hoy tienen un modelo de comportamiento, tanto en gran parte de los ciudadanos como en la mayor parte de los políticos. Imitemos lo bueno, pero solo lo bueno, lo aprovechable.

Nueva derrota de la extrema derecha en Francia