sábado. 27.04.2024
Los presidentes de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva; China, Xi Jinping; Sudáfrica, Cyril Ramaphosa, con el primer ministro de la India, Narendra Modi, y el ministro de Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, en la cumbre de los BRICS en Johannesburgo el pasado agosto.

El orden liberal internacional padece desde hace tiempo notables contradicciones en su núcleo central, debido a crisis sistémicas propias, pero también a las fuertes presiones que proceden de otras zonas del mundo donde sus pretendidas virtudes nunca han sido del todo asumidas.

Tras el derrumbamiento de la Unión Soviética y el final de la geoestrategia de bloques que se impuso poco después del final de última guerra planetaria, se dio por consolidado el triunfo del sistema que dice aunar la economía de mercado (con variantes y correcciones, en su momento, y ahora cada vez más uniforme) y una democracia basada en la celebración periódica de elecciones, opciones políticas centrípetas, instituciones sólidas (tanto que suelen ser refractarias a las reformas) y valores anclados en el liberalismo doctrinal aunque no siempre adaptados a los cambios sociales. El politólogo norteamericano Francis Fukuyama proclamó el “fin de la historia”, entendido como la resolución de las tensiones entre sistemas políticos excluyentes.

Occidente se presentía con capacidad para atraer a su modelo de convivencia tanto a las regiones que vivían bajo la dominación/tutela/influencia de la malograda Unión Soviética. Como resultado final de su disidencia de la hegemonía de Moscú, China ya se había convertido al mercado tras la muerte de Mao. Los estrategas occidentales más optimistas predijeron que la irrupción de la democracia allí sería una cuestión de tiempo, pese al brusco despertar de esa “ilusión” que supusiera en 1989 el episodio de Tiananmen. 

Los estrategas occidentales más optimistas predijeron que la irrupción de la democracia en China sería una cuestión de tiempo

En el resto del Sur, de ese mundo emergente, pobre (o mejor dicho, rico, pero empobrecido, entre otros factores por la dominación occidental en sucesivas formas y etapas históricas), la atracción hacia el polo occidental, sin otra fuerza contraria que lo pudiera impedir, se antojaba inevitable. Incluso en los vastos territorios de la otrora terrible Rusia, ya desprovista de sus estados “vasallos”, se apuntaba un giro histórico hacia la convergencia entre el capitalismo y la democracia liberal. 

LA HISTORIA NO HA CONCLUIDO

Pero, treinta años después, resulta que nada o casi nada ha ocurrido según esas previsiones. No son pocos los historiadores, estrategas, políticos y periodistas de cierta solidez que empiezan a preguntarse qué ha ocurrido. Uno de ellos es Martín Wolff, editorialista del Finantial Times, inequívoco defensor del capitalismo liberal y de la democracia occidental. En un libro de reciente aparición titulado “La crisis del capitalismo democrático” (1), este autor centra su análisis en el debilitamiento interno del propio orden liberal. En pocas palabras, Wolff sostiene que la desigualdad creciente desde la década de los ochenta, provocada entre otros factores por la globalización, la desregulación de los mercados y la concentración del poder económico, es el principal agente de la crisis. El “colapso” de la prosperidad ha generado la desconfianza de amplias masas de la población hacia el sistema político en el que creyeron o al que aceptaron durante las tres décadas posteriores a la II Guerra Mundial.

El “colapso” de la prosperidad ha generado la desconfianza de amplias masas de la población hacia el sistema político en el que creyeron

No todos los pensadores occidentales son tan críticos como Wolff. La mayoría de los que tienen influencia en los gobiernos y centros de poder transmiten una visión que no es necesariamente complaciente, pero evita cuestionar los fundamentos del sistema. Si cerramos el foco sobre el aspecto geoestratégico, nos encontramos con un panorama intelectual y político dominado por una mentalidad similar a la guerra fría, aunque con notables modificaciones. Si entonces había un enemigo, la URSS, y una división tajante del mundo en dos campos irreconciliables, ahora se señala un “competidor” (China) y un “enemigo” (Rusia). 

Hace cincuenta años, en plena era bipolar, Estados Unidos, como líder de Occidente, diseñó una estrategia para aprovechar las disensiones en el universo comunista, seducir o hacer de China un socio potencial y neutralizar al único y gran adversario soviético mediante una estrategia combinada de presión armamentista y contención geoestratégica. Bajo la batuta intelectual de Kissinger y la gramática parda de Nixon, Estados Unidos encajó la derrota en Vietnam como una demostración insoslayable de que no se vencería militarmente al “odioso” comunismo, ni en su territorio central, ni en el de sus agentes tentaculares. Occidente aceptó el mundo soviético, con forzada naturalidad en Europa (hace también cincuenta años arrancaba el proceso de Helsinki, que consagraba formalmente la división “plácida” del continente) y a regañadientes en Asia (con la guerra de Vietnam en sus estertores, pero con el brasero amenazante del resto de Indochina y otros focos impredecibles de inestabilidad en otras zonas de la periferia mundial.

Pekín y Moscú ya no pugnan por imponer sus modelos doctrinales, aunque no hayan resuelto sus problemas bilaterales. Se necesitan para no ser reducidos por Occidente

En realidad, el cénit de la “coexistencia pacífica” preludiaba también el inicio de su crisis final, que se materializaría durante los ochenta, bajo la presidencia de Reagan y sus belicistas agentes en Washington, favorecida por el agotamiento físico, político y moral de la gerontocracia comunista en Moscú. Esos primeros neocon nunca creyeron en la visión “realista” de Kissinger, comprada por Nixon, y recuperaron la política de la máxima presión contra Moscú.

Reagan y sus adláteres no pudieron contemplar el derrumbamiento definitivo de la URSS desde el Despacho oval. Sus herederos políticos tuvieron que gestionarlo desde posiciones más templadas. Fue entonces cuando se disparó el engreimiento occidental en una victoria sin vuelta atrás, con una notable desatención a las lecciones de esa Historia que se creía superada.

Si, como antes se decía, nada salió como estaba previsto, o como se había diseñado, es porque los problemas del orden capitalista, o del orden liberal internacional, si se prefiere un término más aséptico, no estaban provocados por la amenaza soviética. Al contrario, al desaparecer el enemigo por antonomasia, se desatendieron los problemas sistémicos. O, según otras versiones más críticas, se creyó que esas contradicciones era controlables con mayor eficacia al no tener que afrontar los peligros externos.

Ahora el “enemigo” vuelve a ser el mismo. Con otra faz: nacionalista en lugar de comunista, pero con herramientas similares. Con menos voluntad de negociar o con menos conciencia de sus debilidades, como ha demostrado el cálculo temerario del ataque a Ucrania. China ha dejado de ser una potencia en ciernes para convertirse en el “competidor estratégico”. Su naturaleza comunista es meramente nominal: se trata de un sistema de capitalismo de estado que conserva los símbolos y las doctrinas como un soporte de cohesión nacional. 

China y Rusia no se contemplan como modelos, sino como paraguas bajo los que cobijarse o alternativas de respaldo más conveniente para evadirse de los sermones democráticos de Occidente

Pero si en los 70 había una ventana de oportunidad para profundizar en el “cisma comunista”, en este tiempo ambos países están más cerca que hace cincuenta años, obligados a cooperar y a entenderse para resistir a un adversario común que, según sus visiones, no acepta una alteración de los equilibrios internacionales. Pekín y Moscú ya no pugnan por imponer sus modelos doctrinales, aunque no hayan resuelto sus problemas bilaterales. Se necesitan para no ser reducidos por Occidente. La Historia demuestra que las alianzas de conveniencia son mucho más sólidas que las de convicción, porque no están sujetos a escrúpulos.

En esta batalla estratégica, codificada en el mundo académico como “competición de las grandes potencias” (Great Powers competition), surge un agente heterogéneo, también contradictorio y multiforme que ha venido en llamarse el Sur Global (Global South). Se trata de los antiguos países en vías de desarrollo, algunos de ellos convertidos ya en potencias medias, otros atascados en los mismos problemas de dependencia y subdesarrollo (2).

UN NUEVO AGENTE MULTILATERAL

Desde la Conferencia afroasiática de Bandung, en 1955, el equívocamente denominado Tercer Mundo ha atravesado por sucesivas fases de encaje en el orden mundial: equilibrio entre los bloques, durante la era bipolar; sumisión posterior al capitalismo liberal triunfante, en los 90; y ya entrado este siglo, aprovechamiento de las oportunidades abiertas por la globalización y la explotación a corto plazo de sus materias primas y su mano de obra servilizada

El estrechamiento de la hegemonía occidental y la emergencia de China como un posible líder mundial en el horizonte secular ha hecho albergar a esas potencias medias (las más ricas y las más atrasadas) la esperanza de hacerse un hueco propio en el orden mundial. En ese grupo hay algunas democracias (pocas y frágiles) pero sobre todo dictaduras, monarquías absolutas o repúblicas autoritarias. China y Rusia no se contemplan como modelos, sino como paraguas bajo los que cobijarse o alternativas de respaldo más conveniente para evadirse de los sermones democráticos de Occidente, que importan poco, salvo cuando se convierten, a veces y selectivamente, en normas de obligado cumplimiento para lograr preferencias comerciales, ayudas financieras y asistencia militar o policial. 

La ampliación de cinco a once países, decidida en la reciente cumbre de Suráfrica, consagra el acercamiento de Arabia Saudí, Egipto, Irán, Emiratos, Etiopía y Argentina a China y Rusia

Estos instintos de autoconservación son los que han llevado a algunas de estas potencias a acercarse a estructuras internacionales ajenas al orden liberal. El desarrollo de los BRICS constituye el caso más evidente. La ampliación de cinco a once países, decidida en la reciente cumbre de Suráfrica, consagra el acercamiento de Arabia Saudí, Egipto, Irán, Emiratos, Etiopía y Argentina a China y Rusia. Salvo Irán, estos nuevos “ladrillos” del Tercer Mundo del siglo XXI son países pertenecientes a la esfera occidental. Aunque su ingreso en ese club no implica una ruptura con sus aliados tradicionales, se trata de un gesto inequívoco de mayor autonomía, de multilateralidad en sus opciones diplomáticas y, por supuesto, económicas, por mucho que se resalten las limitaciones de su hetereogeneidad (3). La sumisión al dólar ha dejado de ser un dogma, como se ha atrevido a formular el presidente Lula, que no es precisamente un enemigo jurado de Washington (4).

La guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto que Washington y sus aliados en Europa y Asia ya no son capaces de armonizar una estrategia planetaria de oposición al enemigo declarado. Y si Occidente no ha sido capaz de alinear a ese mundo emergente contra Moscú, sumándolos al esquema de sanciones económicas y aislamiento diplomático (5), muchos menos puede esperarse que lo consiga, de proponérselo, en el caso de China. A pesar de que algunas de esas potencias perciben con mucha aprensión al régimen de Pekín por sus políticas de afirmación regional y reforzamiento militar, saben que no pueden prescindir de su dependencia.

India es un ejemplo paradigmático de esta dualidad estratégica (6). Mantiene con China una tensión permanente por sus diferendos territoriales, pero convive con ella en estructuras internacionales de consulta y cooperación. Paralelamente forma parte del QUAD, la alianza cuadrilateral del Asia Pacífico, al lado de EE.UU, Japón y Australia, claramente orientada a contener la influencia china en la zona (7). Reflejo de estas contradicciones, tras la publicación por Pekín de unos de unos polémicos mapas fronterizos, el gobierno indio ha tenido que encajar el desaire de la ausencia del presidente chino en la cumbre del G-20, que se celebrará este fin de semana en Nueva Delhi.

Este mundo emergente evasivo y multiforme es un motivo de inquietud más para Estados Unidos y, en menor medida, para sus principales aliados europeos, máxime cuando no se ha diseñado aún una estrategia conjunta de conducta hacia China y sólo circunstancialmente hacia Rusia. Y no es una carencia que vaya a resolverse pronto. 


NOTAS

(1) “The Crisis of Democratic Capitalism”. MARTIN WOLFF. PENGUIN PRESS. Londres, 2023. 
(2) “The Illusion of Great-Power Competition. Why Mild Powers -and small countries- are vital to U.S. Strategy”. JUDE BLANCHETTE & CRISTOPHER JOHNSTONE. FOREIGN AFFAIRS, 24 julio.
(3) “L’hétérogénéité des intéréts des uns et des autres disminue le capacité des BRICS à agir concretement”. ALAIN FRANCHON. LE MONDE, 31 agosto.
(4) “Pourquoi les BRICS veulent réduire leur dependence au dollar”. MARIE CHAREL. LE MONDE, 22 agosto; “Will the dollar hits a BRICS wall? SARAH SMIT. MAIL & GUARDIAN (Suráfrica), 30 mayo; “A BRICS currency could shake the Dollar’s dominance”. JOSEPH SULLIVAN, FOREIGN POLICY, 24 abril; “Can BRICS derail the Dollar dominance?”. EMMA ASHFORD (Stimson Center)y MATTHEW KROENIG (Scowcroft Center). FOREIGN POLICY, 1 septiembre
(5) ”Guerre en Ukraine: la revanche du Sud”. GILLES PARIS y PHILIPPE RICARD. LE MONDE, 7 julio.
(6) “What BRICS expansión means for India”. MICHAEL KUGELMAN. FOREIGN POLICY, 30 agosto.
(7) “The Folly of India’s neutrality”. SUMIT GANGULY & MISHA DINSTREE. FOREIGN AFFAIRS, 20 junio

El desafío del Sur y la inquietud de Occidente