viernes. 26.04.2024
monumento

El Monumento a los Caídos de Pamplona es, como el del Valle, la representación más genuina de la putrefacción fascista como símbolo de exaltación, no solo de los golpistas más señalados, Mola y Sanjurjo, sino de la humillación a las víctimas que sufrieron la represión de tales militares perjuros y antidemocráticos

Si planteo que oponerse a ellas es, a veces, lo más sensato y lo más lógico, seguro que mi actitud será calificada como antidemocrática y autoritaria. Porque se piensa que, si existe alguna actividad democrática, esa es por excelencia la consulta a la ciudadanía.

Sin embargo, no estaría yo tan seguro, amable lector, de sostener que todas las consultas hechas a la ciudadanía puedan calificarse con la vitola de democráticas y podría añadirse que, en ocasiones, ni siquiera llegan a ser simplemente consultas, sino añagazas administrativas hechas por el poder político correspondiente. Añagazas que suelen terminar en verdaderos pucherazos.

La correspondencia entre consulta popular y democracia no es tan simétrica como pueda parecernos.

Y, más en concreto, existen consultas que, como ya he sugerido, no es preciso hacerlas, ya que, antes que ellas, existe una legislación que determina qué es lo que conviene y debe hacerse para el interés colectivo de la ciudadanía.

Por ejemplo, resulta paradójico que en algunos ayuntamientos se discuta todavía si los concejales deben o no deben asistir a una procesión religiosa en representación de la ciudad o a título individual. Dicha dialéctica está de más, por cuanto el articulado de la Constitución ya ha resuelto esta situación al establecer que el Estado es aconfesional, y, por lo tanto, lo son de facto todas y cada una de sus instituciones, como deben actuar también, es decir, de forma aconfesional quienes representan al Estado en un Ayuntamiento o en un Parlamento.

El político no representa las creencias personales de nadie, ni siquiera las suyas, sino que, mientras ejerce su función pública, representa las leyes que rigen al Estado. Si una persona se mete en política para imponer sus creencias personales, lo que tendría que hacer es quedarse en casa.

No traeré a colación cantidad de consultas a la ciudadanía que han sido puñaladas traperas, no solo al concepto de democracia, sino, mucho más grave, a las buenas intenciones de la población que, sin ambages, confiaba en que sus dirigentes políticos cumplirían con las formalidades de rigor que ellos mismos habían establecido para el mantenimiento del sistema.

Solamente recordaré el referéndum de 1947 sobre la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado y que el Dictador se la guisó y se la comió de una sentada, acompañada por la servidumbre voluntaria de aquellas Cortes de chichinabo, presididas por Esteban Bilbao Eguía. Es que no fue ni consulta. Ni siquiera los periódicos de derechas le adjudicaron la palabra democrática, porque, para empezar dicha palabra no formaba parte de su léxico político. Y, para seguir, porque la España de 1947 no era un Estado de Derecho. Con Franco no lo fue nunca. Y, si no lo era, difícilmente podría hablarse de una consulta democrática. Fue un engaño y un pucherazo.

Hoy sabemos que el poder político toma decisiones sin consultar con la ciudadanía, cometiendo un grave error de pragmatismo, pues hacerlo evitaría cantidad de problemas sociales advenidos, precisamente, por no haber consultado a los interesados del impacto social que ciertas decisiones suelen tomar. Ejemplos los hay a porrillo.

Son decisiones que, al aplicarlas acarrearán un cambio económico y social importante en la vida de las personas, ya que modificarán gran parte del espacio físico, y también moral, donde viven, y porque tales decisiones casi nunca son para bien de la ciudadanía. Pero no solo.

También, porque, al no existir una ley democrática que contemple de un modo específico cómo debe hacerse esa obra, el apaño solo responderá a intereses particulares, casi siempre contrapuestos a los intereses de los ciudadanos. Si existiera esa ley democrática a la que aludo, no cabría en modo alguno protestar por dicha decisión, porque está respetaría los objetivos de una ley aceptada por todos o, como mal menor, por una asamblea delegada como las derivadas de un Parlamento o de un Municipio.   

Hoy en Navarra, estamos viendo cómo a ciertos partidos políticos les ha dado la picazón de pedir que la el futuro del Monumento a los Caídos sea decidido mediante consulta popular, pues nada más ajustado a la democracia que el principio de que “la ciudadanía debe decidir”. 

Como he dicho, se trata, aparentemente, de una propuesta muy respetuosa y democrática. ¿Lo es? Puede, pero con toda seguridad estamos ante una iniciativa engañosa, por redundante e innecesaria, y, probablemente, por demagógica y populachera por parte de quienes la pretenden. Me explico.

Si fuéramos consecuentes con la legislación actual, la ciudadanía no tendría nada que decir ni hacer en esta historia. Pues, a diferencia de esas obras gubernamentales, decididas en los despachos entre empresarios y políticos amigos del cohecho, y donde no existe una legislación sobre aquellas, sí la hay relacionada con monumentos de significación franquista, según una ley de la Memoria Histórica, y a la que hay que someterse guste o no.

El Monumento a los Caídos de Pamplona es, como el del Valle, la representación más genuina de la putrefacción fascista como símbolo de exaltación, no solo de los golpistas más señalados, Mola y Sanjurjo, sino de la humillación a las víctimas que sufrieron la represión de tales militares perjuros y antidemocráticos.

Aplicando lo que dicta la Ley de la Memoria Histórica, la demolición de los Caídos no necesita ningún acuerdo de la sociedad, ni su visto bueno, ni malo. Tampoco el acuerdo o disenso de los políticos. Pues, según la ley, la suerte del Monumento ya está echada, por su naturaleza intrínsecamente fascista.

En conclusión, se trata de una cuestión que ya está resuelta por una ley específica. Por tanto, hacer una consulta popular sobre la demolición del Monumento sería cuestionar la propia ley con la que, probablemente, estén de acuerdo, incluso, aquellos que propician ingenuamente dicho referéndum.

Es una redundancia democrática innecesaria. Así que, sin necesidad de rizar tanto el rizo democrático, bastaría con aplicar la ley de la memoria Histórica al Monumento y asunto concluido. Es decir, darle a la mecha y ¡boom! A tomar por saco. Se acabaron el perro y la rabia.

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