sábado. 20.04.2024
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La conectividad se ha convertido en el motor fundamental de la transformación del sistema económico y de los negocios, y el capitalismo tecnológico ha venido a reinar en la economía global

El 15 de septiembre de 2008, será recordado en el mundo como uno de los días negros de las primeras décadas del S.XXI. Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión de los EEUU se declaraba en quiebra tras 158 años de actividad generando un tsunami financiero global que costó 22 billones de dólares a la economía norteamericana. Se quebraba así una de las máximas del sector: “too big to fail”, demasiado grande para caer.

Sin embargo, este cáncer financiero había dado señales mucho antes. Jean Claude Trichet, entonces Presidente del Banco Central Europeo (BCE), ha reconocido que el verdadero inicio de la crisis financiera lo percibió un año antes, el 9 de agosto de 2007, cuando se enfrentó a una interrupción completa del funcionamiento del mercado monetario de la zona euro. Entonces, el mercado hipotecario estadounidense ya había dado varias señales de fragilidad, las bolsas mundiales se tambalearon y el contagio alcanzó a Europa. Alemania tuvo que inyectar dinero en el banco IKB, en un plan de rescate de más de 3.000 millones euros. Ante esas claras señales de alarma no se supo reaccionar, y las consecuencias de ello todavía las padecemos hoy.

La última década ha constituido, sobre todo en Occidente, un tsunami económico, tecnológico y social para millones de personas que han visto cómo se derrumbaban sus proyectos vitales y profesionales. El victorioso e incontestable relato que proclamaba la sociedad de la abundancia del capitalismo financiero, y que anunciaba que caminábamos hacia una nueva tierra prometida se derrumbó en unos días. Vivíamos en realidad el mundo del capitalismo casino que fue capaz de reestructurar no solo la economía, sino los valores, normas y comportamientos de las instituciones. Profetas del nuevo tiempo como el politólogo estadounidense Francis Fukuyama, tuvieron una importante influencia y predicamento con sus teorías del “Fin de la historia”. Un relato que parecía incontestable en el que la política y la economía del libre mercado se imponían a lo que denomina utopías de la guerra fría. Su teoría principal era la victoria del pensamiento único y el fin de las ideologías, que serían sustituidas por la economía capitalista del libre mercado desregulado.

El capitalismo financiero ganaba la batalla de las ideas cabalgando a lomos de la eclosión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC), que vinieron a revolucionar e imponer cómo se hacían los negocios financieros: rápidos, transnacionales y desmaterializados. Pero una vez el capitalismo financiero colapsó, y tras su rescate por parte de los gobiernos e instituciones internacionales, el mundo de los negocios globales siguió su trepidante carrera de velocidad adentrándose en la cultura del capitalismo tecnológico, emergiendo el infocapitalismo y su materia prima inagotable, el ser humano hipercontectado. En ese nuevo mundo los grandes actores económicos ya no son los grandes bancos o las petroleras, sino las empresas tecnológicas, las llamadas BigTech.

La conectividad se ha convertido en el motor fundamental de la transformación del sistema económico y de los negocios, y el capitalismo tecnológico ha venido a reinar en la economía global. Asistimos a una nueva configuración del poder político y económico, con la pérdida de centralidad de los territorios frente a la potencia del sector tecnológico. Las BigTech están hoy en el centro de las cadenas de valor de la producción, distribución y promoción de los productos y servicios que consumimos.

Los cinco grandes conglomerados tecnológicos —­Apple, Google, Microsoft, Facebook y Amazon— son las empresas más valoradas en Bolsa en el mundo. Su capitalización oscila entre los 500.000 millones de dólares de Facebook y los 850.000 millones de Apple a inicios de 2018. Si Apple fuera un país, tendría un tamaño similar al de la economía turca, holandesa o suiza. Google, por su parte, acapara el 88% de cuota del mercado de publicidad online. Facebook (incluidos Instagram, Messenger y WhatsApp) controla más del 70% de las redes sociales en teléfonos móviles. Amazon tiene el 70% de cuota del mercado de los libros electrónicos y en EEUU absorbe un 50% del dinero gastado en comercio electrónico. Si la cadena norteamericana de grandes almacenes Walmart fuera un Estado, ocuparía el décimo puesto, por detrás del tamaño de las economías de EE UU, China, Alemania, Japón, Francia, Reino Unido, Italia, Brasil y Canadá.

Hemos pasado del capitalismo financiero al capitalismo tecnológico sin apenas darnos cuenta, y el reto hoy como entonces, sigue siendo construir una gobernabilidad global que permita prevenir y corregir sus excesos

Ante este nuevo escenario, la antigua premisa que proclamaba “la geografía como destino”, ha dado paso a “la conectividad como destino”, y la digitalización de nuestras sociedades es comparable a la Ley de la Gravedad, irrefutable e irreversible. La transformación digital es una realidad, un reto y una oportunidad, generando nuevos productos, servicios y empleos, pero también es cierto que encierra algunos peligros ante la tendencia a la concentración y al oligopolio de las empresas tecnológicas. Corremos el riesgo de pasar del autoritarismo financiero, a la nueva tiranía de los algoritmos y las plataformas, que bajo la apariencia de la economía de la colaboración y de la ilusión de la promesa de la libertad digital, monopolizan y priorizan la información según sus intereses, además de precarizar los mercados laborales. Muchas son las ventajas de esta nueva economía, pero convivimos con externalidades negativas evidentes y peligrosas. Las grandes plataformas de contenidos se han convertido en los vertebradores de la información y la distribución de contenidos, y que entre otras cosas, facilitan de forma activa la propagación de la desinformación o las llamadas fake news alimentando burbujas ideológicas radicales o poco democráticas.

Ante todo ello, los otrora poderosos estados-Nación, los gobiernos y las instituciones, han quedado desbordados e impotentes para manejar de forma razonable esta nueva complejidad que da como resultado la pérdida de confianza en las instituciones y el auge de los populismos. La respuesta solo puede venir de un nuevo contrato social entre instituciones, empresas y ciudadanos para rediseñar algunas de las reglas con las que hemos venido operando hasta ahora, porque son ya obsoletas, y ponen en peligro la cohesión social, la equidad y la viabilidad de las democracias liberales modernas. La incertidumbre, y sobre todo el miedo, constituyen probablemente el más temible de los demonios de nuestras sociedades de hoy, y algunos saben sacar rédito de él. Es por ello, que es necesario más que nunca una nueva narrativa y una nueva ética basada en el compromiso y la transparencia que se haga cargo del estado de ánimo de la gente. Es necesario ofrecer una nueva hoja de ruta para construir colectivamente un nuevo relato, nuevas coherencias en un mundo cambiante y desconocido.

El escritor Arthur C. Clarke solía decir que los efectos de las innovaciones tecnológicas suelen ser exagerados a corto plazo pero subestimados a largo plazo. Algo de eso vivimos en la mayoría de países y regiones del mundo. Hablamos constantemente del impacto y el potencial de las nuevas tecnologías, de los grandes beneficios que aporta a nuestras sociedades, pero no somos capaces de gestionar razonablemente este nuevo capitalismo tecnológico que genera miedo y desconfianza de millones de ciudadanos que ven hundirse el mundo conocido bajo sus pies para adentrase en una nueva terra incognita llena de nuevos desafíos para los que no se sienten preparados ni acompañados. Y ante la falta de expectativas, respuestas, y referentes creíbles que den sentido y dirección a las expectativas de los ciudadanos, muchos abrazan actitudes excluyentes, xenófobas o populistas de aquellos que les prometen la vuelta a los good old times, es decir, el camino de retorno a aquellos viejos y gloriosos buenos viejos tiempos que ya no volverán.

Diez años han pasado desde la caída de Lehman Brothers. Los gobiernos prometieron entonces “reformar el capitalismo”, pero una vez rescatado el sistema financiero internacional, el capitalismo desregulado vuelve a imponer su diktat. Hoy ya no son las grandes corporaciones financieras y los grandes bancos de inversión los que imponen su ley. Los nuevos actores son las BigTech y su formidable capacidad para imponer sus reglas de juego. Hemos pasado del capitalismo financiero al capitalismo tecnológico sin apenas darnos cuenta, y el reto hoy como entonces, sigue siendo construir una gobernabilidad global que permita prevenir y corregir sus excesos.

Del capitalismo financiero al capitalismo tecnológico