viernes. 29.03.2024
ludismo

Las máquinas se multiplican hoy en todos los ámbitos de la vida y ocupan sigilosamente, como alienígenas, todos los rincones del medio ambiente que habitamos

Lo bueno de las máquinas es que no necesitan ir al baño. No piden pan. No transpiran. No sufren ni protestan cuando las golpeas. Por no hacer ni siquiera hacen huelgas. No exigen salarios dignos, ni conciliación familiar. Simplemente no tienen reivindicaciones. Las máquinas son así. Son totalitariamente obedientes. Y si te cansas las desenchufas y te olvidas. Eso sí, necesitan cantidades ingentes de energía, además de consumir un estimado anual del 10% de su valor por el desgaste (según nos dice Piketty en El capital en el s. XXI). Esos son los únicos defectos de las máquinas, que se deterioran con el uso y consumen energía, mucha energía.

Una última ventaja de las máquinas es que no necesitan emigrar. Les da igual las hambrunas o las guerras, las crisis o las bonanzas, no son perseguidas porque no tienen credo ni mayor inclinación de ningún tipo. Las máquinas, en su simpleza, se ahorran las cajas destempladas de las policías fronterizas, las persecuciones, las concertinas. Las máquinas, en sentido estricto, ni siquiera mueren. Ni por causas naturales ni ahogadas entre Gibraltar y Malta, en aguas del Mediterráneo.

Las personas son todo lo contrario de las máquinas. Por ejemplo, en multitud de circunstancias, más allá de las mencionadas hambrunas y guerras, las personas necesitan emigrar (además de ir al baño, pan, transpirar, huelgas, salarios dignos, conciliación familiar, y morir). De hecho, la historia de la humanidad es de alguna manera la historia de sus migraciones. Desde que el hombre y la mujer salieron de África, hace un mínimo de 60.000 años, hay infinitos ejemplos. Sin ir más lejos, ¿quién no ha oído a alguno de nuestros mayores hablar de la emigración a Alemania durante los años sesenta? Seguro que los habéis oído contar de aquellos años en que un trabajador o una trabajadora podía cambiar de trabajo sin problemas, de un día para otro, en Alemania.

La industria alemana, que se recuperaba de los desastres de la II Guerra Mundial y se encontraba en plena expansión durante la década de los 60, necesitaba mano de obra con urgencia. Sin embargo, en España había demasiadas personas en edad de trabajar, sin trabajo. En Alemania había máquinas sin gente, y en España gente sin máquinas. Por eso mismo, el régimen de Franco firmó un convenio de emigración con el gobierno de este país, y 600.000 españolas y españoles cogieron las maletas y se fueron a trabajar allí. Y Alemania también firmó convenios de emigración con otros países europeos.

En cualquier caso, el mundo a mediados del s. XX era muy distinto al de principios del s. xxi, al mundo de hoy. No había tantas máquinas. Había máquinas, pero no tantas. De hecho, la historia de la humanidad es también la historia de las máquinas, que llevan asociadas a nosotros, humanos y humanas, personas, desde hace muchísimo tiempo. Desde la rueda, cuyo origen se pierde en el pasado remoto de hace más de 5.500 años, pasando por la máquina de Watt de la segunda mitad del s. XVIII, hasta hoy, con la Inteligencia Artificial (de las máquinas) y las Tecnologías de la Información y la Comunicación (entre máquinas).

Las máquinas se multiplican hoy en todos los ámbitos de la vida y ocupan sigilosamente, como alienígenas, todos los rincones del medio ambiente que habitamos. Las máquinas nos ayudan en casi cualquiera de las actividades que llevamos a cabo, sean productivas, asistenciales, y de ocio y/o placer. Por poner solo algunos ejemplos, vemos cómo los bancos derivan los procesos en metálico a máquinas y los coches van sin conductor (con algún grave percance todavía, como se vio en Temper, Arizona). Las máquinas se meten incluso en nuestro organismo, no solo en forma de dispositivos de cirugía o intervención médica, también como artefactos en miniatura que se introducen literalmente en el cuerpo, según anuncia para un futuro cercano el Massachusetts Institute of Technology, en colaboración con el Harvard Medical School y el Brigham and Women's Hospital. También en las guerras modernas se impone la tendencia general a sustituir el trabajo de las personas por el de máquinas. Nuestra dependencia de ellas es incuestionable y aumenta cada día. Sin máquinas sería sencillamente imposible que la producción industrial alcanzara los niveles de la actualidad, cuando el PIB mundial es de poco más de 75 billones de dólares (en 2016, según el World Bank). Sin máquinas, el PIB mundial volvería a los niveles del S. XVII o anteriores.

Este sistema de producción sostenido en la mecanización extrema demanda una mano de obra crecientemente cualificada (según afirma también en su libro Piketty), lo que exige una mayor formación a las personas que necesitan y quieren trabajar, pero, sobre todo, produce una disminución gradual de los puestos de trabajo disponibles para otras personas. Según varios estudios (de los cuales uno de los más citados es The future of employment: how susceptible are jobs to computerisation?, de Carl Benedikt Frey y Michael A. Osborne, facilitado por Oxford University en 2013; y también uno más reciente, de marzo de 2018, de la Organisation for Economic Co-operation and Development, firmado por Ljubica Nedelkoska y Glenda Quintini), una buena parte de los puestos de trabajo que hoy ocupan las personas acabarán siendo ocupados por máquinas.

Es un asunto complejo, pues al mismo tiempo que la automatización elimina puestos de trabajo, también crea otros. En cualquier caso, estos estudios nos sirven para hacernos una idea de magnitudes. Los porcentajes varían según el estudio. Mientras que el de Frey y Osborne afirma que un 47% de los puestos de trabajo de la muestra, en EEUU, estarían en peligro de mecanización, el de Nedelkoska y Quintini afirma que el 14% de los puestos de trabajo de los 32 países estudiados (es decir, 66 millones de puestos de trabajo) tienen un 70% de posibilidades de ser automatizados, y otro 32% (es decir, 150 millones) tienen entre el 50% y el 70% de posibilidades de desaparecer.

Por si fuera poco, hemos visto y vemos casi a diario cómo las tiendas de barrio desaparecen en favor de los centros comerciales y las grandes cadenas, de las grandes corporaciones y las empresas globales. No hace falta más estadística que ver cómo los bancos, los mismos que sustituyen a trabajadores y trabajadoras por máquinas, los mismos que han sido rescatados a cuenta del futuro de estos y estas, esos bancos, recurren a los despidos aun con beneficios.

No, las máquinas no son personas, ni mucho menos emigrantes. Según datos del INE, en el último año natural llegaron a España unos 500.000 inmigrantes extranjeros. Esta cifra supone, en las mismas fechas, más o menos el 2,7% de la población activa española. Si tenemos en cuenta estas cifras y las que arrojan los estudios citados, las máquinas serán las que en un futuro a medio plazo sustraerán los puestos de trabajo a las personas, sean emigrantes o no lo sean. Quizá deberíamos preocuparnos más por las máquinas que por la emigración, por esos hombres y mujeres que vienen a ofrecernos su fuerza de trabajo, su energía humana, que huyen de situaciones de las que los países ricos alguna responsabilidad tienen. Y más si pensamos, según la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (art. 13.1), que el de circular libremente es uno de los derechos fundamentales del hombre y la mujer.

RICARDO 

Ricardo Molina Pérez

Licenciado en Filosofía, escritor y traductor

Máquinas y emigrantes