jueves. 25.04.2024
Pantalla_Netflix

La semana comenzó con noticias sobre los bárbaros y bárbaras de dos colegios mayores de Madrid. Ellos gritaban tal como lo hacían los hombres del paleolítico, ellas, orgullosas del espectáculo en su honor, reían satisfechas de la escenografía montada por sus machos de hermandad. Luego, Vox y su fiesta nacional, cayetanos y maripilis coreando una canción que animaba a volver a 1936, a ese año, a ese mes de julio en el que sus antepasados decidieron incendiar España, destruir, torturar, robar, matar en nombre de Dios y del Cid Campeador. Oigo a  Trump y a Meloni, animar a la reconquista, felicitar a los trogloditas por su amor a la humanidad.

Entre tanto, los ayatolás siguen matando porque también hablan en nombre de Dios, del Dios que les dijo que las mujeres debían ir tapadas y que los hombres tenían derecho a apalearlas. También escucho a Biden, con más de ochocientas bases militares repartidas por todo el mundo, hablar sobre el armagedon, el fin del mundo, empeñado en trocear Rusia a costa de miles de muertos, mientras su país lleva décadas cercando al país de la Revolución de Octubre hoy dirigido por un reaccionario sediento de sangre ajena, queriéndolo apartar del mundo de los buenos.

Las bases controlan el mundo para Estados Unidos, las plataformas, el pensamiento y la conducta pasiva de los ciudadanos. Todo un éxito al final del imperio

Por fin, el domingo a la noche, Blonde, la película que Netflix ha elaborado sobre Marilyn Monroe y que está a la cabeza de las más vistas de los últimos años. Y siento vergüenza, tanta como rabia, como tristeza, como indignación, como ganas de arrojar el aparato por la ventana como ya hiciera un querido amigo. Las bases controlan el mundo para Estados Unidos, las plataformas, el pensamiento y la conducta pasiva de los ciudadanos. Todo un éxito al final del imperio.

Y hablo de Blonde porque además de parecerme una pésima película, mal estructurada, sin ritmo, llena de planos absurdos que dejaron de utilizarse hace más de veinte años, es una película con una clara intención ideológica. Hay excelentes biografías sobre Marylin, algunas tan célebres y solventes como la de Spoto, Marilyn Monroe, la biografía, la de Summers, La vida secreta de Marilyn Monroe o Marilyn Monroe: Norma Jeane, de Gloria Steinem. Tanto Netflix como el director de la película podrían haber recurrido a cualquiera de ellas o a los cientos de testimonios que sobre su vida dejaron personas tan notables como John Huston, Billy Wilder, Arthur Miller, Jack Lemmon o Norman Mailer. No fue así, y se decantaron por la ficción biográfica Blonde de Joyce Carol Oates, prolífica escritora yanqui que probablemente reciba el Premio Nóbel un año de estos. No he leído su libro, pero si he visto la película basada en él.

Nunca he sentido especial atracción por las vidas de mis actores, guionistas y directores favoritos, aunque con frecuencia he leído episodios llamativos de sus vidas. De Marilyn casi todos sabíamos que había tenido una vida muy difícil en la que pese a haber llegado a las más altas cimas de la fama, predominaron los periodos atribulados y angustiosos. También era de general conocimiento que no era la rubia tonta que algunos quisieron ver y difundir, sino una persona en extremo sensible, inteligente y capaz, hasta el extremo de convertirse, contra viento y marea, en una de las más grandes actrices que ha dado el cine de Hollywood pese a las muchísimas trabas, acosos y trampas a que fue sometida por los machos dominantes de la industria.

En la película de Netflix no hay un sólo fotograma de verdad, Marylin fue torturada desde niña y fue durante toda su vida una persona inestable e histérica dispuesta a acudir a cualquier sitio, incluida la Casa Blanca, para prestar sus servicios sexuales a cambio de nada.

No hay nada en la horrible película que nos haga pensar que Monroe fue una persona inteligente que luchó por tener un lugar en un mundo completamente construido, organizado y dirigido por hombres

Buscando el sensacionalismo más zafio y vulgar -los productores y el director saben a quienes se dirigen- ignoran que la actriz fue feliz durante la parte de su infancia que pasó con la familia Bolender, mienten al hablar del trío con Cass Chaplin y Edward G. Robinson hijo, pues al primero lo conoció someramente y al segundo algún año después sin que ninguno de los dos figurasen entre su núcleo de amistades íntimas.

Tampoco estuvo obsesionada con la idea del padre al que nunca conoció ni quiso conocer, ni era una histérica que se arañaba la cara cuando rodaba con Billy Wilder. Es cierto, pero requeriría un esfuerzo intelectual no querido por la plataforma, que Marilyn discutía con Wilder, interrumpió rodajes y discutió fuertemente con el director, pero el propio Wilder reconocería años después que las exigencias que le planteó para sus personajes, mejoraron mucho sus películas.

No hay nada en la horrible película que nos haga pensar que Monroe fue una persona inteligente que luchó por tener un lugar en un mundo completamente construido, organizado y dirigido por hombres, nada que nos hable de su pasión por la lectura salvo unas superficiales referencias a Chejov y Dostoiewsky, nada que nos hable de que fue capaz de montar su propia productora para sustraerse del dominio de las grandes corporaciones, ni de el apoyo que dio a Arthur Miller cuando fue perseguido, acusado de comunista, por el tribunal de la santa inquisición que montó el ultraderechista senador McCarthy, uno de los episodios más tristes de la trágica y sangrienta historia de Estados Unidos que, además, ha marcado hasta nuestros días el devenir de aquella nación.

Por el contrario, si hay una clarísima andanada antiabortista en la película. Marylin habla con los embriones que albergó en su utero. Los ve y mantiene conversaciones con ellos, incluso con el del falso embarazo que tuvo con Miller. El feto le dice a Monroe que no haga lo mismo con él que hizo con su hermano, que él quiere vivir y que sea buena. El feto se ve perfectamente, con alta definición, en una de las secuencias más repulsivas que he visto en los muchos años que llevo de espectador cinematográfico.

La difamación no se válida para el arte, como tampoco lo son los mensajes ultraderechistas poco subliminares que cada vez con más frecuencia van introduciendo en producciones norteamericanas

Marilyn Monroe es un mito cinematográfico, como lo fueron Bogart, Peck o Margarita Cansinos. La libertad de expresión nos ampara a todos, pero la mentira, el infundio, el bulo, la patraña, la infamia no pueden formar parte de nuestra cultura ni de nuestro presente, porque hipotecará gravemente nuestro futuro. Por supuesto que se pueden hacer las películas que se quieran para desmitificar a quien sea, pero hay una frontera que no se puede traspasar.

La difamación no se válida para el arte, como tampoco lo son los mensajes ultraderechistas poco subliminares que cada vez con más frecuencia van introduciendo en producciones norteamericanas destinadas a un público nada exigente y dispuesto a tragarse mentiras por verdades absolutas. Las redes y plataformas sociales son hoy un instrumento mundial de control masivo del pensamiento y la ideología. No hay nada de inocencia en ellas, sino el firme propósito de favorecer políticas reaccionarias a escala planetaria.

La película sobre Marilyn Monroe es sólo un botón de muestra de los propósitos, la ideología y la catadura moral de los dueños de las empresas globales de comunicación que hoy controlan el mundo. Denunciar sus prácticas, exigir que sean sometidas al imperio de la Ley, romper, trocear el oligopolio que aplasta la libertad de pensamiento, es en nuestros días un acto revolucionario irrenunciable si queremos que la democracia siga existiendo.

Blonde, ética y estética de la extrema derecha