viernes. 03.05.2024

Crímenes contra la humanidad

“La inhumanidad infringida al otro destruye mi humanidad” (Inmanuel Kant) Cuando le cuento a Dalmar que España atraviesa una crisis sin precedentes, suelta una sonrisa incrédula y pregunta luego a qué crisis me refiero.

“La inhumanidad infringida al otro destruye mi humanidad” (Inmanuel Kant)

Cuando le cuento a Dalmar que España atraviesa una crisis sin precedentes, suelta una sonrisa incrédula y pregunta luego a qué crisis me refiero. Le explico que en 2008 se produjo el estallido de una burbuja y que como consecuencia de ello la economía del país se fue al garete, que inmediatamente después la gente comenzó a perder sus puestos de trabajo, sus viviendas, su educación, su salud, y ultimanete su derecho a manifestar su descontento.

Dalmar sigue sin entender un cuerno de lo que le digo, aunque sí conoce la decisión del gobierno de Mariano Rajoy de negar la atención médica a los inmigrantes porque Sarabi, un viejo amigo vecino de la aldea, vive desde hace algunos años en Madrid y días atrás se lo hizo saber.

Pero exceptuando este detalle que Dalmar considera “una cosa mala”, este hombre somalí ignora el resto de desventuras por las que atraviesa el país al que aspira emigrar en cuanto reúna el dinero suficiente. La única crisis que él conoce es esa con la que se enfrenta cada mañana cuando el hambre le recuerda que aún sigue vivo. Quizás por esta razón Dalmar prefiere no creerme cuando le cuento que el año pasado el Mediterráneo se tragó la vida de más de mil quinientos africanos que intentaron -como asegura él que lo hará- alcanzar el sueño europeo.

La inanición es, en la aldea de Dalmar, una de las formas más habituales de morir; aún cuando esa vida que cesa no hubiera superado ni siquiera los cinco años. La desnutrición mató a su hermano, a sus dos primos y a unos cuántos vecinos, niños de edades similares de los que Dalmar no recuerda ni nombres ni rostros.

Le digo a Dalmar que actualmente hay en el mundo mil millones de hambrientos pero que el planeta produce alimentos suficientes para todos sus habitantes. Me mira desconcertado. Sigue sin entender. Apenas atina a decir que eso también es “una cosa mala”. Le digo que el último informe de la ONU asegura que sólo con la comida que se desperdicia en el Reino Unido y EE.UU. se podría sacar de la hambruna a más de mil millones de personas en el mundo; que sólo siete grandes hipermercados europeos derrochan 367 mil toneladas de alimentos; que los españoles tiran a la basura el diesiocho por ciento de la comida que compran. Pero Dalmar sigue sin creerme ni una sola palabra.

Dalmar no sabe a qué me refiero cuando hablo de especulación financiera, cuando le digo que el hambre, además de ser “una cosa mala”, es responsabilidad de unos seres humanos a los que, de ser equitativa la balanza de la justicia, ya deberían haber sido juzgados por crímenes contra la humanidad. “La muerte por desnutrición”, le digo como si se tratase de una lección aprendida de memoria, “no responde a ninguna ley de la naturaleza, sino que es producto de la perversidad y el egoísmo inquebrantable de un puñado de inhumanos que se escudan tras el libre mercado para no sentir la mínima responsabilidad de sus repugnantes acciones”. Y suelto todo esto de corrido, como un escupitajo que va dirigido no sólo al rostro de esos seres despreciables que toman las decisiones, sino a los de quienes persisten en considerar que no hay cambios posibles, que así son las cosas, que éste es el único sietema posible, “que no es perfecto, pero es el que hay”. (Y que gire la cara quien no crea ser merecedor de este gargajo).

Dalmar guarda silencio. Quizás mientras le cuento todo esto esté pensando en eso que me dijo antes de nuestro encuentro; eso de que no es justo que unos tengan tanto y otros ni siquiera tengan algo en el estómago.

“Hay tres grandes actores en el mercado alimentario”, le explico. “El maiz, el arroz y el trigo cubren el 75% de la alimentacion mundial. Pero estan bajo el control de una decena de multinacionales. Estas multinacionales son las que fijan el precio de los alimentos y hacen que el arroz -por ejemplo- aumente en un 113%, creando unos beneficios extraordinarios para bancos, financieras y demás entidades para las que la única ética existente es ganar cada minuto más”.

Como si se tratase de una lección improvisada, urgente, intento ser lo más claro posible; aunque la lección -como siempre- va dirigida a mi mismo; porque a medida que avanzo en esta suerte de adoctrinamiento que me autoimpuse ya hace tiempo, voy esparciendo retazos de asco y rabia que con un poco de suerte quizás se vuelvan contagiosos. No se si hago bien en decirle todo esto a Dalmar. Suficiente tiene ya con ser una de las víctimas, con haber nacido en la vereda en donde no asoma el sol, con enfrentarse a un enemigo invisible para el que él es, cuanto mucho, nada.

“Pero hay planes de ayuda, hay organizaciones no gubernamentales, hay gente interesada en los problemas de Africa....”, dice Dalmar con cierta esperanza en que le responda que si, que los hay y que los seguirá habiendo. Pero tengo que ser lo más claro posible, aunque la realidad sea una auténtica asquerosidad. “Los hay”, digo, “pero no por mucho tiempo más. El programa de alimentación de Naciones Unidas perdió en dos años la mitad de su presupuesto porque los estados industriales, provedores de la limosna que financia este proyecto, no pueden seguir pagando por culpa de la crisis financiera internacional. Francia, Alemania, Inglaterra ya no colaboran porque deben salvar a Grecia, a Italia y a los bancos europeos. Africa nunca fue urgente. Y ahora lo será menos, aún si cabe. Porque el mercado financiero necesita el sustento de los bancos. Y el dinero que antes sostenía al programa alimentario internacional, ahora está siendo destinado a salvar las riquezas de los ricos, a proteger de la caída a los mismos de siempre, a esos que despilfarraron millones, que provocaron el caos mundial y a quienes, como te decía al principio, debería juzgarse por crímenes contra la humanidad”.

Me pregunto qué piensa Dalmar de esto que le cuento. Que es “una cosa mala”, seguramente. Me pregunto además qué será de Sarabi, su amigo que vive en Madrid. Desde el 1 de septiembre ya no tendrá derecho a la asistencia sanitaria porque así lo decretó el gobierno de Rajoy. Me pregunto quiénes pagarán por tanta inhumanidad, por tanto desprecio. Y mientras me pregunto estas cosas, unos tipos de traje hablan del Euríbor, del riesgo país, de deuda soberana, de ajustes y acuerdos bilaterales. Son los de siempre. Esos que saben que si la bolsa sube, el hombre baja.

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