sábado. 27.04.2024
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El conservadurismo oscurantista preexistía a la posmodernidad, y le sobrevivirá. La descalificación por activa, pasiva y perifrástica del discurso ilustrado, y en particular de ideas como libertad, igualdad y fraternidad, ha dado nuevos bríos a concepciones anquilosadas del mundo. Muestra elocuente es la renovada boga del carcamal ideológico que es el nacionalismo. Uno que se creía primer ministro in pectore nos reveló que en sus viajes a lo largo y ancho de la piel de toro, solo veía españoles: no había explotadores y explotados, defraudadores y cumplidores, corruptos y honestos, violadores y violadas. El cuento de sus gafas mágicas aparecía sobre un trasfondo evocador del fascismo. Lo más grave es que ya no nos sorprende que un programa electoral basado en cuatro simplezas y en manipulaciones manifiestas, con revoloteo de banderas y orgía de cantos futboleros, pueda congregar a multitudes. Obnubiladas por un espejismo, sus huestes aclaman a los mismos que las despojarán de lo poco que tienen.

Si añadimos los nefastos efectos de los medios, vemos cuánto se asemeja la política actual a las maneras de los encantadores de serpientes de la India. Como la cobra, la muchedumbre es sorda; se desplaza siguiendo los contoneos del flautista. La música que el dueño del tinglado emite con desgana es un subterfugio, un mero adorno que la víctima es incapaz de descifrar. Nos hallamos ante un movimiento cuyas maniobras desnaturalizan la realidad mediante la engañifa de llamar a filas a la identidad y la tradición para enfrentarlas al fantasma del Otro, de los múltiples otros. En España, eso supone despertar los monstruos más temibles, desde la afición a la tortura y muerte de animales hasta la intransigencia social y el fanatismo religioso, del autoritarismo del ordeno y mando más cerril al cohecho como sistema de gobierno. Todo ello aderezado con gritos, himnos, «a por ellos» y ministros o aspirantes declarándose novios de la muerte.

Unas raíces sólidas no tienen por qué obstaculizar que la copa tenga un desarrollo exuberante, y las ramas se extiendan en todas direcciones. Es difícil imaginar un escritor más cosmopolita y universal que Joyce, y a la vez solo un leprechaun podría ser más irlandés. Pero eso no le impedía ser consciente de los males que atenazaban a su tierra y sus paisanos, y criticarlos con su implacable ironía, dedicada especialmente al nacionalismo y la religión. De cuando en cuando, frente a la avalancha de incendios provocados por la histeria patriotera atizada por voces públicas irresponsables, aparece alguna reivindicación de la cordura. En 2018, la actriz israelo-americana Nathalie Portman declinó acudir a Jerusalén para recibir el premio Génesis, uno de los más importantes de Israel. En su negativa pesaba la presencia de Netanyahu y demás dirigentes en la ceremonia. No solo en el país, sino en otras comunidades judías, se alzaron voces desacreditándola y cubriéndola de insultos. Se pidió que le retiraran la nacionalidad. Su respuesta, calmada y reflexiva, debería dar que pensar a tantos cantores de las glorias de sus respectivas patrias: «Porque quiero a Israel tengo que rebelarme contra la violencia, la corrupción, la desigualdad y el abuso de poder» (cit. en Le Point nº 2382). Convendría que en entornos naranjas, verdes y azules o de un rojo descolorido, se tomara nota de las sabias palabras de Padmé-Amidala.

El cosmopolitismo, aquel invento al que dieron carta de naturaleza los filósofos cínicos griegos, es la única identidad apropiada para la dignidad del hombre

Más de un astronauta ha encontrado en la contemplación de la Tierra desde una nave espacial el antídoto perfecto del tribalismo en general y del nacionalismo en particular. La visión de esa esfera azul moviéndose errante –es lo que significa planeta en griego– invita a tenerla por tu hogar, tu verdadero suelo natal. El enfrentamiento mental con la realidad inmensa del Cosmos, esa que aterraba a Pascal, es una gimnasia adecuada para la comprensión de la vanidad de las querellas raciales, religiosas o nacionales. Siempre me ha resultado emocionante que en astronomía se conozca al cúmulo de galaxias al que pertenece nuestra Vía láctea como Grupo local. Consideramos nuestra casa a una extensión colosal de millones de parsecs cúbicos, de incontables años-luz en todas direcciones. ¿Quién es capaz de ver en tamaño paisaje el campanario de su aldea, el poste totémico de su tribu? Tan vasto es el universo, y tan pequeños nosotros y las megalomanías que nos ofuscan, que sentimos como nuestro ese territorio y a él nos apegamos. El cosmopolitismo, aquel invento al que dieron carta de naturaleza los filósofos cínicos griegos, es la única identidad apropiada para la dignidad del hombre. «Yo siento que el mundo entero es mi casa, cualquier lugar donde haya nubes, pájaros y lágrimas humanas» (Rosa Luxemburg Correspondencia).

En nuestro ecosistema proliferan los cierres de fronteras, los muros y las vallas. El acceso a la nacionalidad se vuelve casi inalcanzable, el permiso de residencia e incluso el de circulación cada día se ven más restringidos. No es fácil imaginar que hace dos milenios, millones de personas de tres continentes eran ciudadanos de pleno derecho de un sitio en el que no habían nacido, no vivían ni trabajaban, y que de hecho no habían visitado nunca. La ciudadanía y sus privilegios fueron extendiéndose, culminando en el año 212 en el edicto de Caracalla, que la otorgaba a todos los hombres libres del Imperio. Cada vez está más claro, como sostiene Mary Beard en SPQR, que esa idea radicalmente inclusiva no solo fue un logro civilizatorio de primer orden, sino que resultó esencial para su larga persistencia.

Ese precioso legado jurídico-político de la antigua Roma que era su concepción abierta de la ciudadanía ha sido dilapidado por el maremágnum de las patrias pequeñitas. He aquí otro punto a añadir a la hilarante escena «¿Qué han hecho los romanos por nosotros?» de La vida de Brian. Dada la mala prensa que en este país arrastra la palabra nacionalismo, por razones que son de dominio público, sus nuevos adalides alardean de patriotismo, hasta de patriotismo civil. Se supone que con ello quieren apelar a la noción de patriotismo republicano característica de cierta filosofía política, en especial alemana, que trataba precisamente de alejarse del nefasto nacionalismo identitario y excluyente. Estos no pueden usar el término republicano porque se lo prohíbe su religión. Por añadidura, su patriotismo civil es mero envoltorio. Lo que defienden cabe más bien en aquella definición inolvidable de George Bernard Shaw: «Patriotismo es tu convencimiento de que este país es superior a todos los demás porque tú naciste en él». Esa es la salvación que nos traen. La nueva política y los campeones de la superación de la modernidad trasnochada nos ofrecen a modo de panacea universal un retorno al tribalismo. Y esos líderes son jaleados por los clérigos mediáticos como portadores de la buena nueva del tiempo futuro.

Tribalismo