El problema radical no es tanto que los algoritmos tengan uno u otro sesgo, cuanto que los asumamos y los normalicemos dándoles carta de naturaleza. Lo peor es que nos comportemos como si nos determinaran también pautas algorítmicas. Las empresas nos hacen hablar con voces metálicas que brindan opciones donde no se recogen nuestras cuitas. Hay que dar algún rodeo para que por fin te atienda un interlocutor humano. Los chats automatizados están a la orden del día y nos pasamos la vida tratando con entelequias cibernéticas para las que somos meros transmisores de datos. Esta telaraña virtual nos atrapa condicionando severamente nuestros deseos y decisiones.
Esta pérdida de autonomía es una servidumbre voluntaria, porque se verifica con el consentimiento cuando menos tácito de quienes lo padecen. Están servidas unas condiciones de posibilidad ideales para que cunda la demagogia y la manipulación. En ocasiones quien manipula ni siquiera es consciente de hacerlo, al formar irte de un complejo engranaje cuyos resortes ha interiorizado voluntariamente. Nos escudamos tras los manuales de instrucciones, como si nuestra condición humana no consistiera justo en lo contrario, es decir, en discernir por cuenta propia recurriendo a nuestro aparato neuronal sin guías que lo tutelen.
Vivimos en la época del simulacro. Trucamos nuestras fotos, aparentamos cuanto no somos y rehuimos conocernos mejor, porque solo nos interesa nuestro avatar
Pocas perversiones políticas han legislado tanto y con tantos detalles como el nazismo. Su paulatina legislación respecto a quienes daban por considerar “judíos” así lo demuestra. Sus copias por triplicado de cualquier actuación han servido para documentar aquellos horrores. Los códigos proliferan cuando uno impera la desconfianza y esto da lugar a una picaresca que no rehúye la deshonestidad intentando guardar las apariencias. Vivimos en la época del simulacro. Trucamos nuestras fotos, aparentamos cuanto no somos y rehuimos conocernos mejor, porque solo nos interesa nuestro avatar, esa mascarada que sepulta nuestra personalidad.
Estamos empeñados en humanizar a los robots e incluso les denominamos androides, cuando más debería inquietarnos la paulatina e inexorable robotización del ser humano. Dejarnos determinar por unas aplicaciones y sus algoritmos es hipotecar nuestra libertad. Confiar nuestros juicios éticos a una tabulación previa nos anula como agentes morales. No hay nada más irresponsable que delegar nuestra responsabilidad en una normativa determinada, que quizá debiera modificarse al revelarse injusta, por muy tentador que resulta utilizarlo como pretexto para no rendir cuentas de nuestras actuaciones. El privilegio del ser humano es la discrepancia respetuosa que no se parapeta tras los algoritmos o su equivalente funcional, el argumento de autoridad, pues en ambos casos no hay nada que argumentar ni cabe ninguna réplica.
Un pueblo de robots no podría cultivar el diálogo, ni necesitaría reunirse para intercambiar pareceres en un ágora. Tampoco suscribiría las reglas del juego democrático, sencillamente porque toda su legislación sería heterónoma por definición. Así las cosas, parece preferible apostar por ese pueblo compuesto por demonios del que nos habla Kant y no convertimos en un pueblo de robots aparentemente angelicales donde no hay lugar para la responsabilidad. Sería una forma de festejar el tercer centenario de Kant.