domingo. 28.04.2024
filosofia_quien_soy

Se desconocía la fuente de financiación, pero el proyecto era demasiado tentador para dejarlo pasar pese a su secretismo y las dudas que pudiera plantear sus presuntos objetivos filantrópicos. El desafío científico era colosal y el presupuesto económico parecía prácticamente ilimitado. Lo suyo hubiera sido que algo así tuviera una financiación pública. Pero desde hace tiempo las reglas del juego académico invitaban más bien a lo contrario. Se destinaban onerosas partidas para corporaciones editoriales que recibían fondos públicos para favorecer el acceso abierto a la ciencia. Una disponibilidad libre y gratuita que paradójicamente generaba beneficios privados. Al personal científico también se le reclutaba por su capacidad para captar fondos, como si su quehacer consistiera en eso y no en aguzar el ingenio para descubrir cosas de utilidad social, lo que no pasa necesariamente por producir algún rédito económico, siempre que no se considere la rentabilidad económica como un valor supremo e incomparable, claro está.

La vertiente humanista del reto también tenía un enorme peso específico. Se trataba de recrear a dos gigantes filosóficos mediante la IA. Sus obras ya estaban disponibles en la OAI, pero el ChatGpt se mostró defectuoso y esto era una mala publicidad para la futura clientela de pago, sobre todo para el acceso Premium Plus, un ámbito VIPs cibernético disponible únicamente para los más pudientes. El que mucho abarca poco aprieta, incluso aunque tengas un potencial tan poderoso como el de los ordenadores cuánticos. Por eso alguien se preguntó qué pasaría limitando a un par de filósofos las aplicaciones algorítmicas.

En 2024 se celebraba el tricentenario del natalicio kantiano y Kant era un candidato firme, porque a cualquiera le suena su nombre, aunque no haya leído una línea de sus escritos y tampoco sepa nada del papel histórico jugado por Königsberg en la Prusia Oriental.

Había que darle un interlocutor con quien dialogar y, tras algunas dudas al respecto, se optó por la figura de Diderot, el artífice de la Enciclopedia por antonomasia. Después de todo algunos lo consideran el pensador ilustrado más contemporáneo, entre otras cosas porque su obra ni siquiera fue conocida por sus coetáneos, al ir publicándose póstumamente a lo largo de las centurias posteriores. Algún estudioso kantiano aventuró la hipótesis de un encuentro secreto de Kant con Diderot, en el que se habrían repartido los modos de divulgar sus ideas ilustradas. Uno lo haría de manera rigurosa con todo un sistema filosófico, mientras el otro lo haría tan rapsódica como fragmentariamente.

No se contaba con material genético alguno, dado que ambos cadáveres fueron víctimas del hurto. Pero su legado sí estaba disponible. Aparte de las obras publicadas y los inéditos, ahí estaba su correspondencia y el testimonio de quienes les trataron, además del ingente material que suponían las aportaciones de quienes habían estudiado su obra o la habían traducido concienzudamente a otras lenguas, enriqueciendo con ello el acervo cultural de su ámbito lingüístico. También se contaba con obras de teatro, novelas y películas inspiradas por estos dos maestros del pensar.

Los preparativos avanzaban con suma celeridad. Se contrataron a los mejores programadores y expertos de todo tipo. Estaba programado un torneo dialéctico entre ambos androides que se retransmitiría en abierto por todos los canales imaginables. Pero de repente alguien decidió consultar a quienes todavía cultivaban la ética y la filosofía moral. Este colectivo tardó un tiempo en darnos una propuesta. Los más utilitaristas aplaudían con entusiasmo la iniciativa y aducían que con ella se haría más visible socialmente al quehacer filosófico. Sin embargo, finalmente predominó por muy poco la perspectiva más deontológica y sus razonamientos eran contundentes.

A su juicio, la iniciativa traicionaría el espíritu del programa ilustrado, cuya divisa kantiana es aprender a pensar por cuenta propia y formarse un criterio propio, sin tutelas paternalistas ni argumentos de autoridad. Instrumentalizar a Kant y Diderot con esta suerte de canonización digital sería desvirtuar sus inestimables legados. Aducían que no se trataba de atenerse a su literalidad, por muy sofisticada que pudiera resultar su combinación computacional. No se le podía consultar como a un oráculo, porque su propuesta era que cada cual examine los datos disponibles para llegar a sus propias conclusiones provisionales. Era mejor hacer accesible su pensamiento para que cualquiera pudiese dialogar con él sin andaderas ni prescripciones.

Lamentablemente no se hizo caso a esta recomendación y el proyecto se llevó a cabo. Pronto se vio que fue un mayúsculo error. Quien lo había financiado hizo un pingüe negocio, al cobrar a precio de oro cualquier pequeña consulta. La gente pedía soluciones para resolver sus cuitas y dilemas morales. Consideraba las respuestas como verdades reveladas y las acataban como mandamientos divinos. La manipulación estaba servida y contaba con un presunto sello de calidad. Ese marchamo ético conferido por esas ilustres figuras filosóficas blanqueaba el proceso de manipulación. Poco importaba que semejante instrumentalización conculcara el primordial principio kantiano de autonomía, es decir, el darnos nuestra propias leyes y tener a nuestra conciencia moral como instancia suprema.

Nos vimos obligados a denunciar el resultado, pero ya era tarde. La maquinaria funcionaba impecablemente desde un punto de vista técnico y su rentabilidad comercial se imponía implacablemente. Ni siquiera las pioneras normativas europeas habían contemplado un abuso como éste. Tampoco los Comités de ética pudieron hacer mucho. En su seno se reproducía el debate mantenidos por quienes cultivaban la filosofía moral, pero ahora ganaba por goleada la perspectiva más utilitarista, pretextando que no se podía parar el progreso de la humanidad, como si el avance tecnológico significara tal cosa sin más.

Entristece ver cómo Kant, el autor de Hacia la paz perpetua, es utilizado para legitimar ciertas guerras o reivindicar dogmas de la religión católica, pese a haber escrito La religión dentro de los límites de la mera razón. El propio Diderot quedaría silenciado por un alter ego digital que, lejos de practicar el escepticismo para combatir los dogmatismos, impondría sus recetas como fármacos para salir del paso y sepultar un síntoma en vez de interesarse por su etiología. Lo malo es que con esto se había colonizado el último bastión del espíritu crítico ilustrado, al convertir la filosofía en un manual de autoayuda.

Ya daba igual que solo nos atendieran robots en el sector servicios y en el ámbito sanitario. La propia enseñanza se había confiado a las máquinas poco antes. Los algoritmos protocolizaban cualquier aspecto de la vida cotidiana, pautando el consumo y modelando nuestros hábitos. Pero esta fue la puntilla. Quien pretendía tener un criterio propio y criticar algo planteando una duda, quedaba, no solo desautorizado, sino estigmatizado por el simulacro de quienes dedicaron sus vidas a fomentar justamente lo contrario. En el pecado llevábamos nuestra lacerante penitencia. Ojalá estuviéramos a tiempo de no dejarnos llevar por las inercias y los intereses monetarios.

¿Tendría sentido clonar cibernéticamente a Kant y Diderot con la Inteligencia Artificial?