lunes. 29.04.2024

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El desprecio es un odio de baja intensidad que, al replicarse, puede llegar a alcanzar dimensiones catastróficas. Así ocurre con la ideología falócrata insidiosamente infiltrada en todos los rincones. Es un díptico cuyos batientes transmiten una radiografía poco halagüeña de la sociedad circundante. El primero comprende la canonización de valores reputados viriles; el segundo, el desdén por las cualidades femeninas. La agresividad y la voluntad de dominio, con su corolario de violencia, se ven refrendadas por la consideración social de inherentes a la masculinidad. A la otra mitad del mundo se le adjudican virtudes tan escasamente gratificantes como la devoción, la abnegación y el sacrificio. 

Los arquetipos del machote y la minusválida fueron durante décadas el modelo social triunfante en el ámbito de la pareja. En estos tiempos, asistimos al resquebrajamiento de la máscara de lo políticamente correcto, por efecto del hiperindividualismo que propicia el canon neoliberal. Fantasmas olvidados en el basurero de la historia vuelven por sus fueros. Aquel energuménico eurodiputado ultraderechista polaco al que de cuando en cuando veíamos rebuznar en los informativos da un indicio del desastre. Al afirmar que la solución milagrosa al paro consiste en que la mujer se quede en casita, cuidando del hogar y los hijos, verbalizaba lo que muchos piensan, y no exclusivamente sus votantes. Otro tanto sucede con su delirante alegato por que las mujeres no cobren lo mismo, ya que son más pequeñas y débiles, amén de menos eficientes. 

La agresividad y la voluntad de dominio, con su corolario de violencia, se ven refrendadas por la consideración social de inherentes a la masculinidad

Hace unos años, en un país cercano, muy cercano, su primer ministro respondía a una pregunta sobre la brecha salarial de género con la profunda reflexión filosófica «no nos metamos en eso». Esto sería anecdótico si no se tradujera en tragedias cotidianas. Precariedad, paro y bajos salarios están en relación directa con las alarmantes cifras de feminización de la pobreza. El goteo de asesinatos machistas es el síntoma visible de un cáncer social que metastatiza cada vez con más celeridad. Estremecedoras encuestas revelan que la cuarta parte de los jóvenes ven normal la violencia en la pareja. Un número aún mayor –incluyendo numerosas chicas– valoran el ejercicio de un control total del hombre sobre la mujer como una prueba de amor. Asistimos al resurgimiento de los estereotipos del macho y la tontita. El culto al malote en cierta juventud o la asunción por algunas del papel de objeto sexual envuelto para regalo son signos de enfermedad social. 

Este contraataque del Imperio del machismo resucita los fantasmas que creíamos periclitados del varón productor y proveedor y la hembra reproductora y calladita. Retorna la oscura imagen de la fémina necesitada de guía y protección constante, y con ella la justificación social –a veces proporcionada por las mismas víctimas– de la brutalidad masculina. No es raro que lleguen a nuestros oídos disculpas ad hoc emitidas por mujeres que han sufrido malos tratos físicos o psíquicos. Pueden resumirse en la frase «hace cosas malas, pero no es malo». Solo que en la vida práctica, el problema del mal no es una cuestión ontológica. Lo que importa son las conductas, los actos. Está escrito: «Por sus obras los conoceréis».

El renacimiento de la virilidad hipertrofiada tiene mucho que ver con el repunte de las agresiones a homosexuales o transexuales, y con la permisividad social ante la denigración de estos colectivos. La desfachatez –¿o es la fachatez?– con la que patrióticos supermachos hispanos reivindican su derecho a contar chistes de mariquitas es muy indicativa. Uno de los grandes acicates del desprecio a orientaciones heterodoxas ha sido siempre la proyección, el exorcizar los propios fantasmas. Algunos obispos podrían dar clases magistrales sobre este tema. 

El culto al malote en cierta juventud o la asunción por algunas del papel de objeto sexual envuelto para regalo son signos de enfermedad social

Incontables feminicidios, de esos antaño blanqueados como crímenes pasionales, se asientan en el derecho de propiedad inalienable que el varón proclama sobre su pareja. Cuántas veces hemos oído la aberrante cantilena de «o eres para mí, o no serás para nadie», y su versión hard «la maté porque era mía». Los delirantes ataques de posesión y usufructo exclusivo no salen de la nada. No se trata solo de la obsesión por la sumisión y subordinación absolutas de la mujer. Esto juega, y mucho, al igual que la eternamente reprimida inseguridad masculina y el pavor que siente ante la insaciablesexualidad femenina. 

Pero la cosa comienza mal ab ovo. Desde la adolescencia, abundan quienes están convencidos de que basta con su capricho para que la chica avizorada tenga el deber de caer rendida en sus brazos. La creencia de que es el varón el que ama, o lo que se quiera decir con eso, y la fémina la que accede a su demanda, está más extendida de lo que parece y evoluciona fácilmente hacia la violencia, física o psicológica. Numerosos casos de acoso informático –y del otro– tienen su origen en la negativa a ceder a los requerimientos de un pretendiente. Como los ordenadores, las paredes son testigos mudos de tan desmesuradas ambiciones. Las pintadas esmaltadas de vulgaridades, cuyo modelo piloto es «Fulana de tal, puta», grado cero del exabrupto falócrata, motivadas por el rechazo de una joven esquiva, son parte del paisaje urbano. 

La libre voluntad de querer, la disposición plenamente asumida de los propios deseos y emociones, es un derecho humano tan elemental que ni siquiera es necesario formularlo

Una de las primeras labores de una educación afectiva en igualdad sería enseñar a adolescentes y jóvenes que tener «poco sosegadilla la punta de la barriga», como Celestina le dice a Sempronio, no autoriza a forzar los sentimientos de nadie. Este asunto no es de hoy. Recordemos la respuesta de Marcela a quienes la culpan de la desgracia de Grisóstomo, presuntamente muerto de adoración por ella. 

Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa y de tal manera que […] a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aún queréis, que esté yo obligada a amaros. […] mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado […] a amar a quien le ama (Cervantes Don Quijote). 

La pasión solo puede nacer, crecer o mantenerse por decisión de quien la siente. No es posible exigirla, todo lo más imponer su apariencia. La libre voluntad de querer, la disposición plenamente asumida de los propios deseos y emociones, es un derecho humano tan elemental que ni siquiera es necesario formularlo. «Libre te quiero / como arroyo que brinca / de peña en peña / pero no mía» (García Calvo Libre te quiero). Marcela declara ante sus acusadores que «el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso». Esto reza lo mismo cuando florece que al marchitarse y fenecer.

No nos metamos en eso