martes. 30.04.2024

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El lavado de cerebro ha pasado de ser una de aquellas historias para no dormir propias de cierta época a una realidad tangible, cotidiana y generalizada. Buena muestra es lo fácil y rápido que ha resultado desalojar de las conciencias la convicción de que la asistencia a todos los ciudadanos y el asegurarles igualdad de derechos y oportunidades eran funciones básicas de un Estado moderno. Esta visión ha sido sustituida por la de un ente cada vez más escuálido cuyo objetivo fundamental es reducir el gasto social al mínimo, sin escatimar por otra parte en donaciones destinadas a taponar los agujeros de la banca o en inversiones delirantes en armamento. 

El triunfo universal de la creencia en la austeridad como remedio infalible a las crisis económicas es la demostración palpable de la eficacia de la manipulación de masas y la prestidigitación con las ideas a través de la política y los medios. Se ha introducido a machamartillo en las mentes la idoneidad de las estrategias de contención para contrarrestar el pecado de haber vivido por encima de nuestras posibilidades. Esta última ocurrencia incluye un tufillo clasista condenatorio de aquellos que habían incurrido en gastos que no podían permitirse. Se obvia que esa situación había sido generada y potenciada por unas entidades financieras que no sabían cómo rentabilizar el capital líquido disponible. Pero esa era la faceta anecdótica del reproche, ya que difícilmente un sistema cuya prosperidad depende del consumo incesante y desaforado va a cuestionar su necesidad absoluta. La verdadera diana de la crítica era el estado de bienestar. Lo que debía ser corregido era que la población había sido curada, educada, atendida y ayudada en exceso. Las políticas económicas y por ende sociales de austeridad tenían la misión de solventar tamaño desvarío, y devolver a las ovejas descarriadas a la buena senda.

Los economistas neoliberales no pueden ponerse de perfil. Basta observar las afectuosas misivas y las misiones emprendidas ante los dictadores

La burbuja crediticia estalló, y al grito de «los bancos son demasiado importantes para dejarlos caer», les fueron inyectados decenas de miles de millones de euros a fin de paliar su incompetencia. Mientras tanto, se evitó cuidadosamente articular cualquier regulación que limitara su avaricia. Dado su carácter estructural, se consintió que siguieran estafando a quienes confiaban ciegamente en ellos, friendo a sus clientes a comisiones por servicios imaginarios, y en general expropiando a los pobres en beneficio de los ricos. Ellos, que se habían pasado años asaltando a la gente por tierra, mar y aire, de día y de noche, con tal de que se empeñara hasta las cejas en condiciones muy favorables, exigían ahora el pago inmediato de deudas exorbitantes a quienes habían caído en el paro y la miseria. 

En pocos lustros se han producido decenas de miles de lanzamientos en nuestro país. Esto no significa que, de repente, nos hayamos convertido en una potencia en investigación aeroespacial. Tal palabrita es un eufemismo balístico para encubrir que se pone de patitas en la calle a familias enteras, abuelos, padres, hijos, sin ningún cargo de conciencia. Las fuerzas de orden público del Estado ejecutan las inicuas sentencias dictadas por jueces que aplican la legislación emanada de los presuntos representantes del pueblo. Presidentes, consejeros de administración y altos ejecutivos de la Banca –esa honorable sociedad– no han de mover un solo dedo, ya que todo el Sistema trabaja para ellos. 

Alguien venido de un planeta en el que rigieran otros parámetros morales podría preguntarse cómo consiguen dormir. Nosotros sabemos la respuesta. Sueñan plácidamente, en camas confortables y calentitas, cuando a su alrededor millones de conciudadanos no pueden encender la calefacción. Donde nosotros vivimos, la ética es asunto de filósofos y de pobres. Cualquiera tiene fácil acceso a las cifras oficiales, pero los números son demasiado fríos, y a pesar de su magnitud exasperante, más que revelar la realidad, la ocultan. Detenerse en la cantidad acaba por hacer olvidar a las personas. Hablamos de tragedias individuales, cada una de las cuales es total. En este caso, cada elemento vale por el conjunto. No son las estadísticas, sino la rabia la que nos acerca a la verdad. Y ante ese panorama después de la batalla, se nos insiste en que la panacea es la austeridad.

En 1975, Milton Friedman, jefe de fila de los Chicago boys, escribía a Pinochet: «En mi opinión, el mayor error consiste en creer que es posible hacer el bien con el dinero de los demás»

Las bases teóricas de este engendro intelectual son sencillas: la reducción de salarios, la disminución de precios, y, sobre todo, hachazos masivos e indiscriminados al gasto social obrarán el milagro. Al tiempo que la opinión pública, y más aún la publicada, interpretaban de forma simultánea los papeles de los monos ciego, sordo y mudo, los hechos se encargaban de demostrar que tal razonamiento es falso. Los efectos más perniciosos de la crisis apenas han mejorado superficialmente, mientras que precariedad e inseguridad están ahí para quedarse. La pequeñísima franja de los acaudalados acapara una proporción continuamente creciente de la riqueza, en tanto que las clases medias toman dolorosamente conciencia del carácter mitológico de su prosperidad. 

Durante años, gran parte de la población ha vivido adormecida en la ensoñación opiácea de que los recortes solamente afectan a los otros. Pero como Mark Blyth deja claro en su documentada obra Austeridad, en el mundo real no hay otroque asuma los costes. Para muchos, el despertar de su sueño dogmático ha sido extremadamente duro. Alguno ha empezado a hacerse una idea una vez que la pensión ya no alcanza o los hijos vuelven a casa. O peor aún, si las interminables listas de espera conducen a que a ellos mismos o a sus familiares, diagnósticos y tratamientos les lleguen demasiado tarde. Sin embargo, tendríamos que ser capaces de reaccionar al ver sufrir al prójimo, sin aferrarnos a la ilusión de que nosotros permaneceremos a salvo. Y esto no solo porque, como aconseja la sabiduría popular, «cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar». Es que incluso si se pertenece a la casta privilegiada, hay una exigencia humana, aquella ley moral dentro de mí kantiana, que debería hacer que nos levantemos contra ese estado de cosas. «La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes» (Martin Luther King).

Esta cataplasma curalotodo que se nos vende como el último grito en terapia económica, reciente hallazgo de pseudocientíficos sociales y trompeteros neoliberales, es casi tan vieja como el capitalismo y, desde luego, anterior a la revolución industrial. Una frase de los Discursos políticos de David Hume ejemplifica la novedad de ciertas tesis repetidas machaconamente. «El crédito público destruirá a la nación». He aquí in nuce la popular –y ciudadana– tesis de que la causa de la crisis radica en el crecimiento desbocado de la deuda pública, y que la depresión es el castigo por nuestro despilfarro. 

La gran excusa de estos científicos sociales ante el fracaso recurrente de sus predicciones es que las hipótesis del modelo no son falsas, lo que pasa es que estaban mal adaptadas al contexto o demasiado supeditadas a decisiones erróneas

Que la austeridad disminuye la deuda pública es una de las afirmaciones más falsas en esa estafa generalizada que pasa por política económica sensata. Al comienzo de la recesión, en 2008, la deuda soberana española era del 36 % del PIB. En 2017, llegó al 100 %. Italia, caracterizada históricamente por una alta ratio de endeudamiento, tardó apenas unos años en ascender del 100 % al 132 % en 2014, y el resto de países siguieron pasos similares. Los problemas que esto supondrá en el futuro son gigantescos pero, además, ¿para qué ha servido en el presente? Para engordar los beneficios del capital financiero, comercial e industrial, y en especial del especulativo. Particularmente esclarecedor es que, en el periodo más duro de la crisis, el BCE suministró liquidez a los bancos –aunque no a los Estados– al 0 % de interés. Estos podían a su vez invertir sin restricciones ese dinero en deudas públicas, cuyo rédito se mantenía elevado de forma artificial.

Al finalizar la guerra, el gobierno laborista puso en pie el estado de bienestar británico partiendo de la nada. Implementando los planes del reformador social Beveridge, emprendió un combate nacional contra la miseria, la enfermedad y la ignorancia. Su buque insignia fue el NHS –Servicio Nacional de Salud–, modelo de cuantas sanidades públicas en el mundo han sido. «Después de la Segunda Guerra Mundial, la deuda de Gran Bretaña superaba el PIB en un 400 %. No obstante, el Reino Unido no recortó su presupuesto para reducir el déficit» (Stuckler, Basu: Por qué la austeridad mata). En nuestros tiempos, deudas del 100 % o menos se declaran inasumibles y se decreta imprescindible y urgente desmantelar lo que queda de servicios públicos, cuyo coste de repente se ha vuelto insoportable. No demanda mucha sagacidad caer en la cuenta de que hay algo deficiente en el razonamiento. Convertir en el no va más de la racionalidad el arbitrario límite del 3 % para el déficit en todo momento y circunstancia es otro síntoma de dogmatismo incurable. La inflexible rigidez de esta regla es un indicio de cómo, en el catecismo neoliberal, las vidas de las personas son meras notas a pie de página del Libro de Contabilidad. 

Perpetuar una norma sin sentido contra viento y marea, con millones de vidas hundiéndose en las arenas movedizas de un orden injusto, es una aberración. Nadie con una visión sana del mundo puede amparar esa forma de proceder, salvo si se beneficia de ella o si ignora lo que representa realmente. Por eso, con el fin de que las gentes compren una mercancía letal, fiándolo todo a su colorido envoltorio, se pondrá en marcha la fuerza de disuasión del Sistema, las Panzerdivisionen del control mental. Por mucho que se disfrace de decisión política autónoma, la austeridad es una estrategia del Capital para prosperar a cuenta del adelgazamiento de la actividad económica del Estado, otro escalón en su progresiva absorción por los mercados. «El lugar que ocupaba antes la relación entre Estado y economía lo ocupa ahora la relación entre economía y economía. […] El Estado y los gobiernos viven de las consecuencias políticas asociadas a la política de inversión global de las empresas privadas» (Beck: Libertad o capitalismo). El truco para hacer pasar todo esto está en convencer de que esas políticas altamente lesivas únicamente afectan a los otros, ese conjunto indefinido de indeseables. 

Detengámonos ahora en la ciencia económica académica. Estos científicos se mostraron incapaces de predecir no ya la magnitud, sino ni siquiera la aparición de la crisis comenzada en 2007-2008. No obstante, algunos –que no eran economistas ni se consideraban científicos– detectaron que no podría tener otro resultado la combinación de desregulación financiera, sobreabundancia de dólares asiáticos financiando la deuda norteamericana, y seguridad de rescate para los bancos. 

Aún más criticable que su nulidad predictiva es su falta de escrúpulos morales. Las teorías relativas al mercado perfecto, en cuyo ubérrimo seno empresas, productores y consumidores viven en medio de arroyos de leche y miel, bajo arcoíris permanentes y rodeados de unicornios, han proporcionado magníficas coartadas a los beneficiarios del Apocalipsis social. Que en el mundo a cada rato la injusticia, el paro, la precariedad o la miseria aniquilen multitudes les da igual. Las ecuaciones, según ellos, funcionan. Escudados en ellas, el FMI y el Banco Mundial devoran a los países que caen en sus garras, dejando sumida en la penuria a gran parte de su población. Para la gente menuda, el neoliberalismo es la viva imagen del caballo de Atila: por donde pasa no vuelve a crecer la hierba. 

La tapadera de que así son las cosas –¡esto es ciencia, amigo! – justifica el uso lucrativo de las catástrofes, tanto naturales –terremotos, tsunamis, huracanes– como generadas por los mismos que se aprovechan de ellas –guerras–. La ciencia económica demuestra que no se puede permitir que quiebren los bancos –riesgo sistémico– pero sí los individuos, las familias o los colectivos –¡a quién le importa! –. Mientras las cifras macroeconómicas vayan viento en popa y las recuperaciones sobre ruedas, qué más da que continúen los desahucios o que el contenedor se haya convertido en el supermercado de los pobres. Es lo que tiene asumir como ciencia las propias teorías, perjudiciales para la salud –de los otros–. Al fin y al cabo, nadie es responsable de la atracción que ejerce un campo gravitatorio o de las mutaciones aleatorias de los genes.

Pero esto no cuela. Si no hay culpables de que un niño nazca con trisomía del cromosoma 21, sí los hay de la miseria, y los «científicos sociales» no son los últimos. Ninguna barrera moral es capaz de detenerlos. No olvidemos la entusiasta participación de los Chicago boys y la mafia de Berkeley en asuntos como el golpe de Estado de Suharto en Indonesia, saldado con unos 500 000 muertos, o las dictaduras del Cono Sur en los años 70. Estos países latinoamericanos fueron durante lustros el laboratorio de aquellas escuelas, y sus habitantes hicieron el papel de cobayas. Aún están pagando las consecuencias. 

El lavado de cerebro ha pasado de ser una de aquellas historias para no dormir propias de cierta época a una realidad tangible, cotidiana y generalizada

Los economistas neoliberales no pueden ponerse de perfil. Basta observar las afectuosas misivas y las misiones emprendidas ante los dictadores. Sus consejos eran claros. En 1975, Milton Friedman, jefe de fila de los Chicago boys, escribía a Pinochet: «En mi opinión, el mayor error consiste en creer que es posible hacer el bien con el dinero de los demás». En otras palabras, el Estado no debe dedicar ni un dólar a la sanidad, educación o subsidios de quien no pueda pagárselos. Tras las siluetas insidiosas de milicos y gorilas se adivina la sombra ominosa del Tío Gilito. Un memorándum de la empresa ITT dirigido a la administración Nixon enumeraba una serie de acciones a llevar a cabo frente al gobierno democráticamente elegido. «Contacten con fuentes fiables dentro del ejército chileno […] alimenten y planifiquen su descontento con Allende y propongan la necesidad de apartarlo del poder» (cit. en Klein: La doctrina del shock). 

He aquí una aplicación práctica de la ciencia económica. Más nos valdría no hacer caso de sus promesas de futuros radiantes. La gran excusa de estos científicos sociales ante el fracaso recurrente de sus predicciones es que las hipótesis del modelo no son falsas, lo que pasa es que estaban mal adaptadas al contexto o demasiado supeditadas a decisiones erróneas. ¡Fantástico! En una ciencia auténtica, la verdad de una suposición se mide por su adecuación a los hechos reales en cualquier contexto, y no depende del día que tenga el experimentador.

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