lunes. 29.04.2024
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Óleo cortesía de Hans Bächle.

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Vivimos en sociedades condicionadas estructuralmente a causa de la desigualdad brutal existente en el control de los bienes de este mundo entre 2.600 personas dueñas de todo el Planeta, y el resto de sus habitantes. La consecuencia de esta desigualdad no es algo baladí: está en el alma misma de organizaciones sociales, políticas, formas de gobierno, publicaciones, informaciones, sistemas educativos, religiones, y hasta en el modo de producir y consumir. Por tanto, no es difícil concluir que nuestro modo de pensar y la calidad de lo que pensamos, así como su grado de veracidad o mentira y nuestro mundo de intereses, aparte del ego propio, esta estructuralmente condicionado por esa desigualdad básica entre nosotros y los ultrarricos, cuyas laberínticas redes clientelares por todo el Planeta influyen poderosamente en el modo de pensar de la humanidad.

En esta situación, cabe preguntarse: ¿cuál es el valor social de nuestros pensamientos? ¿Dependerá, tal vez, de su riqueza conceptual, de sus fundamentos éticos, del valor de  sus propuestas para terminar con el abismo estructural y tender sobre él los puentes de la igualdad? Pues no: dependerá de su valor en el mercado.

¿Quién determina el valor de mercado de nuestro pensar? No son los personajes que presiden los gobiernos que se dicen democráticos ni otros que ocupan las portadas de los telediarios como influyentes personalidades públicas, qué va. Ellos no; todos y cada uno sirven a la estructura infame de la Gran Desigualdad, y por tanto su pensamiento no es un pensamiento libre ni propio, pues está al servicio de alguna de esas 2.600 cabezas mundiales de la desigualdad que intervienen en el valor de mercado de todo, pensamientos incluidos, para seguir en el puesto de control del mundo.

Entre tanto, ¿qué ocurre con nosotros?

Unos y otros  ya han hecho su elección; lo que importa es saber cuál es la nuestra, la personal y la social. ¿Tenemos un pensar independiente? No podemos olvidar que lo que pensamos, como energía que es, como energía se extiende y como energía nos vuelve; que lo que sembremos pensando, hablando y actuando recibiremos en la misma medida.

Si el pensamiento es una forma de energía que –por tanto- nunca se pierde y mueve la voluntad a la acción, un pensamiento compartido adquiere un poder, un valor energético, muy superior al del mercado, y es proporcional  al número de quienes lo comparten. Y si es masivamente liberador, los gobiernos temen por sus patrocinadores. Por eso ponen tantas trabas a la libertad de expresión con infinidad de recursos desde legales y policiales a educativos y mediáticos. Y hay que reconocer con inquietud que tienen bastante éxito en el empeño, porque en el lado contrario encuentran poca resistencia no solo por falta de recursos equivalentes, sino principalmente por la mucha desunión, lo que facilita el control mental colectivo hacia el pensamiento único.

En nuestras democracias casi inexistentes, las mayorías suelen acomodar su modo de pensar, vivir y actuar al sistema de valores  que exhiben las cadenas de televisión, diarios y demás fuentes de desinformación del pensamiento único y han dejado ya de “calentarse la cabeza”, al decir popular. Con ello, han renunciado a su libertad de pensar y ahora al encoger democrático social se añade su propio encoger mental y espiritual. Así es cómo la gente seducida termina por admirar a esos dos mil seiscientos sujetos sin ética alguna que manejan los hilos del mundo. Quieren ser como ellos, y los más ambiciosos aún quieren más: ser ellos mismos. Con estas perspectivas es difícil imaginar que el mundo se encamine hacia alguna forma de justicia, libertad, igualdad, o alguno de esos valores que nos deberían distinguir como civilización digna de ese nombre. Estamos, pues, ante un doble desafío, y nadie va a coger el guante por cada uno de nosotros.

El doble valor del pensamiento personal