domingo. 28.04.2024
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Película 'Antígona', de Yorgos Javellas.

Durante siglos, Antígona ha sido considerada una especie de santa cristiana avant la lettre. A la luz de esta ideología, se la ha presentado y representado como una joven virgen y mártir al estilo de la hagiografía tradicional. Esa interpretación es errónea y radicalmente inaceptable. La heroína carece de voluntad de sacrificio. Por el contrario, se lamenta amargamente del destino que le espera por haber quebrantado una prohibición abusiva, por transgredir las leyes y edictos del poder. «Oh túmulo, oh alcoba nupcial, oh morada subterránea que siempre me guardarás [...] bajo allá antes de que se haya agotado mi plazo de vida». Habría preferido vivir, aunque no al precio de una iniquidad moral. Parte desconsolada, ya que «mi suerte no logra arrancar a nadie lágrima alguna, no hay ni un solo amigo que la deplore». Aislada en su oposición insobornable a una ley que estima injusta, el dolor de esa soledad converge con la pena de despedirse tan joven del mundo, de sus alegrías y gozos. Que Antígona muera virgen no significa que tenga vocación de serlo. Ella misma lo manifiesta a lo largo de su conmovedor adiós a la vida: «Es el Aqueronte con quien me voy a desposar». La imagen de mártir, que sigue presente en el público ilustrado, ha perdido peso en el ámbito de los estudiosos de la cultura clásica en décadas recientes, a medida que se redescubría el carácter polémico y complejo de la tragedia griega.

Lejos de ofrecer historias de buenos y malos, personajes monolíticos y conductas coherentes, esas obras están marcadas por la ambigüedad y la tensión. Lo que exponen desborda con creces un género literario, por brillante y extraordinario que sea. El pensamiento trágico es una de las herramientas más fascinantes desarrolladas por la mente humana para desvelar las incertidumbres, indeterminaciones y paradojas de la existencia. No hallamos allí una nítida separación de opuestos binarios; se caracteriza por proponer preguntas, no por predicar respuestas, y menos aún unívocas. Toda la estructura de una tragedia es problemática, llena de desgarramientos y cambios. La razón y el derecho, que en un momento parecían estar aquí, más tarde están allá. La verdad no es propiedad privada, oscila de un polo a otro. Lo confuso de la vida, de los sentimientos y emociones, no permite la superación de las contradicciones ni las soluciones definitivas.

La grandeza de Antígona se asienta en que es capaz de oponerse a una ley injusta, inmoral y en el fondo ilegítima, sola e inerme frente a los poderes del Estado

«Es imposible pasar por alto a Antígona […] el icono cultural de la rebelión, el símbolo de la protesta intempestiva, la mujer emblemática y rebelde, el personaje que representa para nosotros la desobediencia orgullosa, pública, insolente» (Gros Desobedecer). La grandeza de Antígona se asienta en que es capaz de oponerse a una ley injusta, inmoral y en el fondo ilegítima, sola e inerme frente a los poderes del Estado. Resuelta a defender la rectitud de su causa, lleva hasta el final su insumisión. Su fuerza de voluntad y su disposición al sacrificio no provienen de un apego enfermizo a los valores tradicionales familiares o a formas preolímpicas de creencia, sino de unas reglas éticas internas cuyo ropaje religioso o divino es accesorio. Sostiene y reivindica la relevancia moral de la vida y del ser humano. Por eso tan a menudo, en tantas guerras de nuestro tiempo, se invoca su imagen. Hace poco la historia de Ascensión Mendieta, la anciana que durante años luchó por recuperar de una fosa común los restos de su padre asesinado y darles un sepelio digno, revivió entre nosotros la gesta de la heroína.

En su desafío a la razón de Estado, Antígona representa la disidencia, la convicción de que existen normas emanadas de una autoridad legal y hasta legítima que no son justas, y ante las cuales es necesario reclamar el derecho a la rebelión. Por muy legales que fueran las proclamas racistas nazis o los edictos segregacionistas sudafricanos o de estados sureños de los EE. UU., no dejaban de ser ignominiosos. Una enseñanza mayor de esta tragedia es que una cosa es la ley y otra, a veces muy distinta, la justicia. «Antígona demuestra una comprensión más profunda de la comunidad y sus valores que Creonte cuando afirma que la obligación de enterrar a los muertos es una ley no escrita que no pueden borrar los decretos de un gobernante» (Nussbaum La fragilidad del bien). Hay un abismo entre aquel que solo admite la ley positiva y sancionada, y quien apela a imperativos categóricos, a mandatos morales que no requieren estar grabados en la piedra, sino en la conciencia ética. Antígona nos recuerda que la razón instrumental no lo es todo ni lo abarca todo, que existen valores ajenos a la utilidad o la funcionalidad, responsabilidades cuyo soslayamiento o negación son destructivos para individuo y comunidad.

En los albores de la época contemporánea, Montesquieu volvió a exponer con claridad la distancia que puede separar la justicia de la legalidad hasta el extremo de hacerlas incompatibles. «Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa» (Mes pensées). Ese es el ideal; en la realidad encontramos el campo de la legislación y la jurisprudencia perturbado por relaciones de fuerza y dominación. Una justicia íntegra solo es concebible en una sociedad íntegra. Que el objetivo sea quimérico no obsta para que tendamos a alcanzarlo, y el primer paso es la rebelión frente a la arbitrariedad y la tropelía.

La defensa de la autonomía ética, de la capacidad de decisión y juicio íntimo sobre lo que estimamos correcto, es irrenunciable

Esta postulación del derecho a disentir, incluso del compromiso de levantarse ante preceptos inicuos, choca con lo que Sócrates mantiene en el Critón de Platón. Cuando está en prisión, en espera del cumplimiento de su pena de muerte, su amigo le propone arreglar su fuga, escapar a la ejecución de la sentencia. El filósofo rehúsa quebrantar la ley puesto que, como ciudadano, ha prometido someterse a las normas del Estado. Como en otras ocasiones, no es posible discernir si esos propósitos son emitidos por la figura histórica o por el personaje de los diálogos platónicos. En todo caso, el argumento es insano y moralmente intolerable. Ese llamamiento a acatar la ley positiva, ande o no ande, implica abandonar elementales normas morales, ya que ampara abusos sin más caución que estar avalados por el poder, sea despótico o democrático. La defensa de la autonomía ética, de la capacidad de decisión y juicio íntimo sobre lo que estimamos correcto, es irrenunciable. Ninguna autoridad, ninguna mayoría tampoco, pueden hacer que un mandato que discrimina a determinados grupos sea justo.

Antígona no es un alegato a favor de la ley religiosa, o más bien moral, contra las leyes de la Ciudad, menos aún una glorificación de la razón de Estado frente al individuo y los lazos familiares. Presentar lo que está en juego como un torneo entre ley divina y ley humana es no solo erróneo, sino malévolo, pues la que sostiene Creonte busca la caución de los dioses, y la invocada por Antígona no deja de ser humana. Esa es la grandeza de esta obra y de la tragedia griega en general. Nada en ella es monolítico, rígido, inelástico. Todo es matizado, tamizado, evaluado desde diversos puntos de vista. No hay verdad absoluta en ella como género literario. Es la Verdad Absoluta la que lleva a la tragedia, en la acepción coloquial del término. Los personajes evolucionan. A golpe de experiencias, incluso terribles, aprenden algo sobre el ser humano y sobre ellos mismos.

Así sucede con Creonte que al final, como Vernant anota en Mythe et tragédie en Grèce ancienne, después de haber condenado a Antígona por quebrantar «los nómoi establecidos» (verso 481), ante los negros presagios de Tiresias, jura respetar a partir de entonces «los nómoi establecidos» (verso 1113). La frase es idéntica, peronómoi  ha cambiado de acepción. Si en el primer caso se refiere al edicto promulgado por la autoridad, en el segundo adquiere la de 'ley religiosa', 'ritual funerario', es decir el contenido que ella le daba. Se oyen voces que achacan estos choques en torno al sentido asignado a un vocablo a una inmadurez institucional, a que el vocabulario jurídico, religioso o político no estaba suficientemente desarrollado, y las definiciones no se habían acabado de fijar. Para ver cuán erróneas son esas apreciaciones, basta con observar la deficiente retórica de juicios o debates públicos, el modo en que se usan las palabras en prensa, radio y televisión, o la mera oratoria de los políticos en cualquier sesión parlamentaria. Como botón de muestra, hace unos años, en un mismo día y casi a la misma hora, un presidente del gobierno central y otro de la generalitat catalana aseguraban estar defendiendo la democracia, la libertad y la legalidad, mientras sus posturas estaban absolutamente enfrentadas. Es obvio que cada uno de ellos hablaba de algo distinto, de hecho prácticamente opuesto. ¡2500 años no son nada! De la Atenas de Pericles a nuestro Ruedo Ibérico, las cosas no han evolucionado tanto como podría parecernos.

Al tratarse en Antígona de una confrontación que tiene ribetes políticos, toca de lleno a ese debate tan actual de la feminización de la política activa. Esto no supone simplemente la participación de más mujeres, sino el aporte de valores ligados a lo femenino que han sido tradicionalmente menospreciados –y, dicho sea de paso, podrían ser vehiculados igualmente por hombres–. No serán Thatcher o Le Pen, Aguirre o Lagarde quienes feminicen la política; lo serían cualidades como la empatía, la solidaridad, la generosidad, la comprensión, la entrega a un ideal. Con varonil coraje, Thatcher se arrojó de cabeza a la guerra de las Malvinas, sabiendo que esto le reportaría un sonoro y aplastante triunfo electoral. Que por el camino se perdieran decenas de vidas británicas le importó muy poco, y que murieran cientos de reclutas argentinos, nada en absoluto. Su actuación fue equiparable a la de los hombres insensibles que, una contienda tras otra, mandan a millones de jóvenes al matadero.

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Película 'Antígona', de Yorgos Javellas.

Es interesante señalar cómo, a pesar de haber jugado históricamente las féminas un papel menor, subordinado y subalterno en el orden social ateniense, el elenco de heroínas que nos han legado las escasas tragedias llegadas hasta nosotros es abrumador, y no tiene parangón en literatura alguna: Antígona, Electra, Clitemnestra, Casandra, Yocasta, Fedra, Medea, Hécuba, Andrómaca, Ágave, Alcestis. Personajes diversos aunque todas mujeres fuertes, de gran carisma, capaces de adoptar sus propias decisiones y de mantenerlas, frágiles o con voluntad de hierro pero siempre activas, resueltas a tomar la iniciativa, lejos de la pasividad supuesta y proclamada para su sexo, tanto en su sociedad como en las que le sucedieron.

La postura de Antígona es la defensa intransigente de la humanidad concreta frente a la ley y el orden abstractos, supuestamente encaminados al bienestar de la comunidad

La postura de Antígona es la defensa intransigente de la humanidad concreta frente a la ley y el orden abstractos, supuestamente encaminados al bienestar de la comunidad. Hoy tenemos ante nosotros el artificial conflicto entre la fraternidad universal para con refugiados e inmigrantes y las barreras legales de permisos de residencia y trabajo, reglamentos de ciudadanía y nacionalidad. Hay unos derechos inherentes al ser humano como tal, que ninguna ley positiva ni tradición puede alienar. El derecho a la vida prima sobre el de ciudad. Por otra parte, quien reivindica la prioridad de los miembros de su comunidad sobre los ajenos no lo hace por amor. Lo que le mueve es el odio a los otros, y a mayor abundamiento, a los suyos. Al igual que quienes maltratan animales harían lo mismo con personas, quien es cruel con extraños es capaz de serlo con cualquiera.

Creonte es moralmente censurable para cualquier observador, salvo algún viejo nuevo filósofo desnortado desde tiempo atrás, o en general aquellos que, con Claudel, están «con todos los Júpiter, contra todos los Prometeos». En cambio, Antígona representa una virtud compleja y paradójica, llena de matices, superior desde el punto de vista moral, imagen de la grandeza del hombre y sus limitaciones. Sirvan de epitafio para ella estos versos de Altolaguirre en «La ventana» (Las islas invitadas): «Lo bello y el dolor / es de las almas solas».

Antígona hoy