viernes. 19.04.2024
(Todas las fotos de este texto, realizadas en Berlín, 2010, son propiedad del autor)
Todas las fotos de este texto, realizadas en Berlín, 2010, son propiedad del autor

Sólo inmersa en la sociedad la persona se convierte en individuo. Sólo con ciudadanos individuados la sociedad deviene legítima.

Este texto caminará más bien por la senda de una antropología diletante, y no por la dura y escarpada vía del Derecho. Antes que nada, queremos evitar malentendidos en el uso de las palabras derecho y deber en el presente artículo. 

Hablamos de derechos individuales en su más amplio alcance: derechos humanos, de primera, segunda, tercera y cuarta generación. No hablamos de derechos de un colectivo. En todo caso, y suponiendo su existencia, lo serán, pero no del colectivo, sino de cada uno de los individuos integrantes. Pero sí hablamos de los deberes del individuo. Y les llamaremos deberes colectivos: los del individuo ante la colectividad, la sociedad. Sea aquélla la suya más íntima, la inmediata, la próxima, la vecina, la menos cercana o la más lejana.

Por último: derechos y deberes son siempre relacionales, de un individuo con otro, o con el entorno, o con el tiempo, pero nunca referidos exclusivamente a uno mismo.

  1. Les gens naissent et restent libres et égaux en droits
  2. El nacimiento de los derechos individuales
  3. Los (falsos) límites
  4. Libertad y seguridad, condiciones de posibilidad del individuo
  5. Deberes colectivos
  6. El bosque
  7. La esperanza

Los derechos individuales se declaran y son imprescriptibles. Y una vez proclamados, que no otorgados, son de todas las personas, de todos y cada uno de nosotros, sin distinción. En un momento histórico dado se podrá prohibir su ejercicio. Pero por el mero hecho de prohibir su ejercicio, se está reconociendo su existencia y la pertinencia de su reclamación.

Sólo inmersa en la sociedad la persona se convierte en individuo. Sólo con ciudadanos individuados la sociedad deviene legítima

Les gens naissent et restent libres et égaux en droits

A grandes, a enormes trazos, la humanidad progresa. A veces no sabemos hacia dónde. Pero progresa. Con pasos hacia adelante, eso siempre suele ser bueno. Pero sólo hasta alcanzar el borde del precipicio...

Con todos sus claroscuros, podemos reivindicar la “Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano [1]”, de 1789, como un progreso político real. Y debemos vindicarla. Por mucho que, con mirada presentista, reconozcamos como insuficiente (o incluso inocente) su redacción. Esa crítica nos parece en parte soslayable con ciertos cambios semánticos. Cambios que, por su potente significado, no son en absoluto despreciables según la sugerente y atinada observación de Olympe de Gouges [2]. Como decir “gens” (personas) en lugar de “hommes” (hombres). Aquí el porqué del profundo salto que propició este documento:

Les représentants du peuple français, constitués en Assemblée nationale […] ont résolu d'exposer, dans une déclaration solennelle, les droits naturels, inaliénables et sacrés de [la Femme et de l'Homme, (de Gouges)], afin que cette déclaration, constamment présente à tous les membres du corps social, leur rappelle sans cesse leurs droits et leurs devoirs” (Prólogo a los 17 artículos de la Declaración, la negrita es nuestra, el matiz, de Olympe de Gouges)

El nacimiento de los derechos individuales

Esta declaración no apareció en una nada intelectual. Hobbes (1588-1679) y Descartes (1596-1650), a la cabeza de toda una pléyade de pensadores, colocaron al sujeto racional en el centro del conocimiento. Desde inicios del s XVII, la corriente subjetivista del pensamiento impulsó la individuación del ser humano. Hobbes inauguró en Leviatán (1651) una nueva línea de pensamiento político: el pacto social. Fue la primera idea contraria al concepto de la subrogación divina del poder, imperante en el Antiguo Régimen. Hobbes no justifica su teoría del poder en base a la gracia divina, sino gracias a la razón humana. En este radical cambio de paradigma se fundamentará la teoría política moderna. Locke (1632-1704) y Rousseau (1712-1778) establecerán la doctrina del contrato social (heredera de la del pacto social) como eje de su pensamiento político.

Para Hobbes la sociedad, en tanto que fruto de un pacto social, protege a los individuos. Defiende sus derechos y libertades frente a terceros. La sociedad -a través del pacto social- evita el peligro ligado al estado natural del hombre: la continua lucha contra su prójimo por la supervivencia (“homo homini lupus”). Para este pensador, el Estado (el Leviatán, entidad autoritaria) protege al hombre de sí mismo. Con él dará sus primeros pasos la Modernidad Política. 

La Ilustración y, entre otras, la Revolución francesa darán lugar a una nueva concepción del individuo como ser autónomo, con derechos y libertades individuales

Tanto Rousseau como Locke se alejarán del autoritarismo hobessiano. Entenderán, sí, a la sociedad como producto de un contrato social: la sociedad como un acuerdo entre individuos, como un pacto para una mayor protección y seguridad a cambio de ciertas libertades. Según Locke, el ser humano tiene derechos naturales y libertades, ambos inviolables. Y la sociedad tiene la obligación de preservar los derechos y libertades de sus ciudadanos. Para Rousseau, pesimista, el hombre, ser natural y libre por excelencia y naturaleza, se verá negativamente afectado, en tanto que ciudadano, por su necesario sometimiento a la sociedad y a la cultura.

Según Kant, cumbre del subjetivismo en la ética, el individuo debe actuar con responsabilidad y en conformidad a sus principios morales. Principios morales que impulsarán al individuo a trabajar por el bienestar de la sociedad. Por su parte, y de acuerdo con Kant, la sociedad debe respetar el derecho a la privacidad y a la libertad de pensamiento del individuo, de ahí su obligación tanto de defenderlas como de promoverlas. El individuo en Kant es la base de la moralidad. Y la moralidad es el fundamento de la vida en sociedad.

En el pensamiento de la Modernidad, y como compendio de su ideario, el individuo tendrá una importancia basal en la construcción de la sociedad y la cultura. La Ilustración y, entre otras, la Revolución francesa darán lugar a una nueva concepción del individuo como ser autónomo, con derechos y libertades individuales. La imagen de la autonomía individual se convertirá en el elemento clave de la cultura moderna y contemporánea. Y será así tanto en la Ilustración como en el Romanticismo, ambos hijos de la Modernidad.

Derechos, autonomía y libertad del individuo influyeron -como hoy- de manera decisiva en la conformación de las sociedades occidentales, en su organización y funcionamiento.

Los (falsos) límites

Sabemos de la muy humana costumbre de caminar siempre junto al borde del precipicio. Y aunque calificable como el gran logro de la Modernidad, el precipicio de la individuación -el peligro de sus pasos ciegos adelante- es el individualismo, la gran trampa del (neo)liberalismo. Pero no todo el liberalismo es una trampa. Ni todos los liberales son tramposos. El liberal Kennedy, el de Dallas, no cayó en esa falacia [3].

A contrario sensu, el existencialismo, con Sartre a la cabeza, elevó el subjetivismo político a su más alta cima. A la cima de su contradicción: en sus escritos, a pesar de su condición de intelectual orgánico situado a la izquierda de la izquierda, la celada del individualismo asomaba las orejas.

Sartre, en su oscurísimo texto El ser y la nada, afirma que "la libertad del prójimo [...] es el límite de mi libertad". Unos cientos de páginas más adelante remacha con “mi libertad encuentra también sus límites en la existencia de la libertad ajena” (El ser y la nada, Cuarta Parte, Capítulo 1, Ser y hacer: la libertad).

El existencialismo, con Sartre a la cabeza, elevó el subjetivismo político a su más alta cima. A la cima de su contradicción

El (neo)liberalismo, con un ojo puesto en el individualismo (tapadera de una suerte de libertarismo social, económico y político), acuñó presto una de sus más famosas frases: “tus derechos [o tu libertad] terminan donde empiezan los míos [o la mía]”. Repetida hasta la saciedad se ha convertido en una verdad vulgarizada. Y ha pasado a ser reverenciada como el súmmum del sentido común. Muy de sentido común y muy divulgada. Tanto que incluso se cuela casi sin oposición en muchos ambientes progresistas.

La alternativa a esta famosa frase deberá romper ese falso límite. Parafraseando a Kennedy: “Tus derechos [o tu libertad] empiezan en el mismo lugar que los míos [o la mía]”. Y también: “terminan en el mismo lugar que los míos [o la mía]”. Son iguales. O mejor: deben ser iguales. Y la sociedad, si es el caso, debe revertir las desigualdades. A veces lo hace [4].

La cooperación, condición de posibilidad del contrato social, y éste de la individuación, no se aviene con aquella sartriana (falsa) frontera. En La cooperación, en la comunidad (por su etimología: responsabilidad compartida), los límites de los derechos y las libertades son comunes en su alcance -en su inicio y final- a todo individuo. Y deben serlos.

Libertad y seguridad, condiciones de posibilidad del individuo

La sociedad es la condición de posibilidad de la persona cómo individuo. Ítem más, libertad y seguridad, individuo y sociedad, no son más que las dos caras de una misma moneda. No hay libertad sin seguridad, ni seguridad sin libertad. Si una, sin importar cuál de ellas, decae, la otra también. Igual pasa con el individuo y la sociedad. Debemos huir como el gato escaldado del agua de esta otra insidia (neo)liberal: mayor seguridad a cambio de menor libertad. Nada hay más falso.

¿Qué mayor seguridad, y el riesgo cero no puede existir, que la derivada de la mayor igualdad? Y ¿qué mayor libertad que la deparada por la mayor seguridad? Vean los mejores argumentos posibles para estas preguntas afirmantes aquí: Roberto R. AramayoNuevatribuna, 16/01/2023. La clave de la mayor libertad y seguridad del individuo, y de ello su autonomía y ejercicio de derechos, radica en la limitación de la desigualdad social.

Ante los infortunios y los accidentes, ante los hechos contingentes y las adversidades, nada nos protege como la sociedad en tanto que colectivo comprometido y responsable para con sus ciudadanos. ¿Argumento? La cobertura universal que en materia de salud y asistencia sanitaria gozamos en España ¿Otro argumento? “La prestación por jubilación [que], en su modalidad contributiva, cubre la pérdida de ingresos que sufre una persona cuando, alcanzada la edad establecida, cesa en el trabajo por cuenta ajena o propia, poniendo fin a su vida laboral, o reduce su jornada de trabajo y su salario en los términos legalmente establecidos.” (Gobierno de España) ¿Un tercer argumento? La voluntad de privatizar los servicios públicos que tiene el (neo)liberalismo, en nombre de unos falaces derechos individualistas, que no individuales, a decidir qué y a quién pagar. Claro, pero ¡cuidado! el poder de decisión sólo para quien lo pueda costear. Derecha libertaria, por lo de la libertad individualista, se hacen llamar.

La sociedad es la condición de posibilidad de la persona cómo individuo. Libertad y seguridad, individuo y sociedad, no son más que las dos caras de una misma moneda

En la naturaleza la existencia se caracteriza por la precariedad y la violencia. Sin ley ni autoridad, sin moral, nada es legítimo ni ilegítimo. Todos tienen derecho a todo. Para Hobbes la vida en ese desiderátum de derechos sin deberes es “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (Leviatan). Y de hecho lo es. Como cuando en nuestra sociedad impera la ley natural del más fuerte. Los derechos, para ser justos y legítimos, deben ir acompañados de deberes. Por eso el individuo, que para serlo precisa de la sociedad, con los derechos individuales adquiere deberes para con el colectivo.

Deberes colectivos

Con graves dificultades, el ser humano, cual ermitaño, puede malvivir fuera de la sociedad. Pero la sociedad no existe sin personas, quedando nada más que en puras piedras amontonadas. La comunidad necesita de la participación de sus individuos. Los individuos deben responsabilizarse de sus deberes para con la comunidad.

En paralelo a las tensiones existentes entre individuo (beneficio propio) y sociedad (bien común), en una comunidad aparece una nueva tensión: los sentidos de ciudadanía y de pertenencia. Esto es: la contraposición entre ciudadano “en” y ciudadano “de”.

Ciudadano en: de alguna manera responde, como evaluador de las comunidades, al velo de la ignorancia de Rawls. Al no saber -carecer de importancia política- el dónde de su ciudadanía mañana, optará en y para todas ellas similar nivel de derechos y deberes.

Ciudadano de: su seguramente inconsciente, tal vez innato, sentido de pertenencia, su sentido del terruño, podrá provocar en su razonamiento y análisis de lo colectivo un cierto sesgo cognitivo en lo político a favor de su comunidad.

La comunidad necesita de la participación de sus individuos. Los individuos deben responsabilizarse de sus deberes para con la comunidad

Nada es blanco o negro, sin embargo. El primero tenderá a establecer vínculos sociales más frágiles y a no forjar fuertes lazos con sus convecinos (precipicio: individualismo). El segundo, por el contrario, creará vínculos sociales fuertes y un alto sentimiento de comunidad social (precipicio: colectivismo).

En los dos casos, sin embargo, el respeto por los deberes asociados a los derechos está fuera de toda duda:

la individuación, precisamente por tomar un camino lateral individual, precisa también de la norma para orientarse frente a la sociedad y establecer con ella esa relación de la que el individuo tiene vital necesidad. La individuación conduce, por ello, a que las normas colectivas sean objeto de una estima natural” [5] (Jung, C. G. (2013), la negrita es nuestra).

Un deber colectivo: pagar impuestos progresivos, absolutamente progresivos (que retribuirán servicios, un derecho individual).

Otro deber colectivo: atender -críticamente- las normas de la comunidad: no saltarse un semáforo en rojo, no cometer crímenes, no molestar...

En general, los individuos, aún respetándolas, tenderán a desviarse de las normas colectivas -de ahí el dinamismo de una sociedad: su progreso o su retroceso. Los individualistas, y aquí la diferencia, las querrán evitar totalmente.

Un ejemplo nada abstracto de individualismo, de libertarismo político, oponiéndose a un deber colectivo:

Otro rasgo no menor es la cultura de empresas abusonas, que practican la ingeniería financiera para mover sus beneficios a paraísos fiscales, porque las reglas —como los impuestos— son para los demás y mejor es pedir disculpas que pedir permiso. Siempre se puede enviar a los abogados a litigar. [...] la Arrogancia 4.0 ha alcanzado su cénit con los despidos de decenas de miles de trabajadores por correo electrónico, mediante mensajes humillantes advirtiendo que hay que trabajar más —24 horas al día— con menos recursos y dormir en la oficina.” (Cecilia CastañoMaría Ángeles Sallé, El País, Arrogancia 4.0, la historia insostenible, 17/01/2023, la negrita es nuestra)

Y sin van mal dadas, al Estado rogando por un Sareb. Claro, al individualismo del (neo)liberalismo, ojo: con el Estado protector detrás, siempre le va -cosa sabida y demostrable empíricamente- muy bien...

Los deberes colectivos necesariamente se redefinirán una y otra vez en esa lucha sin fin entre el individuo y la sociedad, entre lo particular y lo colectivo

En ciertos casos, y de forma curiosamente contraintuitiva, el individualista se disfraza de comunitario ¿Cómo? Como cuando en ciertos ámbitos de la economía social se elude el espinoso tema de los impuestos ¿Se debe pagar impuestos por el autoconsumo o la autoproducción? ¿Hablar de ello es siempre sinónimo de querer un “impuesto al sol”, de infausta memoria? Imaginando un futuro posible con un número creciente de comunidades avezadas en soberanía de autoconsumo (siendo alimentos, bebidas no alcohólicas, ropa, calzado, vivienda, cultura, ocio y commodities más del 50% de la cesta de la compra), si su impacto en la economía superara el 10%, el 15%, el 25% ¿Soportaría nuestro escaso estado del bienestar tamaño bajón de capacidad impositiva? Renunciar a darles servicios públicos (¿autoconsumo? ¡Autoservicios!) promoviendo -al permitir- autárquicos reinos de taifas, no es la solución. Entender que el autoconsumo y la autoproducción deben contribuir, de una manera racional, ponderada y eficiente, al mantenimiento de la sociedad, sí. Permitir que hoy no contribuya por su escasa importancia económica, vale. Bien. Pero el no responder al deber colectivo será por su impacto, hoy prácticamente nulo, en la generación de rentas (a ver mañana), y no por ser un tipo de economía colaborativa.

Los deberes colectivos necesariamente se redefinirán una y otra vez en esa lucha sin fin entre el individuo y la sociedad, entre lo particular y lo colectivo, entre la independencia y la pertenencia emocional. Pero siempre vigilando no caer en el individualismo, aunque se presente bajo el manto comunitario.

El bosque

El colectivo siempre es más poderoso que el individuo. Es algo preciso para su supervivencia: una realidad y una obligación, cierto, aunque no siempre necesariamente buenas. Tal cual el individualismo con respecto a la individuación, el colectivismo es el peligroso precipicio oculto tras lo colectivo.

A veces el árbol no nos deja ver el bosque. Un peligro aún mayor: cuando el bosque no nos deja ver el árbol. El individualismo, como un butrón, se aprovecha de la sociedad. El colectivismo ataca la sociedad convirtiendo al individuo en masa: un frágil árbol indiferenciado en medio de un poderoso bosque homogéneo.

Una vez más el (neo)liberalismo, con el utilitarismo como estandarte cobijador, asoma la oreja en la deriva de lo colectivo al colectivismo. Se escuda en Jeremy Bentham (1748-1832) y su principio de mayor felicidad: el bien común de la sociedad como la mera suma de los bienes particulares de sus individuos. El sacrificio -no necesariamente forzado o letal- de uno a cambio del beneficio de muchos. Dicho así, tan en crudo, su violencia retórica horroriza nuestro entendimiento, dicho de otra manera, no. Y así, dicho de otra manera, se nos cuela esa voluntad (suya) de (nuestro) sacrificio desde las arengas de los (neo)liberales. Y a veces también desde los discursos de los progresistas.

A veces el árbol no nos deja ver el bosque. Un peligro aún mayor: cuando el bosque no nos deja ver el árbol. El individualismo, como un butrón, se aprovecha de la sociedad

Lucía Lijtmaer, en el mismo título de su artículo: “El fascinante fenómeno de la Mujer Única” (El País, 30/01/2023), expresa certeramente uno de los mas “refinados” riesgos del colectivismo:

“[E]n la actualidad nos encontramos con una versión refinada de la Mujer Única, en la que una mujer dice o hace algo en la esfera pública y todas las demás deben responder por ella.

El colectivismo anula al individuo, como el bosque al árbol, como la masa a la persona, exigiéndole voluntaria homogeneización:

Somos ante todo soldados, y luego, de un modo extraño y vergonzoso, individuos.” (Erich Maria RemarqueSin novedad en el Frente)

Así, como un hormiguero, como un panal, el Ejército es el máximo exponente del colectivismo. Y también la Policía ¿Podemos prescindir de ellos? La necesidad de su existencia ¿avala al colectivismo como herramienta social y política? No y no.

Por cierto, las derivas colectivistas pueden darse en los sitios más insólitos. Cualquier alternativa económica, social o política que, con vocación sistémica, no ofrezca en su misma genética las herramientas para su crítica, o incluso su ruina. Cualquier ideología, filosofía, religión o escuela de pensamiento que sustente como necesidad histórica la desaparición del resto. Cualquier idea que pugne por estructurar según su base el resto de ideas. En cualquiera de estos casos el abismo del colectivismo, como pudrimiento de la comunidad, acecha.

Si ante un cambio de pensamiento, ¡traición!; si una crítica, ¡agravio!; si ante el error, la culpa siempre para el otro; si al que se va ¡felón!, entonces la comunidad se resiente. El colectivismo gana. El individuo pierde.

En su último estadio, el colectivismo social y político aún deviene peor al triturar al individuo convirtiéndolo en masa insignificante, desechable:

"Viví en un país donde se nos enseñó a morir desde la infancia. Nos enseñaron la muerte. Nos dijeron que los seres humanos existen con el fin de dar todo lo que tienen, de agotarse, de sacrificarse" (Svetlana Aleksiévich, discurso de aceptación del Premio Nobel) 

Individualismo y colectivismo son dos poderosos y temibles enemigos de la democracia. Y muy peligrosos por su capacidad de enmascararse tras buenas razones.

Individualismo y colectivismo son dos poderosos y temibles enemigos de la democracia. Y muy peligrosos por su capacidad de enmascararse tras buenas razones

La esperanza

Nuestros representantes políticos –y nuestros pensadores, intelectuales o filósofos- deben gestionar, sabiendo imposible su resolución, la contradicción entre individuo y sociedad, interés privado y bien común, ciudadanía y pertenencia, derechos individuales y deberes colectivos. Y su mejor -y tal vez única- herramienta es domeñar la desigualdad. Y su mejor estrategia, huir de aquel populismo que en las entrañas -y en su deriva- lleva tanto al individualismo como al colectivismo. 

Aún queda mucho de qué hablar. Este texto no aborda un análisis político, social, económico, jurídico o filosófico de la problemática relación entre el individuo y sus comunidades. Es, en el peor y mejor de los sentidos, un escrito de antropología diletante. Y por el deleite de una buena cita, y por su pizca de esperanza, nos despedimos con las palabras de un liberal, su honesto intento de articular individuo y sociedad:

And so, my fellow Americans: ask not what your country can do for you, ask what you can do for your country. My fellow citizens of the world: ask not what America will do for you, but what together we can do for the freedom of man.” (John F. Kennedy, discurso inaugural, 20 de enero de 1961, la negrita es nuestra)

Así es. Como individuos libres, autónomos y con derechos inalienables, preguntémonos “qué podemos hacer juntos por la libertad del ser humano”.

PD: El presente texto esconde un sincero y admirado tributo literario al libro Hijos de la fábula, de Fernando Aramburu.


[1] Consell 
[2] El 5 de septiembre de 1791 la escritora francesa Olympe de Gouges, parafraseando la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada el 26 de agosto de 1789, publicó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (en francés Déclaration des Droits de la Femme et de la Citoyenne).
“Mujer de letras y política, de Gouges está considerada una pionera del feminismo. Muy implicada en la Revolución Francesa, en 1791 redactó una Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, que dirigió a la reina María Antonieta, haciéndose eco de la de 1789. Luchó por la emancipación de la mujer, por el reconocimiento de sus derechos sociales y lugar político. También hizo campaña por la abolición de la esclavitud. Cercana a Condorcet, se unió a los girondinos en 1792. Condenada por el Tribunal Revolucionario, fue guillotinada el 3 de noviembre de 1793” (web cit, la traducción es de Google Traductor). 
[3] “This Nation was founded by men of many nations and backgrounds. It was founded on the principle that all men are created equal, and that the rights of every man are diminished when the rights of one man are threatened.” (John F. Kennedy: Civil Rights Address, on June 11, 1963. Full text and audio mp3 John F. Kennedy's Civil Rights Address)
[4] “A partir del viernes 16 de marzo, en España los hombres somos un poco más libres, porque, a pesar del viejo dicho, mis derechos y mis libertades empiezan donde empiezan los de mis vecinos (hoy, las mujeres) y acaban donde para ellas acaban. Aún queda camino por hacer: hagámoslo y recorrámoslo.” (Rafael Granero ChulbiSe hace camino al andar, El País, Cartas al director, 18/03/2007)
[5] Alonso, J. (2018). La individuación desde el enfoque de Carl G. Jung. Revista de Psicología Universidad de Antioquia, 10 (1), 325-343. DOI: 10.17533/udea.rp.v10n1a13

Derechos individuales, deberes colectivos