En Cleveland, con la excepción de alguna voz disonante, el lema será "todos con nuestro candidato (Trump) para derrotar a la "retorcida" (crooked) Hillary Clinton"
Las primarias de Estados Unidos están virtualmente concluidas. A falta aún de diez parciales por completar, Donald Trump y Hillary Clinton han cumplido con los pronósticos que le asignaban el papel de favoritos, a comienzos de la carrera, en febrero.
El candidato republicano ni siquiera tiene ya rivales, agotados uno tras otro en un inútil esfuerzo por enderezar una deriva sin precedentes. El empuje de Trump ha cabalgado sobre la profunda frustración de importantes sectores de la población, mayoritariamente blancos, trabajadores y poco educados, con ideas muy simples y reaccionarios más que conservadores.
La candidata demócrata tendrá que confirmar un triunfo anunciado, pero en el desafío progresista de Bernie Sanders se ha dejado una credibilidad de la nunca ha estado sobrada, ni siquiera antes de comenzar la disputa. Nos ocuparemos en otro momento de lo que han significado estas primarias en el campo demócrata, las expectativas de futuro para un partido en transformación, al ritmo de los vertiginosos cambios en la demografía, la sociedad y la cultura política del país.
Hoy atenderemos el dilema de los republicanos, la paradójica realidad de un outsider que desestabiliza los fundamentos tradicionales del partido, pero sin el cual estaban abocados a un fracaso seguro.
Trump no ha sido nunca el candidato de los grandes dirigentes del partido. Pero hay que tener cuidado con una formulación como ésta, que tendría todo el sentido en Europa, pero resulta muy discutible en Estados Unidos. Los aparatos partidarios funcionan con relativa eficacia en las cámaras legislativas, tanto las federales como las estatales, pero juegan un papel muy secundario en la competición por la presidencia. En el partido republicano, como el demócrata, conviven varias corrientes o tendencias, pero suele imponerse siempre el aspecto individual, o al menos la interpretación personal de un conjunto difuso de ideas, valores y principios por parte de los líderes que conectan con el electorado, son capaces de financiar unas maquinarias más funcionales que ideológicas y saben crear dinámicas de éxito.
Todo eso lo ha conseguido Trump con el inestimable concurso de los medios de comunicación convencionales (y no tan convencionales), pese a la repulsa que algunos de ellos, con cierta hipocresía, declaraban tener hacia sus opiniones, su estilo y su inconsistencia. El multimillonario se ha aprovechado de las fracturas más profundas del sistema político norteamericano para sintonizar con las insatisfacciones más primarias del electorado. Algunos de sus rivales han querido combatirlo en el terreno de los valores conservadores, o de la corrección política, o el consenso básico del sistema bipartidista.
Todos esos intentos han fracasado, porque Trump han interpretado de forma ventajista pero astuta los vientos demagogos del nacionalismo rampante que se detecta en casi todas las regiones del mundo. Hasta hace muy pocas semanas, en el partido republicano se diseñaban estrategias para acabar con el disidente en el último momento, mediante una suerte de golpe político de efecto, bajo las luces trepidantes de la Convención partidaria. Los estrategas del aparato componían conciliábulos con figuras prominentes, más o menos actuales con otras históricas o periclitadas, con tal de frenar al desbocado corredor solitario. Se le ha intentado ahogar con ideas, con dinero, con descalificaciones, con pronósticos catastróficos. Nada ha funcionado. Trump les ha ganado a todos, porque ha elegido siempre el terreno donde librar las batallas y ha sabido convertir los errores propios en oportunidades perdidas por sus oponentes. Ahora, con las primarias decididas y la 'conspiración de Cleveland' abandonada en la fase inicial de consideración, toca replantear de nuevo el juego.
El líder nacional de los republicanos, actual portavoz de la Cámara Representantes y supuesto hombre para el futuro, Paul Ryan, tuvo que hacer de tripas corazón y concederle tres cuartos de hora a Trump para intentar hacer creíble un escenario de conciliación entre la dirección del partido y el seguro candidato. Ryan se mostró constructivo pero esquivo. Importan menos el contenido de sus palabras que la temperatura con la que fueron pronunciadas. La guerra interna ha concluido. Hay que aprender a vivir con Trump. A trabajar con él. A servirlo, de forma que el partido se sirva de él para el único objetivo que parece haber importado a la derecha política de Estados Unidos: impedir la continuidad demócrata en la Casa Blanca.
Estas últimas semanas estamos asistiendo a una lenta pero inexorable mutación en los dirigentes republicanos y, lo que es más importante y significativo, en la multitud de grupos de presión, organizaciones sociales, plataformas ideológicas, distintos sectores del establishment, potenciales o seguros grandes donantes y cualquier otro factor que contribuya a inclinar la balanza política hacia la derecha. Hemos pasado del "todos contra Trump" al "hay que trabajar con Trump". Y podemos apostar con poco riesgo a que, en Cleveland, con la excepción de alguna voz disonante, el lema será "todos con nuestro candidato (Trump) para derrotar a la "retorcida" (crooked) Hillary Clinton".
Importarán poco las bravatas, las amenazas a los inmigrantes, el desprecio, cuando no el insulto, a los aliados, la desconsideración hacia las mujeres o cualquier otro de los disparates que han caracterizado su candidatura. Los cambios oportunistas sobre el aborto, el control de las armas de uso individual, el sistema de salud, las relaciones internacionales, los pactos sobre el comercio mundial, los programas económicos, las prioridades de defensa, etc. dejarán de ser "debilidades" para convertirse en oportunidades. Se olvidarán los pecados y se construirá la imagen del convertido.
Trump se dejará querer. Dirá a cada grupo de opinión lo que quiera oír, pero sin renunciar a su estilo, para no decepcionar tan pronto a los que los han empujado hacia arriba en la ascensión a la cúspide. Es posible que se avenga a un programa más convencional para no arriesgar un desencuentro en el momento menos oportuno. Se olvidará de los rivales a los que han combatido, incluso despreciado y humillado, para que le hagan de teloneros en la segura traca mayor contra Hillary Clinton. Se presentará como el gran unificador: del partido, en julio; de la nación, en noviembre.
Se completará así el círculo de la impostura Trump. Y, si los sondeos mantienen la ilusión de un triunfo en otoño, la mayoría de los republicanos venderán su alma. Sin remordimientos.