viernes. 29.03.2024
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Tenía que pasar y ha pasado. El primer viaje de Trump a Europa ha sido un desastre. Sin paliativos. Tanto, que los líderes europeos ni siquiera se han esforzado en disimularlo

Tenía que pasar y ha pasado. El primer viaje de Trump a Europa ha sido un desastre. Sin paliativos. Tanto, que los líderes europeos ni siquiera se han esforzado en disimularlo.

Los artificieros que rodean al Presidente para evitar que se suicide diplomáticamente con sus habituales impertinencias han debido sentirse desanimados. Habían sorteado la etapa mesoriental con bastante soltura y mucha fanfarria, aunque con pocos resultados. En Europa, las cosas fueron mal enseguida y terminaron peor a la primera de cambio.

“Trump abandona la OTAN”. Así tituló su comentario semanal Judy Dempsey, la editora de la publicación sobre estrategia europea del Carnegie Endowmwent Institute, uno de los principales think-tank occidentales. Más allá de la ironía, el relato de la veterana informadora no tiene desperdicio. “Menuda cena”, comienza por decir, para referirse al tenso y gélido ambiente de una cita en la que, por lo general, suelen imponerse las buenas palabras, mientras se deja a los colaboradores y asesores la antipática tarea de limar las asperezas (1).

En esta ocasión, las asperezas se encallaron en la mesa principal. Más que eso hubo: empujones, regañinas y admoniciones de un Presidente bajo sospecha dentro y desacreditado fuera. Confesaba recientemente un avezado diplomático que en el precavido laboratorio de las relaciones internacionales se trabajaba siempre con la hipótesis de que uno o varios dirigentes mundiales se saliera de sus cabales; ahora, señalaba, ya no es una hipótesis.

El desencuentro entre ambos lados del Atlántico había empezado mucho antes de que Trump subiera al Air Force One. Desde que, en su discurso inaugural proclamara que “América es lo primero” (America First), consagrando sus simplezas de campaña sobre el comercio internacional o el deterioro climático, el choque quedó anunciado.

Otros factores habían envenenado el ambiente. Naturalmente, la inquietante retórica de cooperación con Rusia, que puede ser algo más, y peor, que pura ingenuidad o deslices de aficionado. Y también, desde luego, el coqueteo con los partidos nacional-populistas europeos en un año de contiendas electorales de gran trascendencia.

MERKEL, EN COMBATE

Es cierto que entre aliados no suelen producirse zascas de este tipo. Pero tampoco es tan insólito. Desde la guerra de Corea en los cincuenta a la cruzada post-11S, la relación entre los socios atlánticos está plagada de minas desactivadas o explosionadas bajo control.

En los tiempos de la guerra fría, quien enfriaba los pies norteamericanos en el confort de la casa común atlántica eran los franceses, con sus sillas vacías en la OTAN o la voluntad de afirmar iniciativas independientes. Macron tampoco se ha mordido ahora la lengua. Pero el latigazo ha venido del otro lado del Rhin. Los alemanes solían guardar la línea ortodoxa fijada por Washington. Ni siquiera la Ostpolitik (política hacia el Este), promovida por Willy Brandt, nunca fue cuestionada por EEUU.

Ángela Merkel, siempre contenida y cautelosa en exceso, debió regresar tan irritada de las dos cumbres con Trump (OTAN y G-7) que se permitió algo poco común en ella: disparar sin fogueo. Escogió un ambiente distendido -una fiesta cervecera en Múnich- para lanzar un mensaje imposible de minimizar. “Europa debe hacerse cargo de su propio destino. Los tiempos en que podíamos depender de otros ya se han acabado”. Y por si no se había entendido bien, remachó luego: “esto es lo que hemos visto estos últimos días”.  Merkel se refería a las garantías de seguridad, no a la autonomía política, obviamente.

El caso es que las palabras de la Canciller causaron un gran revuelo. Otra veterana del observatorio mundial, Anne Applebaum, concluye que “la relación americano-germana, el corazón de la alianza transatlántica durante más de 70 años, ha tocado histórico fondo” (2). DER SPIEGEL cree que Merkel “ha perdido la esperanza de que pueda incluso trabajar constructivamente con Trump”, aunque apunta cálculos electorales en la andanada de la Canciller (3). Algo similar sostiene THE ECONOMIST, con su saludable escepticismo habitual (4).

Alemania celebra elecciones en septiembre. Aunque el susto de un triunfo de los social-demócratas parece haberse desvanecido tras el fracaso en Renania del Norte-Westfalia, la canciller no es amiga de riesgos. La andanada de la canciller juega a favor de corriente: la desconfianza de los alemanes en Trump supera a la que tienen en Putin en más de 20 puntos.

A la vista de la polvareda, la misma Merkel se esforzó por poner paños calientes y asegurar que las relaciones con EEUU son esenciales.

¿Y AHORA QUÉ?

Los dirigentes europeos no son los jeques árabes. Están al frente de democracias y no de regímenes semi-feudales. No está permitido casi todo. “Trump no es un hipócrita”, dicen con cierta guasa provocadora Henry Farrell y Martha Finnemore. Estos dos analistas del teatro mundial sostienen que la hipocresía, “el tributo que el vicio paga a la virtud” (Rochefoucauld dixit) es imprescindible para sostener el orden internacional. El actual inquilino del primer centro de poder mundial carece de esa habilidad (5).

Es la gran pregunta. Paciencia y templanza. Pero también firmeza. Veremos qué decide este jueves el mercurial presidente con respecto al acuerdo de París sobre el clima. Si se retira, como lleva advirtiendo, se habrá consumado un escenario de desconfianza, de desvinculación.

Con ser muy sensible el dossier ecológico, resultaría mucho más devastadora una riña comercial. Trump, que es un consumidor pertinaz de coches germanos de lujo, se permitía esta misma semana criticar a los alemanes por montar fábricas en México para vender automóviles en EEUU. En uno de sus celebrados tuits, daba rienda suelta a su irritación contra Berlín por el superávit alemán en la balanza bilateral (ciertamente, muy elevado: 65 mil millones de dólares), cuando Washington paga la mayor parte de la factura de la seguridad alemana (y europea). Alemania gasta el 1,2% de su PIB en defensa, muy lejos del 2% que Washington ha venido reclamando durante años, aunque para Trump podría no ser suficiente.  

Como sostienen no pocos expertos, el problema no es el volumen de gasto sino el método. No el cuánto sino el cómo. El gasto europeo en Defensa más que escaso es ineficaz, redundante, desordenado y desarmonizado, ha insistido estos días Stephen Walt, el siempre lúcido profesor de Harvard (6). No es cuestión de gastar más en carros de combate, en aviones, en logística, etc. Se trata de hacerlo mejor, de subsanar todos esos defectos y otros más. Nadie confía en que se consiga pronto.

Trump omitía que el saldo comercial es un juego de balanzas múltiples. En algunas pierde y en otras su país sale abrumadoramente beneficiado. En todo caso, el Presidente ignoraba, o no quiere saber que, aunque quisiera, Alemania no puede negociar asuntos comerciales con Estados Unidos porque se trata de un dominio reservado a la Unión Europa.

Alemania no va a romper con EEUU. Ni Francia. Pero ninguna de ellas, ni siquiera Gran Bretaña, siempre más atenta a apaciguar las turbulencias atlánticas, parece dispuesta a que se les trate con desconsideración o menosprecio. El vínculo está para unir, no para ahogar.


(1) CARNEGIE ENDOWMENT FOR INTERNACIONAL PEACE. 26 de mayo.
(2) THE WASHINGTON POST, 29 de mayo.
(3) DER SPIEGEL, 29 de mayo.
(4) THE ECONOMIST, 30 de mayo.
(5) FOREIGN AFFAIRS, 30 de mayo.
(6) FOREIGN POLICY, 30 de mayo.

La tormenta atlántica