viernes. 26.04.2024

Acabo de ver Argentina, 1985, la película de drama histórico de 2022 dirigida y producida por Santiago Mitre. La trama son los Juicios llevados a cabo en 1985 a los comandantes de las tres primeras Juntas militares de la dictadura argentina entre 1976-1983. Fueron posible gracias a un Decreto de Raúl Alfonsín y en el que tuvo un papel fundamental el fiscal Julio César Strassera y su ayudante Luis Moreno Ocampo.

Strassera puso en marcha en 1984 un vertiginoso plan para producir pruebas contra los ex comandantes por la represión ilegal de la dictadura en poco más de cuatro meses. Para ello creó un equipo de jóvenes estudiantes de derecho integrado por Carlos “Maco” Somigliana (23 años en 1985), Sergio Delgado (23), Nicolás Corradini, Judith König, Maria del Carmen Tucci, Mabel “La Pichu” Colalongo, Javier Scipioni (20) y Lucas Palacios (27).

Me parece una película impresionante y ejemplar desde un punto de vista artístico y con un papel estelar de Ricardo Darín, representando a Strassera.  Uno de los momentos claves del film podemos entenderlo según este comentario de la revista argentina Anfibia: “Desde que tiene memoria, a Teresa Laborde le duele la espalda. A los 20 años una osteópata le explicó que tenía la columna torcida. Ahí entendió que la causa de sus dolores tenían que ver con su nacimiento: su mamá, Adriana Calvo, parió en el asiento trasero de un Falcon verde mientras los militares la trasladaban a un centro clandestino de detención Esa historia -que es una de las escenas centrales de la película Argentina, 1985- fue la que permitió, durante el Juicio a las Juntas, convencer a sectores de la clase media de los crímenes atroces de la dictadura”.

Mas, yo quiero reflejar algunas sensaciones sugeridas durante su visión. Y también algunos motivos por los cuales en España no ha sido posible una película como Argentina, 1985. La primera sensación y más importante es que  me he sentido, como español profundamente avergonzado. En Argentina se juzgó y se siguen juzgando los crímenes de lesa humanidad cometidos por las juntas militares, mientras en el Reino de España, a pesar de haber contado con muchos más años de dictadura, y con muchas más desapariciones forzadas y asesinatos, no se ha conseguido aún el acceso a la justicia.  

Hay un momento en la película, en la que un personaje ante la incredulidad del fiscal Strassera de que sea posible hacer algo, le dice: “se ha abierto una pequeña rendija, por muy pequeña que sea, hay que aprovecharla”. Se refiere a que por parte del tribunal federal se mostró una actitud favorable al enjuiciamiento de los militares de las juntas. Hubo un momento en el que se pudo producir una “rendija” en España. El juez Garzón, dictó en octubre de 2008 un auto cuyo objeto era la investigación contra quienes se alzaron o rebelaron contra el gobierno legitimo y cometieron matanzas y detenciones ilegales, desde 1936 hasta 1952. Sorprende que un juez que conocía de primera mano el funcionamiento del poder judicial en este país, la injerencia de la judicatura en la esfera política, la actividad de las cloacas del Estado cometiera tal error de cálculo. Las consecuencias fueron inmediatas: de juez estrella pasó a juez estrellado. El 22 de febrero de 2012 fue expulsado de la carrera judicial tras haber sido condenado por el Tribunal Supremo a once años de inhabilitación por un delito de prevaricación cometido durante la instrucción del caso Gürtel. 

Hablemos más de la justicia española. Según Ángel García Fontanet, que fue magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña: “El Poder Judicial, para muchos, no ha sido objeto de una auténtica democratización. Es lamentable que demasiados jueces “progresistas” se han dedicado más a cultivar sus propias carreras que a la tan necesaria reforma democrática de la justicia. Aunque no es una tarea fácil, como ha sucedido en otras instituciones públicas y privadas. El Poder Judicial, a veces, parece empeñado en dar las razones a los autores de tales reproches. Los ejemplos abundan, como su posición reticente a la ley de la Memoria Democrática”. Todavía hoy, si vas a la Web del Tribunal Supremo (TS), cuando habla de su propia historia, salta de 1931 a 1978, como si no hubiera existido durante la guerra y la dictadura. Pero la realidad histórica no se puede ocultar. Cuanto mayor ha sido la implicación de la justicia ordinaria en una represión dictatorial –como en España– mayor resistencia existe a la hora de impulsar políticas de Justicia Transicional.

Nunca se ha denunciado públicamente su colaboración con la represión franquista, ni el trasvase de muchos de sus miembros más conservadores –incluso de los jueces y fiscales del Tribunal del Orden Público– al TS o la Audiencia Nacional. Por ello, quizá podemos entender que sobre la exhumación del dictador Franco en 2019, los magistrados del TS argumentaron para paralizarla que “el hecho de que fuera jefe del Estado desde el 1 de octubre de 1936 hasta su fallecimiento el 20 de noviembre de 1975, atribuye a toda la controversia unos rasgos especiales, que no se pueden ignorar y que permiten atribuir un perjuicio irreversible, a la ejecución de la decisión del Consejo de Ministros de exhumar sus restos si esta, después, fuere considerada contraria a Derecho”. Cinco magistrados del TS decidieron “por unanimidad”, reconocer explícitamente a Franco como jefe de Estado, lo que supone obviar el golpe militar y comulgar con la historiográfica franquista.

Es toda una bofetada a todos los españoles, que hemos permitido por miedo que nunca se haya juzgado a estos criminales, responsables de tanta maldad

Esta es la justicia que tenemos. Pero insisto más, recurriendo a un artículo de Carlos Martínez Villarejo, titulado La Transición judicial: pervivencia del franquismo. Comenta el acuerdo de la mayoría conservadora del Consejo General del Poder Judicial, del 12 de julio de 2006, que rechazó una propuesta del sector progresista de dicho órgano con motivo de la aprobación de la Ley 24/2006, proclamando este año como el de la Memoria Histórica. La propuesta era la siguiente: un reconocimiento a aquellos servidores de la Justicia, Jueces, Magistrados, Fiscales y Secretarios Judiciales, que vieron su carrera y su vida afectadas convirtiéndose en víctimas de la Guerra Civil o posteriormente de la Dictadura franquista. La propuesta fue rechazada por la mayoría conservadora bajo la dirección del magistrado Adolfo Prego, que fue ponente de la causa penal incoada por el Tribunal Supremo contra el Juez Garzón por la investigación de los crímenes del franquismo. Obviamente con esta justicia, unos juicios como los de Argentina de 1985, no eran ni son posibles.

Lo repito, siento una vergüenza más que justificada como español, por el ejemplo de Argentina. Para justificar  y entender mi estado de ánimo,  me parece muy pertinente recurrir a Montse Armengol, que en su libro Les fosses del silenc del año 2004 se hace la siguiente reflexión: “En Guatemala hemos visto como nos pasaban la mano por la cara por el esfuerzo institucional para localizar las fosas, para obtener ayudas internacionales, para hacer un banco de ADN, para tener un psicólogo a pie de fosa que atendiera a los familiares de las víctimas en aquel momento, a la vez esperado y doloroso, en que surge el primer hueso, una bota o una chaqueta, que confirma la pérdida violenta de un ser querido. El momento en que una pala abre la tierra y se rompe el silencio; el momento en que, por fin, puede comenzar el duelo, el personal, el del familiar del desaparecido y el colectivo: el de la sociedad que ha padecido la tragedia. Nada de eso”- acaba diciendo Montse Armengol- “hemos visto en esta España que presume de dar lecciones de transición o de perseguir a los dictadores criminales”.

Es toda una bofetada a todos los españoles, que hemos permitido por miedo que nunca se haya juzgado a estos criminales, responsables de tanta maldad. Juan Andrade (1980) uno de los jóvenes historiadores críticos más relevantes de la actualidad, doctor en Historia Contemporánea y profesor de la Universidad de Extremadura, de una manera concluyente en una entrevista lo resume: “El miedo en la Transición era sobre todo el miedo a que una acción de cambio demasiado decidida provocase un golpe de Estado del ejército. El miedo fue el éter de la transición, una sustancia invisible que lo envolvía todo, que algunos trataban de vencer y otros rentabilizaban”.

Frente a esta realidad lamentable, la academia, los medios y la política nos impusieron a los españoles, ya algunos incluso lo asumieron,  que nuestra Transición de la dictadura a la democracia fue consensuada, pacífica y modélica. Vamos, que después de la creación del mundo, fue el acontecimiento más importante de la Historia.  Según Gregorio Morán en su artículo La transición democrática y sus historiadores, de 1992: “La clase política de la Transición y sus historiadores se llevaron muy bien, al reunirse para decidir cómo se escribiría la historia, en mayo de 1984 en San Juan de la Penitencia, en Toledo, a instancias de la Fundación José Ortega y Gasset. Así fue posible que el gremio de historiadores especializados en la Transición construyera una historia angelical basada en los testimonios de los protagonistas. La clase política de la dictadura esperaba ansiosa exteriorizar su sensibilidad democrática. Los partidos clandestinos henchidos de patriotismo y su militancia eran conscientes de dejar las diferencias para aunarse en lo trascendental: la monarquía parlamentaria. El monarca esperaba anunciarnos la buena nueva de la democracia. En fin, la ciudadanía, con una madurez y un pragmatismo dignos de nuestra raza, mostraba al mundo cómo se podía pasar de una tiranía totalitaria a una democracia homologable con Occidente”.

No hubo consenso, ya que las fuerzas del régimen anterior se impusieron a las de la oposición democrática. Ignacio Sánchez Cuenca en el libro  Atado y mal atado: el suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia de 2014 señala la asimetría antes de las elecciones del 77. Y después también, porque los conservadores retenían muchos resortes del poder. Según Xacobe Bastida Freixido, en el transcurso de la discusión de las enmiendas al artículo 2º de nuestra Carta Magna, y cuando Jordi Solé Tura presidía la Ponencia, llegó un mensajero con una nota de la Moncloa señalando cómo debía redactarse tal artículo. La nota: “La Constitución española se fundamenta en la unidad de España como patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la indisoluble unidad de la nación española”. Casi exacto con el actual artículo 2º de la Constitución. Por ello, es evidente que su redacción no fue producto de la actividad parlamentaria y sí de la imposición de fuerzas ajenas a la misma. Tal hecho lo cuenta Jordi Solé Tura ya en 1985 en su libro Nacionalidades y Nacionalismos en España, de Alianza Editorial, en las páginas 99-102. En el libro de junio de 2018, del historiador y politólogo de gran solvencia, Josep M. Colomer España: la historia de una frustración, en las páginas 184 y 185, conocemos más detalles sobre la nota. Llegó de La Moncloa, el mensajero Gabriel Cisneros, el cual dijo a los miembros de la Ponencia que el texto contenía  las “necesarias licencias” y que no se podía modificar una coma, porque había un compromiso entre el presidente del Gobierno y los interlocutores de facto, muy interesados en el tema. Esto hizo que uno de los miembros de la Ponencia, el centrista José Pedro Pérez Llorca, se pusiera firme y levantara el brazo con la mano extendida para hacer el saludo militar. Mas, no ha interesado que este dato se conociera. Nunca un constitucionalista, ni siquiera los más prestigiosos lo han mencionado. Ni la mayoría de los políticos ni de los intelectuales españoles. El silencio es sospechoso.

Por otra parte,  la presencia de determinados poderes fácticos explica que en la Constitución, las Fuerzas Armadas estén incluidas en el Título Preliminar, que trata de los elementos fundamentales del Estado y la Nación, en el  artículo 8º “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Esto contrasta con la mayoría de las constituciones democráticas, que colocan el ejército en otro título no tan prominente, que se ocupa del gobierno, de la administración y limitan sus funciones a la defensa externa del país. El artículo 8º de nuestra Constitución tuvo como referente el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado de 1967, norma de apertura del Título VI de la misma, título dedicado de modo específico a las Fuerzas Armadas. A tenor del citado precepto: “Las Fuerzas Armadas de la Nación, constituidas por los Ejércitos de Tierra, Mar, Aire y las Fuerzas de Orden Público, garantizan la unidad e independencia de la Patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional.” Basta con la lectura de este artículo para llegar a una primera conclusión: el artículo 37 de la citada Ley Orgánica del Estado no sólo es el precedente más directo del artículo 8º de nuestra Constitución, sino que puede considerarse incluso como la fuente inmediata de inspiración del constituyente en orden a la ordenación constitucional de las Fuerzas Armadas.

La Transición no fue tampoco pacífica. Paloma Aguilar en el libro, del que es coautora Leigh A. Payne, El resurgir del pasado en España. Fosas de víctimas y confesiones de verdugos, de enero de 2018, nos dice que hubo una violencia muy intensa, en la que participaron desde la extrema derecha a la extrema izquierda, pasando por movimientos independentistas (ETA) y por el aparato de seguridad del Estado. Este proceso de democratización, tesis a la que se suma Sánchez Cuenca, fue el más violento de la época; por ejemplo, comparándolo con los de Grecia y Portugal.  En estos momentos tengo encima de mi mesa el libro Las otras víctimas. La violencia policial durante la Transición (1975-1982) de David Ballester, el cual expone una investigación inédita, que echa por tierra todavía más el carácter pacífico de nuestra Inmaculada Transición, ya que documenta de una manera fehaciente las 134 víctimas de la violencia policial. Y la analiza en tres capítulos: gatillo fácil, las víctimas en la represión de las movilizaciones de todo tipo y las producidas por la tortura. Por ello, producen sonrojo las palabras que aparecen en la entradilla del libro de David Iglesias. De Manuel Fraga Iribarne en VV.AA. (1996), Memoria de la Transición: “Creo que si se tiene en cuenta lo que se jugaba en aquella transición, pues se puede decir que fue enormemente pacífica”. E igualmente Carmen Calvo, expresidenta del Gobierno de España, en El País, 22-9-2019: “Salimos de una manera tan brillante de la dictadura, sin un solo roce de violencia, salvo ETA”. Y ya en el cénit del cinismo un Tvit de Pablo Casado de 2-9-2018: “En la Transición ni hubo ocultación, ni sometimiento, ni miedo. Hubo grandeza moral, sentido de la historia, reconciliación y concordia”.

Ni modélica, ya que la Transición se basó en la amnistía y en el olvido, en lugar de la justicia y de la verdad. Hubo un olvido deliberado de los acontecimientos traumáticos de la guerra civil, la dictadura, lo que suponía la invisibilidad de las víctimas del franquismo. Tuvo que ser la generación de los “nietos de la guerra civil” y las exhumaciones de las fosas para que la situación cambiara. Al inicio de la Transición se dijo que era demasiado pronto y podría impedir el establecimiento de la democracia; y ahora es demasiado tarde. La democracia ha sido poco generosa y nada empática con los represaliados por la dictadura. Se ha impuesto y sigue el «pasar página». Paradigma de la impunidad del poder. Para el periodista David Fernández, la única forma razonablemente justa y duradera de pasar página está escrita hace décadas: pedir perdón, reconocer el daño causado, repararlo en la medida de lo posible y arbitrar garantías de no repetición.

Sobre la imperfección de nuestra Transición la definió perfectamente el fiscal José María Mena: El pacto de la Transición fue un pacto de silencio y de desmemoria. Nadie lo ha descrito con tanta concisión, brillantez y claridad como Iñaki Gabilondo cuando señalaba que fue un fenómeno de generosidad asimétrica en que los vencidos perdonaban a los vencedores, y se establecía una relación de equivalencia entre la legalidad y la ilegalidad. Es decir que a los oprimidos se les concedió perdonar a los opresores a cambio de acceder a la convivencia democrática”.

Y ahora mismo, tras la exhumación del criminal Queipo de Llano, tenemos que escuchar a un dirigente, que puede llegar próximamente a la Moncloa, que prefiere "hablar de los vivos y dejar a los muertos en paz","la política debe centrase en solucionar los problemas de los vivos". "Allá cada uno con sus prioridades, lo que me preocupa es la situación económica e institucional del país. Por tanto, no voy a hacer política con los muertos, no es la prioridad de los ciudadanos españoles", ha rematado. Y un alcalde, reincorpora al callejero de su ciudad los nombres de Millán Astray y del Crucero Baleares. ¡Qué nivel de degradación moral! Lo más grave es que a una parte de la sociedad española, tales hechos les da igual y no las castiga electoralmente. Mas todo tiene un porqué, tal como lo explican en el artículo Mario Carretero y Marcelo Borrelli Memorias recientes y pasados en conflicto: ¿cómo en señar historia en la escuela?  “Como observa Italo Svevo “el presente dirige el pasado como un director de orquestas a sus músicos”.

Así, bajo un presente social cuyos conflictos irresueltos pueden hacer peligrar un futuro que se vislumbra como prometedor, el pasado tiende a recuperarse en forma conciliadora y se facilitará la tramitación del silencio o el olvido transitorio, lo cual no asegura su efectiva concreción. Por el contrario, en un presente conflictivo que indica un futuro incierto –donde las causas y escenarios del pasado reciente permanecen abiertamente sin poder resolverse– el olvido y el silencio se rechaza (todo ello condicionado por las situaciones políticas específicas de cada sociedad y las relaciones de fuerza entre sus diferentes actores). Ejemplos del primer caso se encuentran en las transiciones democráticas de España y Chile, el segundo caso lo encontramos en la construcción democrática Argentina. Y por eso, fue posible el juicio a las Juntas militares en Argentina”.

Termino por el alegato final en el juicio del Fiscal Strassera. Un documento impresionante, que debería leerse en las escuelas y colegios españoles, además de visionar la película, para que reflexionasen tanto alumnos como profesores. Y por supuesto, el conjunto de la sociedad española.

 “Señores jueces, este proceso ha significado, para quienes hemos tenido el doloroso privilegio de conocerlo íntimamente, una suerte de descenso a zonas tenebrosas del alma humana, donde la miseria, la abyección y el horror registran profundidades difíciles de imaginar antes y de comprender después. Dante Alighieri, en La Divina Comedia, reservaba el séptimo círculo del infierno para los violentos, para todos aquellos que hicieran un daño a los demás mediante la fuerza. Y dentro de ese mismo recinto, sumergía en un río de sangre hirviente y nauseabunda a cierto género de condenados…

Yo no vengo ahora a propiciar tan tremenda condena para los procesados, si bien no puedo descartar que otro tribunal, de aún más elevada jerarquía que el presente, se haga oportunamente cargo de ello. Me limitaré pues a fundamentar brevemente la humana conveniencia y necesidad del castigo.

Por todo ello, señor presidente, este juicio y esta condena son importantes y necesarios para la Nación Argentina, que ha sido ofendida por crímenes atroces. Su propia atrocidad torna monstruosa la mera hipótesis de la impunidad. Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan hechos políticos o contingencias del combate. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el gobierno y control de sus instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral; a partir de este juicio y esta condena, el pueblo argentino recuperará su autoestima, su fe en los valores en base a los cuales se constituye la nación y su imagen internacional severamente dañada por los crímenes de la represión ilegal. Por todo ello, también este juicio y esta condena son importantes y necesarios para las fuerzas armadas de la Nación. Este proceso no ha sido celebrado contra ellas sino contra los responsables de su conducción en el período 1976/82. No son las Fuerzas Armadas las que están en el banquillo de los acusados, sino personas concretas y determinadas a las que se les endilgan  delitos concretos y determinados. No es el honor militar lo que aquí está en juego, sino, precisamente, la comisión de actos reñidos con el honor militar. Y, finalmente, no habrá de servir esta condena para infamar a las Fuerzas Armadas, sino para señalar y excluir a quienes la infamaron con su conducta. (…)

Por todo ello, finalmente, este juicio, esta condena, son importantes y necesarios para las víctimas que reclaman y los sobrevivientes que merecen esta reparación (…)

Los argentinos hemos tratado de obtener la paz, fundándola en el olvido y fracasamos; ya hemos hablado de pasadas y frustradas amnistías. Hemos tratado de buscar la paz por vía de la violencia y del exterminio del adversario y fracasamos; me remito al período que acabamos de describir. A partir de este juicio y de la condena que propugno nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido, sino en la memoria, no en la violencia, sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad y quizá sea la última.

Para todos con accesorios legales y costas. Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’.”

Tras visionar la película Argentina, 1985, como español siento una profunda vergüenza