martes. 30.04.2024

Nos cuenta Ítalo Calvino en su novela “El caballero inexistente”, que cuando Carlomagno descubre que el yelmo del paladín Agilulfo está vacío porque el tal caballero no existe, el rey le pregunta que cómo hace para prestar servicio no siendo, Agilulfo le contesta que con fuerza de voluntad y fe en la causa. En España la derecha carpetovetónica también vive con el complejo de Agilulfo empeñada en recrear una nación inexistente con fuerza de voluntad y fe en la causa. Lo extemporáneo de los daguerrotipos sepia de virutas ideológicas de un tiempo destinado a pasar, la mendacidad como instrumento para el demérito ajeno por carecer de una subjetividad compadecida con el interés general, la tendencia al autoritarismo por ser genuina representación del posfranquismo militante, supone un oneroso lastre para una nación que lleva demasiado tiempo intentando encontrar el camino adecuado para la estabilidad de un régimen político donde la profundización democrática, la limpieza ética de la vida pública en la cual prevalezca el estado de la razón y no la razón de Estado, no choque con la ortopedia de un conservadurismo casposo y trasnochado siempre dispuesto a instalarse y a instalarnos en el pasado.

En España la derecha carpetovetónica también vive con el complejo de Agilulfo empeñada en recrear una nación inexistente con fuerza de voluntad y fe en la causa

La ópera bufa que representan personajes como Feijóo o la presidenta de Madrid, la señora Ayuso, no son tolerables en una democracia avanzada y que deben su alzaprimado estatus político a una hegemonía cultural heredada del franquismo que no ha sido corregida ni menos aún derogada por una inteligencia de izquierdas sino que, al contrario, el progresismo se ha involucrado en ella en una confusa estrategia cultural. La transición, supuso, entre otras cosas, que mientras las fuerzas democráticas y de progreso carecían de los resortes de emoción popular para reconstruir un nacionalismo español que quedó anclado en los tópicos reaccionarios de siempre y que tanto mimó el franquismo. Derogado por las redes de intereses fácticos cualquier proteus intelectual desde la izquierda que democratizase verdaderamente el poder arbitral del Estado, se volvía a los viejos defectos decimonónicos de los que advertía Azaña cuando sentenciaba del siglo liberal y reaccionario que se hizo incompatible con el pluralismo cultural y político dentro de la unidad de soberanía del Estado.

El aparataje agi-pro de la derecha vertebrado en los oligopolios mediáticos culturales imponen un sentido común que sin oposición intoxica a la sociedad entera. Grupos mass media que controlan canales de televisión, de radio, prensa escrita y digital, editoriales y universidades conforman monopolios poderosísimos para difundir el relato del poder fáctico.

Estos poderes y el conservadurismo que lo representa por su propia idiosincrasia y entendimiento de lo político y social solo sabe y quiere actuar desde una posición de fuerza puesto que lo contrario -el pacto, el entendimiento de las posiciones contrarias-, son signos de debilidad y la debilidad es humillante e inaceptable. Una economía que inflija dolor en las mayorías sociales, un relato político fundamentado en la impostura, falsificación cultural que anule el sentido crítico de la ciudadanía, es la fuerza mendaz de un conservadurismo que gracias a los resortes de los consorcios propagandísticos impone un ponzoñoso sentido común para las mayorías.

El aparataje agi-pro de la derecha vertebrado en los oligopolios mediáticos culturales imponen un sentido común que sin oposición intoxica a la sociedad entera

Escribía Ortega y Gasset que así como la bola de billar, siguiendo el efecto que en física es igual a la causa, trasmite al chocar con otra el mismo impulso al que llevaba ella, cuando la espuela roza el ijar del caballo, éste da una corveta desproporcionada con el impulso de la espuela, porque la espuela no es causa, sino incitación. Hoy, en el contexto retardatario del conservadurismo español, una mayoría de catalanes también han pasado de la causa a la incitación. Cataluña, desde las Bases de Manresa y pasando por Cambó y Maciá, siempre ha tenido un proyecto político propio, pero también para el Estado español, pero ahora por primera vez gran número de ciudadanos aspira a un proyecto sólo para Cataluña. La causa, o la incitación, de ello no está lejos de la incomodidad producida por la derecha a un importante sector de la sociedad civil catalana mediante una actitud ideológica que considera los nacionalismos e incluso las culturas periféricas como males inevitables que hay que constreñir con rigidez mesetaria, sin reparar que el nacionalismo no es una arquitectura acabada y definitiva, sino una motivación, un dinamismo, una trayectoria inconclusa.

El problema surge cuando el Estado -o, si se quiere, el concepto ideológico del Estado posfranquista- no acaba de creer en las estructuras que lo constituyen, como son las autonomías, y sigue actuando con una lógica y unos tropismos de Estado unitario. Es el torpor político que nace cuando el poder fáctico no lleva a cabo una lectura global sobre cuál es la función pública en una perspectiva federalizante del Estado de las autonomías. Y en este caso, como en tantos otros, la ortopedia conceptual propicia ese desarreglo que se produce cuando la evolución social y cultural es natural, casi mecánica, y el sistema político no sigue, por aferrarse a lo anterior, lo que es actual políticamente es anacrónico socialmente. Fue el gran error de la Restauración decimonónica donde la monarquía arrastraba, sin transformarla, la herencia canovista.

Si se reconoce el problema del otro lado del Ebro como un mero conflicto de orden publico la solución, al menos desde un punto de vista democrático, es imposible

En las ideologías autoritarias no existe el adversario político, ni la misma política, sólo afines o delincuentes. Es una lectura de la vida pública donde la democracia queda reducida a un pretexto o un malentendido. El Partido Popular, organización salpicada en todos sus ámbitos por escándalos de delincuencia común, avasalla a sus adversario políticos como el comisario Scalambri de la novela “Todo modo” de Leonardo Sciascia que presumía de ser capaz de doblegar al Papa y al mismo Dios metiéndoles en una sórdida comisaría y mandándoles quitarse los cordones de los zapatos y el cinturón de los pantalones. Cualquiera, por muy poderoso que sea, -concluía el comisario- se desmorona cuando se le trata como a un ladronzuelo de gallinas. Ello supone extraditar el debate político a los intersticios policiales y judiciales.

Es un círculo vicioso del que es necesario salir para la buena salud democrática del Estado. O se crean espacios de convivencia circunscribiendo las tensiones territoriales al ámbito reconocible de la política y el formato dialéctico o se suspenden los órganos democráticos del autogobierno catalán y se ilegalizan los partidos independentistas. Si se reconoce el problema del otro lado del Ebro como un mero conflicto de orden publico la solución, al menos desde un punto de vista democrático, es imposible y además no puede ser. 

El país inexistente