domingo. 28.04.2024

Es tanto lo que nos jugamos, que la búsqueda de un cierre definitivo del conflicto de Cataluña, y el aprovechamiento de la ocasión para abordar una mejora y perfeccionamiento de la estructura territorial del Estado, exige una reacción favorable a intentar la negociación.

Un acuerdo de algo más que la investidura podría ser para Puigdemont algo así como tocar el cielo con las manos, si con él lograra que el problema catalán saliera del ámbito judicial para retornar a los cauces políticos. Una reivindicación de máximos, teniendo en cuenta de que, hoy por hoy, es un procesado que está reclamado por el Tribunal Supremo, al que el Parlamento Europeo le ha levantado la inmunidad parlamentaria.

Según explican expertos constitucionalistas de solvencia, una ley de amnistía no contraviene la Constitución, por mucho que nos pueda parecer un mecanismo demasiado generoso, y por mucho que haya declaraciones políticas en contrario. Pero Puigdemont en su comparecencia pública del martes 5 ha querido sacar ventaja de sentirse imprescindible para la viabilidad de formar gobierno, y siguiendo su concepción de la negociación como una subasta, ha subido la apuesta por encima de los límites admisibles.

Puigdemont en su comparecencia pública ha querido sacar ventaja de sentirse imprescindible y ha subido la apuesta por encima de los límites admisibles

En efecto, es la exigencia más alta, y la subasta puede seguir las reglas de las lonjas del pescado (partiendo de un precio máximo) más que las de una galería de arte (partiendo de un precio básico). Pero el que haya optado por una reivindicación de máximos -que siempre puede terminar modulándose en un proceso negociador- no es el mayor inconveniente de las aspiraciones de Puigdemont. Al menos, las que ha expresado en su comparecencia del martes 5 de septiembre en Bruselas, tan diferentes de las propuestas sugeridas hace pocos días por el lehendakari Íñigo Urkullu, como una posible senda a seguir para solventar los posibles problemas pendientes de lo que él llama nacionalidades históricas, a partir de la disposición adicional 1ª de la Constitución.

En primer lugar, Puigdemont parece no haber evolucionado con el paso del tiempo, y no entiende que las actuales condiciones (por cierto cuando en las elecciones del 23J acaba de perder 140.000 votos respecto a las de 2019) no tienen nada que ver con las de aquella mañana de septiembre de 2017 en que nos tuvo a todos en vilo con sus dubitaciones, hasta que -por fin, y empujado por las acusaciones de traidor formuladas por Rufián- realizó aquellas extrañas maniobras de declarar unilateralmente la independencia de Cataluña, llevar dicha ratificación al Parlament, que inmediatamente de ratificarla la suspendió, para firmarla de nuevo, en un manifiesto sin rango institucional parlamentario, ante alcaldes independentistas armados con sus varas de mando, para, acto seguido no sólo no regresar al Palau Sant Jordi a tomar su presunto nuevo poder, sino abandonar Barcelona para, a continuación, y según la leyenda, abandonar España en el maletero de un coche.

Lo que está pidiendo -independientemente de que pueda ser constitucional- es un precio muy alto del que el principal beneficiado es él personalmente

En segundo lugar, Puigdemont pide un pago por adelantado, mostrando una obstaculizadora desconfianza, sin ofrecer a cambio pruebas de que quienes firmen un pacto con él pueden confiar en el cumplimiento por su parte. Sobre todo, porque lo que está pidiendo -independientemente de que pueda ser constitucional- es un precio muy alto del que el principal beneficiado es él personalmente. Y cuando hay un alto interés personal de por medio, mayor es la obligación de ofrecer unos avales del cumplimiento.

En tercer lugar, la contraprestación que ofrece a un precio tan elevado es tan barata como la mera investidura, que no garantiza que -una vez logrado su propósito- vote en contra de cuantas propuestas se lleven al parlamento. Y objetivamente es tan alto su precio como para garantizar cuando menos el apoyo a los presupuestos del Estado y a algunas realizaciones estratégicas para el futuro de España.

En cuarto lugar -y al contrario de la propuesta de Urkullu- no establece un proceso posterior de negociación sobre el tema territorial. Por el contrario (y aunque dice que sus propuestas se hacen en el marco de la Constitución) se reserva de pasada, pero dicho queda, el derecho a la actuación unilateral: que es lo mismo de aquel septiembre de 2017 que recordábamos más arriba.

En quinto lugar, establece el principio de la desconfianza, exigiendo que lo que demanda termine controlado por un arbitraje, no concretado, pero que, a la hora de la verdad, puede salir exigiendo que sea internacional. Lo cual sería una devaluación de nuestro Estado de Derecho.

Establece el principio de la desconfianza, exigiendo que lo que demanda termine controlado por un arbitraje, no concretado, pero que puede salir exigiendo que sea internacional

Y, en definitiva, se queda en la mera reivindicación de unas condiciones previas, sin comprometerse a cumplir unas obligaciones que estén a la altura de lo mucho que solicita.

Cualquier reacción simplista a tales declaraciones, que personalmente considero que constituyen un despropósito político, y desde el punto de vista de cualquier técnica de negociación, daría por cerrada cualquier vía de diálogo. Pero es tanto lo que nos jugamos, que la búsqueda de un cierre definitivo del conflicto de Cataluña, y el aprovechamiento de la ocasión para iniciar un proceso que aborde una mejora y perfeccionamiento de la estructura territorial del Estado, exige una reacción favorable a intentar la negociación. Sobre todo, aprovechando el tiempo muerto al que la desde el principio inviable investidura de Feijóo, nos ha sometido, así como el período posterior, prácticamente de dos meses, que dicho fallido intento nos proporciona.

Parece que es posible abrir un periodo de diálogo del que pueda terminar saliendo una negociación que, en cualquier caso, tiene que desbordar la pacata visión política de Estado que el pasado martes nos ofreció Puigdemont, así como su racanería contable. Un diálogo y negociación que tenga en cuante algo más que los siete escaños de Junts, y que se fije más en una mayor articulación y convivencia social y territorial en el seno del Estado de Derecho que nos dimos en 1978, y que posibilite incluso la apertura de caminos para terminar revitalizando y enriqueciendo la propia Constitución.

El pacto de la desconfianza mutua